A Sara Uribe, lectora garciaponciana
“Quiero que me cojan todo el día y toda la noche”: esto lo dice Esteban recordando lo que dijo Mariana; esto es, también, el arranque de Crónica de la intervención, de Juan García Ponce (Mérida, 1932-Ciudad de México, 2003). La novela, en dos tomos, se extiende a lo largo de más de mil páginas, abarca los antecedentes de la época en general, revisa y deja claros los preliminares y las consecuencias de la matanza del 2 de octubre de 1968 en la capital.
¿Cómo se habrá recibido este libro cuando se publicó en 1982, hace más de 40 años? Lo editó Bruguera, la editorial catalana que era —para los parámetros de la época, no los actuales— inmensa y respetada. Después de ese arranque directo, que coquetea con lo pornográfico, el yucateco arranca un juego de circunvoluciones filosóficas. Esteban es el narrador del libro y, en cuanto recuerda las palabras de Mariana, se dedica a pensar lo sucedido. Piensa en la espalda de la mujer, sus pechos, la forma en que la desean él y su amigo Anselmo, la manera en la que se desnudan. El texto se aproxima a una meditación sobre lo erótico intercalada con una cascada de sucesos que es, de alguna manera, el sello del autor.
Sé que hoy García Ponce se lee de manera distinta. Mucha agua ha corrido desde que la historia de Mariana y María Inés se escribió y una buena parte del entorno creado por su autor ha desaparecido: desapareció la ciudad de la que se habla en la novela y se fue, al menos del discurso, una idea de la Mujer, con mayúscula. La carga erótica de Crónica de la intervención recae con fuerza en una fantasía sobre lo que las mujeres hacen en el espacio de lo íntimo —y ahora lo femenino se ha transformado.
A simple vista, el trabajo narrativo del escritor yucateco apuesta por la sumisión de la mujer, por su naturaleza sexual dormida que necesita despertar. Los personajes masculinos se dedican con cuidado a trabajar esa sexualidad, a usarla a su favor. Después del verano de Liliana, de los acontecimientos narrados con frialdad y detalle, de las Antígonas y las perras, de la relectura de historias de abuso, maltrato, feminicidio, desaparición y desprecio que son muy reales y han encontrado su lugar en la literatura contemporánea, es difícil adentrar-se en una lectura superficial de Juan García Ponce y de algunos de sus contemporáneos. En su escritura hay, sin embargo, una apuesta mucho más sutil: también él escribe para denunciar, para alterar un esquema que es acartonado y peligroso.
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El 2 de octubre de 1968, el ejército mexicano y al menos un grupo de paramilitares se encontraron en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. En ella se concentraban estudiantes —sobre todo universitarios— de distintos planteles educativos, varios profesores y grupos afines.
El presidente cobarde, con una seguridad en sí mismo sin sustento, arropado por el ejército, aprobó la masacre. Sentía —en parte porque así se lo habían hecho creer— que el pueblo lo apoyaba. La razón estaba de su lado, según él: los demás eran sus opositores, detractores, unos “provocadores y revoltosos”. Los disparos a la gente congregada en la plaza vinieron del techo de los edificios construidos por Mario Pani y salieron también de entre la multitud. Una edecán, dos niños, algún profesor, un carpintero sin suerte, una pareja muy joven: pronto, el lugar se convirtió en escenario de una matanza, el sitio de un antes y un después. Meses atrás, el mismo ejército que protegía al presidente se lanzó a la Ciudad Universitaria y atacó la autonomía de la Universidad Nacional. Se dieron arrestos, maltratos, violencia.
Un año antes de estos hechos, se le diagnosticó a Juan García Ponce la cárcel del cuerpo. Padecía, le dijeron, esclerosis múltiple: no había cura, solución, remedio que pudiera hacerlo sentir mejor. Perdería la capacidad de moverse, de hablar, de escribir. En 1968 estaba en silla de ruedas. Unos policías lo detuvieron en la calle. Según narró él mismo, lo habían “confundido” con el activista universitario Marcelino Perelló, también limitado de movimientos. Así lo recordó García Ponce: “Un policía me puso la pistola en el estómago. Me dijo: ¡Párese, hijo de la chingada! Le respondí: me encantaría, pero no puedo”.
