Va a estar José Agustín en la Facultad de Filosofía y Letras, le dije a mi cuate Alberto, casi con ansiedad. Vamos, ¿no? Y fuimos. Albertín del Calcetín siempre me seguía el juego en mis cosas de intelectualoides porque, al igual que yo, quería ser escritor, y éramos culpables de haber perpetrado los peores cuentos del mundo hechos a dos manos en los más diversos tonos, desde el rulfiano hasta el borisvianesco, sin obviar el joseagustinesco, of course. Además de eso, La tumba, De perfil y la película 5 de chocolate y 1 de fresa se habían convertido en puntos cardinales de nuestra amistad. Fue en agosto del 91, teníamos 16 años y pensábamos que José Agustín era "la verga de oro de la Literatura Mexicana”, para decirlo en sus propias palabras. Él era el Big Boss de los jóvenes-revolucionarios-de-la-literatura-nacional y por eso éramos tantos los joseagustines, que pululaban con sus malescritos bajo el brazo, imitaciones chafas de “Amor del bueno”.
LA DICHOSA CONFERENCIA conmemoraba los 20 años de La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, y además de la autora y el propio Agustín, estuvieron Hugo Hiriart, Hernán Lara Zavala, María Rojo (la película Rojo amanecer había salido un par de años antes) y un montón de viejos-no-tan-viejos líderes estudiantiles. Y nosotros, dos mocosos imberbes en una tarde agitada, entre universitarios y fósiles, en medio de ese dilatado duelo por la matanza de Tlatelolco.
Después de hacer una fila larguísima, nos metimos hasta el culo del auditorio, donde sólo se oían los murmullos de los estudiantes, y nosotros en el ácido porque el maese Agustín no aparecía, venía retrasado de Cuautla (¿a poco vivía en Cuautla?). ¿Qué iba a hacer todo mundo si no llegaba? Nunca nos pasó por la cabeza que alguien estuviera allí por la Ponia, por el 68, por ociosos. A mi corto entender, todos queríamos ver a José Agustín. Y luego de un rato en que los ponentes alargaron la charla, llegó Pepetín, con el saco medio húmedo por la lluvia, apuradísimo. Los aplausos se prolongaron por más de un minuto. En medio de la vorágine se tendió un puente entre maestro y discípulo. Lo sabía porque llevaba como talismanes mis viejos ejemplares de Inventando que sueño y De perfil, que poco tiempo atrás había confiscado de la biblioteca familiar para mi uso personal, con la ilusión de que el Buen Agus les impusiera la poderosa. Inventando que sueño y Rayuela, de Cortázar, eran para mí lo que el I Ching para José Agustín, no salía de casa sin echarles un lente, y ésta era mi única oportunidad de realizar el sueño más fetichista de todo lector: tener un libro autografiado por su idolazo de bronce.
CUANDO JOSÉ AGUSTÍN tomó la palabra y comenzó a leer el texto que había preparado sobre aquellos años de revueltas y Revueltas, de Lecumberri, la Marcha del Silencio, de la libertad de expresión y la censura, el texto “Cuál es la onda” dio un brinco en mi pecho para abrirse tímidamente en una línea rebelde al margen de la página 72, en que se refiere a Gusy Díaz, el hijo del preciso, y dejé de escuchar a “la verga de oro” porque mis ojos se clavaron en la dichosa página 72, que llevó a la 73, y a la siguiente, y estaba metidísimo en las sabias palabras de un taxista con “esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista”, que en algo refutaba la “pobreza ideológica” que Emmanuel Carballo llegó a reprocharle a los onderos, cuando chin, que se suelta otra vez el aguacero de aplausos. Joseagustín había terminado y nos invitaban a desalojar la sala. Un enjambre de estudiantes se dejó caer sobre el escenario, claramente dividido en dos bandos: los tinos y los elenos. No había pleito, pero para mí no había de dos sopas, la onda era él mero, que se había puesto de moda otra vez por la Tragicomedia mexicana.
MO MIRÉ MIS LIBRITOS con melancolía, tanto para nada, no iba a poder acercarme a él, ya era tarde, ¿cómo nos íbamos a regresar? Qué vibra me cargaría, que de golpe sentí que me jalaban del brazo hacia el escenario. Una rubia, que nos había orientado para llegar al auditorio, me dijo, ven para que te firme, y abriéndose paso a empujones, saltando como un ángel sobre los estudiantes echados en el piso, me llevó hasta la mesa del Tintín y, veinte minutos después de hacer paciente fila, llegó mi turno. Le extendí mis viejas ediciones al maestro. Para Gerardo, le dije, y mientras él firmaba “Para mi cuate”, me entró la urgencia de decirle que sus libros me habían cambiado la vida, pero me acobardé. Además, ¿para qué? Ahí estábamos frente a frente y con ese acto presencial todo estaba dicho.
Alberto y yo salimos del Che aturdidos y en penumbras. Caminé embobado, tratando de releer la dedicatoria escrita en tinta negra, con su letra de electroencefalograma y una estilográfica de punto muy fino. ¿Sí te firmó tus libros?, escuché al ángel salvador a mis espaldas. Yo, sin poder hablar, me limité a sonreír y le mostré las páginas. Una gota de lluvia cayó sobre la dedicatoria de mi cuarta edición de De perfil y lo que recién había escrito el Maese se borró, y sentí un chingo de rabia, como ahora que el Jefazo se murió, porque la vida se ensaña con las cosas buenas que nos reserva. Pero tampoco tenía sentido enojarse, ya el maestro Pepezen lo había establecido hace años: “Morirse, mis estimados, no es nada del otro mundo”.