Cartas en varios tiempos para Alaíde Foppa

Las cartas que no fueron también son. ¿Cómo escribirle a Alaíde Foppa, escritora y activista con una vida tan intensa y, a la vez, tan trágica? ¿Cómo se le habla a una mujer que fue desaparecida por la dictadura guatemalteca? Con esta epístola en distintas temporalidades, Diana del Ángel trata de responder. A continuación presentamos un adelanto del libro Memorias y transfiguraciones —previamente inédito— de la feminista, en su primera edición mexicana, editada por Antílope / UANL. Además de una parte del prólogo, ofrecemos una muestra de sus versos: porque "su cuerpo no ha sido encontrado, pero su palabra sigue viva”.

Foto enviada por la escritora a su esposo, Alfonso Solórzano, en diciembre de 1958. Fue tomada en Guatemala. Foto cortesía de Julio Solórzano, Archivo Alaíde Foppa
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Apreciada:

Esta carta había empezado de otro modo. Comencé a escribirte a principios de año. Desde entonces todo ha cambiado vertiginosamente. Hace varias décadas, le entregaste a Antonio Castro Leal un mecanuscrito de Memorias y transfiguraciones, en cuya biblioteca personal —felizmente pública en el recinto de la Ciudadela—1 lo encontré. Te contaré cómo fue el hallazgo de este mecanuscrito azul, pero antes hay otras cosas que debo decirte y preguntarte. Ahí también está un ejemplar de Aunque es de noche dedicado al crítico mexicano. En la primera página escribiste: "Para Antonio Castro Leal, por su amor a la poesía con la amistad de Alaíde. México, junio ’63". ¿Se lo diste a él por la importancia de su opinión en la crítica poética de mediados del siglo XX o por esa relación afectuosa que sugiere la dedicatoria? No tengo manera de saber si te leyó y te hizo comentarios; lo cierto es que preservó el mecanuscrito de este libro tuyo, hasta ahora inédito, y muy probablemente lo mandó a encuadernar. Gracias a ese gesto de cuidado pude encontrarlo, transcribirlo y fotografiarlo.

Mientras preparaba esta carta supe de la existencia del cuaderno marrón del cisne y del cuaderno rojo del barco, donde escribiste los primeros poemas e índices de Memorias y transfiguraciones, además del mecanuscrito guatemalteco en tu archivo personal, resguardado por tu hijo Julio, en Guatemala. Tenía que verlos con mis propios ojos. Así que vine. Es imposible que escriba la carta como la había pensado en un principio, porque estos hechos cambian el pasado, pero del mismo modo la carta pasada está en estas líneas. Tú lo sabes: la escritura tiene capas. Tú sabías moverte y demorarte en ellas según el ritmo de tus procesos. Así pues, para escribirte esta carta ahora, será necesario referirme a la anterior —y aludir a otros pasados que nos siguen escribiendo— mientras te cuento cómo se ha modificado. Esta reescritura es un tamiz. El pasado informa. Está presente. Fantasmal y táctil. Simultáneo.

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Admirada:

Te escribo desde México, 2023. Han pasado casi 43 años después de que te detuvieran y desaparecieran elementos del G2 —Cuerpo de la Policía Secreta del Ejército— en Guatemala, cuando fuiste a comunicar a tu madre, doña Julia Falla, dos noticias: la confirmación de la muerte de tu hijo Juan Pablo, quien fuera capturado y desaparecido por el ejército en junio de 1980, y el nacimiento de tu nieta, hija de Silvia, también guerrillera. En enero de 1981, Mario, militante del Ejército Guerrillero de los Pobres, sería asesinado en combate. Inicialmente se pensó que te habían detenido por ser madre de tres guerrilleros, pero Marta Lamas asegura, acertadamente, que fue por ti misma, por tus acciones y tu compromiso con la lucha del pueblo guatemalteco. “Alaíde se comprometió a ser ‘correo’ y llevar y traer documentos”, cuenta quien también fuera parte de la revista fem. Tu entrega determinada a las causas en las que creías, no fue la excepción en este caso. Otro tanto hiciste por el feminismo en México.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. No podría hacer ni un breve recuento. Hoy día habemos muchas mujeres de todas las edades luchando por nuestros derechos. ¡Si vieras la multitud que somos en las calles cada 8 de marzo! Estoy segura de que marcharías junto a nosotras. Gritamos consignas como las que tú escribiste al reverso de una hoja suelta para el Año Internacional de la Mujer en 1975: “Ni varón domado, ni hembra sometida / Viva la píldora / ¿Por qué el primer lugar a quien da la muerte y no a quien da la vida? / A trabajo igual, salario igual / Yo aborté”. Hemos ganado muchas cosas. Algunas mujeres como yo, hijas de padres indígenas, pueden ir a la universidad y estudiar posgrados. Podemos decidir qué hacer con nuestro cuerpo, si queremos ser madres o no, si queremos casarnos o no. Todo ello constituye una lucha constante, porque no dejan de existir personas que, como tú dijiste en la década de 1970, “piensan también que las mujeres ya estamos diciendo demasiado, o escribiendo, o hablando demasiado”. Lo mejor es que nos hemos encontrado, nos sabemos juntas y eso nos sostiene.