El yucateco pertenecía a un grupo notable de escritores, editores, profesores e intelectuales que encontraba en la Universidad Nacional un refugio. No sólo era su lugar de trabajo, sino un espacio para la creación y la formación. Hacían revistas o libros, proponían proyectos académicos y montaban obras de teatro. También a ese núcleo —algunas veces tildado de mafia, por compacto y abarcador— lo golpearon con fuerza tanto el 2 de octubre, como la persecución militar y gubernamental que dieron lugar a esos eventos. Su mundo se quebró, como el de tantos mexicanos. Tenían un gobierno que perseguía, señalaba, juzgaba, mataba.
Al narrar una revolución —cualquier revolución, también una del pensamiento— desde el punto de vista puramente histórico o sociológico, se pierde lo desaseado, ambivalente, inspirador y hermoso que tiene, su elemento humano. Es en la poesía o en la narrativa que las revoluciones encuentran una nueva dimensión, una realidad distinta, más fácil de aprehender. En 1968, García Ponce se acercaba a los 40 años, había escrito ya varios libros y no podía moverse. Publicó algunos textos furiosos respecto de la masacre, más bien ensayos, y pareció soltar el tema que fue abrazado, en los siguientes años, por otros intelectuales incluso por algunos que terminaron por sentirse cómodos dentro del mismo sistema que los había perseguido poco antes. Pero el yucateco era un escritor de recurrencias y obsesiones que, como dijo alguna vez en entrevista, “se le colaban”. Así fue a dar a la Crónica de la intervención no sólo un ejercicio de sus reflexiones eróticas, con escenas abiertamente sexuales, sino una mirada más madura de los acontecimientos del 2 de octubre. Ahí sí aparecen el caos, la juventud, las discordias y la temperatura física de personas que pudieron estar en la Plaza de las Tres Culturas. El cuerpo y sus posibilidades son el terreno de trabajo para García Ponce, incluyendo el cuerpo roto, desgarrado por las balas.
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Parece que no hallamos aún formas de contarnos el cuerpo, al menos no unas satisfactorias. Los últimos años han visto florecer literatura escrita por mujeres en la que los cuerpos son narrados desde un lado distinto al que fue favorecido y aprobado desde finales del siglo XX hasta inicios de éste. La mujer apareció antes como objeto del deseo, ser inalcanzable y muchas veces incómodo: bien podía ser cruel, caer presa del llanto o tan misteriosa que se volvía una quimera. Esto es una reducción simplista, pero me sirve para formular la prefiguración de una idea imperante durante siglos.
Rosario Castellanos quiso cambiar el esquema, Inés Arredondo plasmó el deseo y la rabia contenidos de manera feroz, María Luisa Puga narró la enfermedad y la intimidad sin la timidez que pudo silenciar a otras autoras. Son apenas un puñado de mujeres que, en un lapso de poco más de un par de décadas, se atrevió a romper con lo que se imaginaba como literatura y lo que se imaginaba como talento en México, abriendo camino, a veces a codazos.
Así fue a dar a la Crónica de la intervención no sólo un ejercicio de sus reflexiones eróticas, con escenas abiertamente sexuales, sino una mirada más madura de los acontecimientos del 2 de octubre
En un lugar que no coincide mucho ni con el canon venerado ni con la rebelión femenina, por entonces aún tímida, está la narrativa de Juan García Ponce. Sus héroes literarios buscaron en algunos casos esa literatura elaborada, sofisticada, que sabe que irá al almacén de lo canónico y que, por lo mismo, apela a pocos. Entre sus autores de cabecera estaban Pierre Klossowski, Thomas Mann y Robert Musil: un panteón literario que se mantuvo sólido con todo y el paso de los años y las décadas.
