La lucha por el traslado y la vida de Benito tuvo a los usuarios de Twitter (o X), durante semanas, con los nervios de punta. La jirafa habitaba en el Parque Central de Ciudad Juárez, Chihuahua, bajo condiciones terribles, que ponían en riesgo su bienestar. A partir de esta semana, vivirá en un parque de Puebla, en un hábitat adecuado. La travesía de Benito debería ser la puerta a una reflexión más profunda sobre los zoológicos y parques de animales en cautiverio, su desarrollo y rol actual, más allá de celebrar una victoria que, aunque importante en sí misma, resuelve sólo un caso. Benito tiene la posibilidad de convertirse en el estandarte de algo más trascendente que modifique de fondo estas instituciones y, de paso, nuestra relación con los animales.
El cuativerio de animales salvajes puede rastrearse hasta el año 10 mil antes de nuestra era. En principio, se trataba de una primera forma de domesticación, a la vez que tenía propósitos alimentarios, pero con el paso del tiempo comenzó a cobrar tintes de espectáculo y diversión, presentando a criaturas feroces o exóticas para entretener. Sabemos que civilizaciones antiguas, por ejemplo Egipto y Mesopotamia, mantenían este tipo de predecesores de los zoológicos desde el año 2,500 antes de nuestra era, aproximadamente. Desde luego que este tipo de divertimentos se reservaban para las élites: tenían derecho al goce de las bestias la clase gobernante y, sobre todo, la aristocracia.
El coleccionismo de especies rápidamente se convirtió en un símbolo de poder, por la dificultad de capturarlas y el costo de financiar expediciones, lo cual les brindaba un aire de exclusividad. El dominio de territorios pronto se vinculó también al cautiverio, de manera que desde Asia hasta Europa, e incluso en América, se trataba también de una forma de lucir el alcance de un gobernante y los espacios ganados a través de la invasión y la conquista.
Éste fue el caso del tlatoani Moctezuma II, quien mantenía una suerte de zoológico llamado Totocalli, traducido como Casa de los Animales o Casa de las Aves, el cual se encontraba en los terrenos donde hoy se erige la Torre Latinoamericana y, previamente, el convento de San Francisco. Lo que sabemos de él es gracias a la impresión que causó en los conquistadores, quienes registraron su existencia en crónicas y cartas, así como en el Mapa de Núremberg. El propio Cortés lo describió de la siguiente forma en su Segunda Carta de Relación al rey Carlos I de España, en 1520:
Tenía una casa poco menos buena que ésta donde tenía un muy hermoso jardín con ciertos miradores que salían sobre él […] En esta casa tenía diez estanques de agua donde tenía todos los linajes de aves de agua que en estas partes se hallan […] A cada género de aves se daba aquel mantenimiento que era propio a su natural y con que ellas en el campo se mantenían […]
Sobre cada alberca y estanque de estas aves había sus corredores y miradores muy gentilmente labrados, donde el dicho Moctezuma se venía a recrear y a las ver [sic].
Cortés continúa su relato ahondando en las otras criaturas que habitaban este jardín y que incluían “leones, tigres, lobos, zorros y gatos de diversas maneras”. A esto se sumaba un aspecto doloroso en la historia de los zoológicos: la exhibición de seres humanos con discapacidad, lo cual fue práctica común alrededor del orbe hasta el siglo XIX. Estas colecciones de seres no cumplían con un propósito científico, como hoy entendemos los zoológicos, sino que se trataba de pavonear todo lo que un rey o emperador dominaba.
La vocación educativa de los zoológicos dio pie a su apertura al público... una mujer fue el parteaguas
Para el contexto europeo, en particular, las criaturas de ultramar representaban un símbolo del colonialismo, por lo que no sorprende que fuera una práctica que comenzó a gozar de mayor popularidad a partir del siglo XVI, cuando las potencias europeas se lanzaron a la conquista de nuevos territorios. Fue así también como surgió un afán de exotismo en el que se codiciaban animales de tierras lejanas, esas criaturas nunca antes vistas. Los protozoológicos europeos eran conocidos como ménagerie, y se volvieron sinónimo de riqueza y prestigio.
Con el espíritu científico que emanó de la Ilustración, los ménageries pasaron de lo meramente recreativo a convertirse en espacios de estudio, hermanados a los jardines botánicos y gabinetes de curiosidades, heredados también de siglos anteriores pero que cobraron mayor relevancia en los siglos XVII y XVIII. A partir de entonces también cambió la manera de mantenerlos y exhibirlos, desincentivando el uso de jaulas pequeñas y recreando los hábitats de los animales. Fue así como nació el concepto del jardín zoológico, que permitía observar sin riesgos, pero a la vez procuraba mantener las condiciones naturales de cada especie.
La vocación educativa de los zoológicos dio pie a su apertura al público, para lo cual, una mujer fue el parteaguas definitivo. En 1752, la emperatriz María Teresa I de Austria abrió las puertas del Tiergarten Schönbrunn, que previamente se conocía como el Imperial Ménagerie, con acceso restringido a la élite en el poder. El proyecto de la única mujer en reinar sobre el Imperio Austro Húngaro fue rápidamente copiado por toda Europa y sentó las bases del zoológico moderno. Poco a poco, el estudio y la ciencia adoptaron un nuevo componente: el de la conservación de especies, que sigue siendo el paradigma central de los zoológicos, sin olvidar la educación del público sobre el reino animal.
En el siglo XX, una nueva consciencia sobre el bienestar animal impulsó un mejoramiento en la infraestructura de los zoológicos, con la introducción de ambientes sin barras, por ejemplo, y el desarrollo de regulaciones, en gran medida impulsadas por el trabajo de asociaciones civiles para garantizar buenas condiciones de vida a las especies en cautiverio. Por lo que hemos visto en semanas recientes, esa lucha sigue y le debemos continuidad. Sirva este breve repaso histórico para pensar en los avances, pero no nos durmamos en nuestros laureles porque, en realidad, los logros han sido pocos.