Por desgracia, otras cosas no han cambiado. No sé si tú supiste de las desapariciones forzadas realizadas bajo los gobiernos de Díaz Ordaz y Echeverría. En la década del 60 y del 70, desaparecían y ejecutaban a jóvenes. Dicen que el gobierno mexicano fue el primero en usar los vuelos de la muerte. Hoy también desaparecen a mujeres y hombres: ciento diez mil a la fecha. El grupo que más desaparece es el de niñas entre los 12 y los 18 años, pero también son las que más vuelven; en cambio, los hombres de entre 18 y 35 regresan poco. A veces quien les desaparece es el Estado; otras, los grupos de narcotráfico. Muchas agrupaciones, en su mayoría formadas por mujeres —abuelas, madres, hijas, tías, sobrinas, hermanas— se han organizado y salen a buscar a sus familiares por los cerros; se han tenido que formar como forenses. Como tú, cambian su vida de un día para otro para enfrentar lo terrible en busca de justicia; ellas buscan tesoros: los cuerpos de sus hijos e hijas, hermanos, sobrinos. Creo que si las conocieras sería un consuelo para todas. Hay otras madres que también se organizan para buscar justicia por sus hijas, mayormente asesinadas por sus parejas y esposos. En México hay 11 feminicidios al día. Como tú, algunas de ellas pierden la vida en su lucha: Marisela Escobedo y Miriam Rodríguez, por nombrar a dos.

Es triste que palabras tuyas, pronunciadas un 9 de febrero a finales de la década de los 70 en tu emisión del programa radiofónico Foro de la mujer, a propósito de la situación de las mujeres chilenas, sigan siendo válidas: “En estos días en que tanto hablamos de igualdad y mientras tratamos de obtenerla en todos los campos, resulta patético tener que admitir que el hombre y la mujer no son iguales en el terreno del sufrimiento, que la mujer es más vulnerable”.

Aunque tú no estás aquí para conocerlas a todas, quisiera decirte que muchas de ellas sí te conocen. Por ello pusieron tu nombre en la Glorieta de las mujeres que luchan, sobre avenida Reforma.

Aunque tú no estás aquí para conocerlas a todas, qui­siera decirte que muchas de ellas sí te conocen. Por eso pusieron tu nombre en la Glorieta de las mujeres que lu­chan, sobre avenida Reforma

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Extrañada

Sé que no conoces el texto “Alaíde Foppa”, escrito por Elena Poniatowska, donde habla sobre tu vida y obra, porque fue publicado en la revista Debate feminista, en 1990. Después fue usado como prólogo de una Antología, editada por el Gobierno del Distrito Federal, la UNAM y la fundación cultural que lleva tu nombre. Allí también escriben otras mujeres, colegas y amigas tuyas, sobre cómo te conocieron, sobre tu labor y el recuerdo de tu vida en la suya. No son pocos los textos que se escribieron después del 19 de diciembre de 1980, el día en el que te desaparecieron, porque ante la ausencia las palabras nos brindan cierto asidero. Personalmente encuentro entrañable el “Poema de navidad para Alaíde Foppa” que te escribió Isabel Fraire. Esperanza de fijeza.