Durante los casi 20 años transcurridos desde que los acontecimientos del 68 empezaron a fraguarse y la propia noche de Tlatelolco, él escribió sin parar. Publicaba —aunque fuera en editoriales y formatos pequeños— casi cada año, construyendo una visión personal que tomaba formas muy distintas: cuento, novela, teatro, crítica, ensayo, autobiografía y otras formas de discusión literaria. Desde que encontró los libros y se encontró a sí mismo en las letras, quiso abandonarse a lo artístico y abrazarlo todo. La inmovilidad a la que estaba obligado no cerró su mundo interior, casi al contrario. No sólo eso: también siguió codeándose con amigos, admirando colegas, alentando pintores y construyendo las redes intelectuales que lo alimentaron hasta el final de sus días. Esas casi dos décadas lo vieron especialmente productivo, un hombre capaz de fabricar un cosmos muy particular, a la vez pornográfico y filosófico, con la mirada abierta a las artes plásticas y a la dramaturgia.
En 1982 apareció, finalmente, Crónica de la intervención. El libro se divide en dos tomos y recorre la vida de dos mujeres que son otra y la misma. Mariana y María Inés, muy al estilo garciaponciano, están poco ahí. Es decir, todo gira en torno a ellas: aparecen sus familiares, maridos, amantes, amigos, jefes, colegas, el personal de servicio… sin que ellas puedan ser aprehendidas. Esa mágica transformación de mujer en emblema y, más adelante, en fantasma, es la especialidad de García Ponce. Pero esta Crónica tiene un valor distinto y abre una nueva dimensión en la obra del yucateco, una con relevancia histórica y casi documental, que ofrece una postura ante la vida: política, moral, de crítica social e intelectual.
En el libro, Mariana y María Inés son admiradas y deseadas por muchas personas; sus cuerpos —idénticos, dobles misteriosas e inquietantes—son deseados, tocados y hasta utilizados. Las dos viven vidas muy distintas: María Inés, casada con José Ignacio, pertenece a la clase media de la época. Habita entre jardines, primeras comuniones, niños, misas, un fraile, un auto, personas empleadas para el servicio. Mariana, por el contrario, tiene mayores libertades, se desplaza entre las casas de los intelectuales sin restricciones afectivas ni lazos legales o religiosos. A pesar de sus diferencias, son idénticas. Se miran a sí mismas desde la mirada ajena. Así saben, conforme avanza la novela, que sus cuerpos tienen los mismos gestos, los mismos pechos, la misma disponibilidad para ser usados, es decir, para ser penetrados por los hombres, para que sus genitales sean también de los demás: de una suerte de cofradía que se sabe especial porque tiene acceso a estas mujeres. Así, ellas aprenden y entienden que son la misma.
La novela tiene intriga, hay un crimen individual y uno colectivo, el del 68; hay tías y estudiantes, niños y misas, negocios y arte. Ocurre con ella como con la mayor parte de los libros de García Ponce: es difícil explicar de qué se trata. La trama no es lineal, si-no que está compuesta por pequeñas historias que pueden más o menos cerrarse en sí mismas, pero que están claramente engranadas con el resto. ¿Por qué es difícil describir los libros de este autor prolífico y versátil? Crónica de la intervención es un ejemplo difícil simplemente por su extensión, pero incluso pensando en sus trabajos breves se llega más o menos a lo mismo: el yucateco escribe a partir de las ideas. Una acción lleva a una reflexión que deviene otra acción, luego otra idea y así sucesivamente. Uno de sus libros más famosos, El gato, fue primero un cuento (muy bien logrado) y luego una novela breve. Hay una pareja de amantes, un cuarto, una cama y un gato que funciona como puente entre los amantes. Puente para el deseo y para las divagaciones sobre el deseo. Se trata de eso y, a la vez, de muchísimo más, que rehúye la descripción simple.
