El caldo primigenio

FETICHES ORDINARIOS

El caldo primigenio
El caldo primigenio Foto: victorfotomx / flickr.com

En el principio fue el caldo. “Grávido y suculento”, como lo describe Neruda en una receta disfrazada de poema, en él se conjugan a fuego lento sabores de la más variada procedencia: del mar y de la tierra, del subsuelo y de las briznas aromáticas que se lleva el viento. El resultado es siempre mejor si se comienza con el agua fría, pues de esta manera, en una receptividad que tiene algo de promiscua, todo se impregna de los jugos de todos; a tal grado son provechosas las nupcias del hervor, que incluso es posible preparar un caldo balsámico y alimenticio únicamente de espinas de pescado, ajo y hierbas. La mescolanza tiene, desde luego, su alquimia secreta: “si la carne es magra, sea el caldo gordo; si fuere la carne gorda, echarle el caldo magro” reza el primer recetario impreso en castellano —y catalán—, el Libro de guisados de Ruperto de Nola, publicado en 1529. Un chorro de vino nunca desentona, mientras que el de aceite se antoja redundante aunque, eso sí, ya que el líquido al espesarse vuelve a su naturaleza marítima y le da por espumar, es necesario retirarla como si se tratara de un encaje.

Reconfortante como pócima mágica y nutritivo como concentrado de proteínas, el caldo tiene el poder de conectarnos con el pasado, con una de las formas más ancestrales de cocina y, si lo espaciamos a cucharadas lentas, devolvernos a la vida. Quizá porque en el caldo primigenio de Oparin se habrían sintetizado las primeras moléculas orgánicas bajo la acción de la energía eléctrica y la radiación ultravioleta, nada como un potaje humeante para restaurarnos después de una jornada de frío y trabajo, o al día siguiente de una borrachera interminable.

La expresión el año del caldo remite a un pasado remoto, aunque no tanto como para remontarnos a la atmósfera eléctrica y las altas temperaturas que imperaban en la Tierra hace millones de años, y ni siquiera a aquellos tiempos prehistóricos de su invención en las cavernas. Durante el periodo colonial, cuando las administraciones virreinales asignaron un impuesto al tráfico de bebidas alcohólicas entre el Viejo y el Nuevo mundo, tanto vinos como aguardientes y vinagres fueron etiquetados mañosamente con el apelativo de caldos. Para poner freno al contrabando, las autoridades no tardaron en tasar también su importación, por lo que ese annus horribilis que hoy sugiere lejanía y vetustez ha de ubicarse en algún punto de la primera mitad del siglo XVI, hace ya cerca de 500 años.

A propósito del origen primitivo del caldo, en las cuevas francesas Les Eyzies, en la Dordoña, antigua tierra de cromañones, se encontró la primera imagen de su elaboración durante el Paleolítico superior, aunque es probable que la práctica de hervir huesos y vegetales se remonte a varios milenios atrás. En esas oquedades se habría vertido agua y carne animal, para luego incorporar piedras calentadas al fuego que producirían la cocción, el ablandamiento de los ingredientes y el realce de los sabores.

En Mecha de enebros, obra inclasificable de Clayton Eshleman, los glifos y las pinturas parietales se interpretan como el registro del surgimiento de la conciencia humana y la expulsión psíquica de lo animal. La lectura de Eshleman es una versión alternativa de la caída bíblica: la pérdida de la inocencia correspondería a una dilatada crisis a través de la cual, por el hecho de matar animales para el sustento y vestido, los primeros seres humanos cobraron conciencia de sí mismos —de su grandeza, semejanza e inferioridad relativas—, a la vez que experimentaban el desconcierto y estupor de su extranjería.

En este contexto, la preparación del caldo y su representación cabría entenderlas como parte del proceso por el que se acentuó la diferencia constitutiva entre lo humano y lo animal —la extrañeza de saberse a un tiempo familiar y otro en medio de ese reino—, no sólo por el salto inconmensurable de lo crudo a lo cocido, sino por llevar el dominio del fuego a niveles de sofisticación sin precedentes, que permitieron extraer, incluso de los mismos huesos, la médula y la sustancia.

Todavía hoy, en algunas regiones de Oaxaca y Veracruz, se elabora el tradicional caldo de piedra, un platillo colectivo en honor a las mujeres, que —aseguran— data de tiempos prehispánicos. Se conserva la receta típica de los indígenas chinantecos en torno al cuenco natural de una roca, que le confiere su sabor mineral característico, pero también se han adoptado otros recipientes, como las jícaras, los molcajetes y los agujeros tapizados de hierbas en el lecho del río. Al agua se agrega la base de verduras frescas en rodajas o machacadas: jitomate, chile, cebolla, ajo, hierba santa, epazote. Entonces se depositan las piedras al rojo vivo y la ebullición es casi instantánea. Con las verduras en cocción, se añaden camarones, jaibas o pescado hasta que, en cuestión de minutos, el caldo tome cuerpo y espesor.

Éste es también es primordial en el sentido de que sirve de base a otros platillos, algunos contiguos y emparentados, como la sopa o el consomé; otros más distantes y sin traza de su origen líquido, como arroces y paellas. A ese fundamento se le denomina fondo y los hay oscuros y claros (con carne roja o blanca) o gordos y magros (con o sin grasa). El dicho popular de hacerle el caldo gordo a alguien significa halagarlo o favorecerlo interesadamente, y deriva de la tradición de convidar a gruesas y mantecosas comilonas con potajes rebosantes de carne —y no de espinas o ejotes enjutos.

Entre las inconfundibles latas de sopa Campbell’s que Andy Warhol pintó durante los años 60 hay al menos un par que son abiertamente caldos y no sopas: la de Caldo escocés (Scotch Broth) y la de Caldo de res (Beef Broth o Bouillon). Se trata de artículos de consumo en los que se combina un empaque llamativo y un halo de familiaridad y hasta de ordinariez, producidos en serie y retrabajados artísticamente también en serie, con técnicas mecanizadas a partir de las cuales el énfasis se desplaza del objeto como motivo hacia su representación repetida, monótona y fría.

En la historia del arte occidental puede seguirse un hilo secreto que va del caldo de piedra de las cavernas al caldo enlatado de los supermercados, un hilo a través del cual, en conservas con etiquetas vistosas en rojo y blanco, se completa el ocultamiento de nuestra condición carnívora y depredadora, al mismo tiempo que, al exponer su representación en las paredes del museo, se la celebra y rinde homenaje, así sea de manera oblicua. En la estela del libro de Clayton Eshleman cabría argüir que ese hilo que empieza en el caldo paleolítico y llega a las serigrafías pop no es otro que el de la larga caída del ser humano para ocupar su lugar único y problemático en el mundo.