La estructura de Crónica de la intervención —que me sirve ahora como un ejemplo paradigmático— permite que este juego de acción-reflexión se replique de manera constante. Como el autor también se formó en la dramaturgia, los diálogos y algunos acontecimientos narrados parecen montajes. También es una crónica real, pues describe el final de los años 60 en México de una manera muy puntual. Leerlo es casi como mirar una fotografía en la que están congeladas las aspiraciones de una clase social y la mirada obtusa de una clase gobernante. Están también ahí algunas de las fantasías colectivas que hoy son un lastre terrible, como la idea de progreso y de ganarle territorio a lo salvaje. Hoy, estas ideas puestas en quienes gobernaban y en quienes tenían dinero ha arrasado con buena parte del patrimonio natural e histórico de una Ciudad de México que García Ponce decidió conservar como en ámbar, a la hora de escribir la crónica que detalla la muerte de muchas ilusiones.
Hay otros libros del escritor en los que es más fácil establecer una línea y decir: éstos son los personajes centrales y por acá va la historia, que se trata de tal y tal. Inmaculada o los placeres de la inocencia (1989), por ejemplo, encaja aquí. No desaparecen las reflexiones y la sensación de estar ante una puesta en escena, pero hay más acción —y casi toda es sexual. Inmaculada lleva el nombre del personaje central, una chica que parece nacida para el sexo; mejor dicho, una mujer que parece nacida para que otros ejerzan con ella su propia sexualidad y se satisfagan. Comienza cuando es una niña y llega hasta que es una mujer hecha y derecha. Narra con precisión y detalle los encuentros sexuales desde los inicios hasta una suerte de consagración; Inmaculada no es un simple sujeto con orificios y pechos, sino una parte activa en la sumisión —es la dueña de todas las escenas. De ese libro se dijo, durante mucho tiempo, que narraba episodios ocurridos verdaderamente en la vida de su autor. Fue común jugar con la idea de que este escritor tan extraño, paralítico para colmo, alimentaba su imaginación con orgías en la sala de su casa. La verdad es que no importa ahora si hubo o no intercambio de fluidos en la calle de Alberto Zamora, en Coyoacán; lo relevante es que las personas lo imaginaron posible y verdadero durante largo tiempo, en parte porque se enfrentaron a una narrativa distinta, a un erotismo que lo mismo era directo que meditativo y metafísico. Esto es de Inmaculada:
No dijo nada sino que, vestida, se acostó sobre el maíz al lado de Joaquina. Joaquina tomó el olote que tenía a su lado y se lo tendió a Inmaculada.
—Podrías meterme eso entre las piernas. Hazlo. Quiero saber qué se siente —le dijo Joaquina.
Inmaculada miró el olote en su mano.
—Es muy grande. Te va a doler. Me da miedo —contestó.
—No importa. Yo quiero sentirlo. Hazlo. Obedéceme, acuérdate, no sé montar a caballo, pero te he enseñado todo —dijo Joaquina abriendo las piernas y cerrando los ojos.
Con los ojos cerrados, era como si estuviera allí sin estarlo, su pedido resultaba una orden para Inmaculada, era una súplica y era la prueba de superioridad. Automáticamente, mirando el sexo sin vello de Joaquina, Inmaculada obedeció a ese pedido, a esa súplica, a esa prueba de superioridad, acercando poco a poco el olote a las piernas, pasándolo por uno de los muslos y llegando a la entrada del sexo.
—Mételo, mételo, por favor —suplicó Joaquina.
Inmaculada empezó a obedecerla, la punta del olote entró por el sexo, luego más y más. Joaquina se quejaba, pero mantuvo las piernas abiertas y puso una de sus manos sobre la de Inmaculada haciéndola meter cada vez más el olote. […] Inmaculada ya no necesitaba que Joaquina la guiase, movía el olote dentro del interior de Joaquina como lo había hecho con la mano de la muñeca, como lo había hecho con la suya, solamente obedecía.
La escena ocurre cuando las protagonistas son unas niñas, no tienen desarrollados los pechos ni vello en el pubis. Un poco antes, viene esto:
No había imaginado así lo que iba a sentir ni siquiera cuando estaba a solas en su cuarto, no esperaba una sumisión tan definitiva, un placer tan intenso ante esa sumisión.
Y luego esto:
Entonces Joaquina reconoció que Inmaculada era la que obedecía y su obediencia despertaba un contenido deseo que la convertía en servidora de esa obediencia.
El lenguaje franco, la descripción puntual de los atuendos y las habitaciones y un trasfondo inquietante se mezclan con ideas y un pensamiento del cuerpo erótico que enlaza no sólo la historia de este libro, sino toda la obra de Juan García Ponce.
Leerlo es casi como mirar una fotografía en la que están congeladas las aspiraciones de una clase social y la mirada obtusa de una clase gobernante
Tal vez los detalles —a veces cansinos— de lo que rodea a los personajes y envuelve la acción se debe a una mirada crítica, acuciosa, de un escritor que fue admirador ferviente de la pintura, en especial de la de sus contemporáneos.
Me parece que su voz se impregna también con las ideas de la crítica estética y la posibilidad de romper con lo que parece otro canon inamovible, el de lo plástico. Así que García Ponce, un rebelde por naturaleza, dedica su tiempo al análisis y promoción de la obra de la llamada Generación de la Ruptura, representada por Manuel Felguérez, Arnaldo Coen, Brian Nissen, Vicente Rojo, Juan Soriano, Lilia Carrillo y su hermano, Fernando García Ponce, entre muchos otros.
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La mezcla de lector y crítico, de escritor y filósofo, lo distingue de entre sus colegas. No tiene la sencillez perfecta de José Emilio Pacheco (un poco más joven que él) ni el humor descosido y agudo de Jorge Ibargüengoitia; tampoco la aproximación sucinta a la narrativa de Salvador Elizondo ni la mirada dura sobre las relaciones interpersonales de Inés Arredondo. Le gustan las casas y retrata parte de la vida doméstica, pero jamás altera su orden desde lo sobrenatural o espantoso, como Guadalupe Dueñas y Amparo Dávila. Su crítica social no es de escalafones ni racial, como la propuesta por Rosario Castellanos o, desde un lado más sociológico y periodístico, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Sus apuestas estilísticas no quieren la desmesura de Carlos Fuentes y no tienen esa ambición de totalidad. Tampoco busca los retruécanos y juegos estilísticos de Sergio Pitol, por ejemplo. La distancia está, tal vez, en los amplios fragmentos reflexivos que hay en su narrativa, presentes también en los diálogos de su teatro. Una filosofía casi teológica del erotismo, que es al mismo tiempo una vi-sión filosófica del amor y, en buena medida, del mundo. Sus párrafos suelen ser larguísimos, con largas oraciones subordinadas: lo opuesto a Rulfo o Arreola, pues.
Casi todos estos autores se hermanaron en el cotidiano; muchos fueron amigos muy cercanos, gente querida, un grupo compacto que flotaba en torno al hombre en la silla de ruedas, el hombre de las obsesiones eróticas, las manías urbanas, las manías literarias. Algunos lo orbitaban, otros lo tenían como centro, unos más fueron pares o tutores. Existen perfiles sobre García Ponce elaborados con cuidado, afecto y admiración por algunos de los autores más notables del siglo XX mexicano: Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Elena Poniatowska, Emmanuel Carballo, Carlos Monsiváis, Ángel Rama, José Emilio Pacheco, Octavio Paz, Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Inés Arredondo… Podía ser distinto a ellos en la escritura, pero era importante tenerlo cerca, estar bajo su aura crítica, su mirada meditativa, su visión de lo permanente, lo eterno, lo etéreo, lo inapresable.
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Hace varios años entrevisté a García Ponce en su casa. Lo conocí un poco antes, en la presentación que se hizo en su jardín de la antología de sus textos breves (Cuentos completos, Joaquín Mortiz, 1997). Juan Villoro presentó el libro y me presentó con él. Aceptó la entrevista siempre y cuando yo llegara en minifalda y tacones. Gracias a Huberto Batis —mi maestro, amigo muy cercano de Juan— evité que García Ponce me eludiera. Quería hacer mi tesis de licenciatura sobre la obra garciaponciana. Por entonces me atraía la sexualidad cruda de su narrativa, la forma tan abierta de hablar de algo tan obvio y secreto. Éramos ya bombardeados por publicidad que antepone el cuerpo y el sexo a casi todo, por lo que me parecía necesario tomar al toro por los cuernos y escribir sobre eso, sobre penetraciones y vulvas, pechos y mujeres que son compartidas; sobre la ferocidad del deseo que puede mover políticas y montañas. Llegué a la entrevista en minifalda y tacones, con los pies descubiertos y el pelo suelto; es decir, disfrazada de uno de sus personajes. No recuerdo qué pensé o esperé al ir vestida así, lo que sí recuerdo con precisión fue la mirada atenta del escritor y, más tarde, su increíble lucidez. Hablaba con muchísima dificultad y requería en parte de la traducción que hacía María Luisa Herrera, su asistente, para recomponer sus palabras rotas y frases a medias. En mi recuerdo, su claridad lo ilumina todo y nos saca, a él y a mí, de los agravios de su cuerpo. El trabajo de su vida había sido leer con atención y fervor a escritores insólitos, que hicieron una obra de capas y veladuras, textos como muñecas rusas o cajas chinas, con profundidades y superficialidades. Ya mencioné a Musil, Mann, Klossowski, pero en su panteón personal también estuvieron Kafka, Nabokov, Woolf, Nietzsche.
Fotografías en blanco y negro de estos y otros personajes velaban las horas de trabajo del escritor mexicano. También los teólogos y los místicos, de quienes no tenía retrato pero que lo visitaban desde su pasado. En entrevista me dijo: “Es obvio que mi obra es la de un maniático”. Le pregunté sobre sus manías: “Las mujeres bonitas, la literatura, el arte en general. Hasta la religión vista como laico y admirada como fórmula. Yo leo mucha teología y no creo en Dios. Me gusta cómo argumentan los teólogos”.
El trabajo de su vida había sido leer con fervor a escritores insólitos, que hicieron una obra de capas y veladuras, textos como muñecas rusas o cajas chinas, con profundidades y superficialidades .
Su casa era aquel espacio ajeno al tiempo, a “esta ciudad de la muerte”, como la llamó José Emilio Pacheco. Él mismo parecía ajeno a los daños del exterior, porque su piel era lisa y su pelo, negrísimo. Los muebles, la alfombra, la colección de libros, el jardín con rosales, pasto y margaritas: todo parecía suspendido en una época pretérita.
Pedirme que fuera de minifalda suena muy fuera de lugar hoy, igual de descolocado que si hiciéramos una lectura simple, superficial, de la mujer como objeto en su obra. Sin embargo, mucho de lo que postulaba en su literatura es contemporáneo: un amor sin límites, uniones voluntarias y no por obligación, cuerpos compartidos y entregados por el deseo, bajo acuerdo; el cuerpo como valor y el sexo como algo místico; la belleza como inicio del arte y el arte como fuente de vida.
Su Crónica de la intervención logra poner en perspectiva la ruptura que el 68 marcó para la intimidad de las personas y familias, el quiebre de la confianza en el gobierno y lo establecido. Al mismo tiempo, es el compendio de la mirada de García Ponce, una forma de puntualizar sus creencias y de saldar cuentas con un episodio que partió en dos a su generación y señaló el inicio de una modernidad complicada, que lo mismo ha arrasado con lo que parecía seguro —incluyendo la noción de núcleos y cuidado—, que abierto las puertas al cuestionamiento y, en ese sentido, a la libertad. Leerlo hoy es volver la vista a una de las mentes más lúcidas de la narrativa mexicana y recuperar en su escritura lo que vale la pena de lo perdido. Tal vez sea el momento de hacerlo.