De toda tu escritura es la palabra poética la que ha mantenido tu presencia entre nosotras. En 2018, la editorial Malpaís reeditó Las palabras y el tiempo, para la que me encargaron —junto con Alejandro Palma— hacer el prólogo; en 2020, la UNAM inauguró la serie Vindictas. Poetas Latinoamericanas, dentro de su legendaria colección Material de Lectura, con una antología tuya preparada por Elisa Díaz Castelo; en 2022, el Fondo de Cultura Económica reeditó Viento de primavera, volumen originalmente compilado por tu madre; en julio de 2023 apareció la edición guatemalteca de Memorias y transfiguraciones con un bello prólogo de Vania Vargas y ahora existe ésta, que es la edición mexicana.

Déjame contarte un poco sobre mí, para que sepas quién te escribe. Estudié Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde tomé la materia de Siglos de Oro en un pequeño salón que lleva tu nombre. En el ámbito de la investigación académica me especializo en poetas mexicanas del siglo XX y XXI. Cuando me pidieron el prólogo para Las palabras y el tiempo, fui a la biblioteca personal de Antonio Castro Leal, pues en su catálogo aparecen varios de tus libros, uno de ellos, Memorias y transfiguraciones, el cual solicité a los bibliotecarios junto con Aunque es de noche y la primera edición de Las palabras y el tiempo.

Así fue como llegó a mis manos un cuadernillo tamaño carta encuadernado con dos materiales y dos tonos celestes: el lomo es de keratol turquesa y el resto de las pastas es una cartulina rugosa color azul pastel. Cuando toco el lateral del libro se siente perfectamente el rastro del hilo, incluso es posible identificar el nudo de la encuadernación. Comienza en el extremo superior de las hojas, avanza hacia abajo y luego regresa hasta anudarse en el principio. Circular, como el tiempo. Se trata de la misma costura que se utiliza para coser expedientes judiciales. Antes de ir a Guatemala, estaba segura de que tú habías mandado a encuardernarlo, pero en tu archivo los mecanuscritos que contienen las últimas versiones de varios de tus libros inéditos de poemas están engargolados con pastas negras y aro de plástico. Sospecho ahora que esa encuadernación azul fue iniciativa de Castro Leal, pues a juzgar por su biblioteca, era entusiasta de encuadernar sus volúmenes.

El cuerpo del mecanuscrito azul está conformado por dos tipos de papel. La primera hoja, donde se lee “Alaíde Foppa, Memorias y transfiguraciones, México, 1965”, y las portadillas de las secciones “MOMENTOS” e “ÍNDICE” —mayúsculas en el original— están en un papel más grueso. Si se miran a contraluz se revela un sello de agua: “Royal Linen / Bond / Hecho en México / contiene algodón”. En Historia del papel en México y cosas relacionadas, Hans Lenz apunta que este tipo de material era producido por Fábricas de Papel San Rafael y Anexas, muy probablemente en una sucursal establecida en lo que hoy es Villa Nicolás Romero, Estado de México, donde contaban con “dos máquinas de papel de mesa plana, especializándose en papeles finos para escritura, con y sin marcas de agua”.

Alaíde con sus hijos, Julio y Mario Solórzano Foppa, en el verano de 1947, en algún punto de los Alpes franceses.

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Querida:

Imagina lo siguiente: Plaza de la Ciudadela: la Biblioteca Vasconcelos: una sala iluminada: seis personas alrededor de un libro inédito. Isabel, César, Irene, Marina, su papá —comitiva de Ediciones Antílope— y yo. Durante casi una hora. Cambiamos de posición, a veces nos sentamos, otras estamos de pie o en cuclillas, lo que no cambia es la dirección de nuestra mirada. El centro de gravedad son tus Memorias y transfiguraciones. Cada particularidad en las páginas del mecanuscrito azul es un evento que nos arranca “wows” prolongados, “síes” emocionados, risas y silencios donde los editores se imaginan cómo integrar esa materialidad a la próxima publicación de tu libro.

Tus Memorias y transfiguraciones provienen de un tiempo anterior a

las computadoras y hay muchos saberes olvidados sobre ello. Tu libro, Alaíde, es un mensaje sobre la escritura del pasado. Javier, el papá de Marina, nos ayudará a saber un poco más sobre la forma de reproducción de los mecanuscritos en los años 70. Puede que Isabel recuerde algunas cosas, pues su madre era periodista y escritora y también utilizó la máquina de escribir como principal herramienta. Apelamos al recuerdo detonado por la materia.

Según nos cuenta Javier, para hacer varios mecanuscritos se ponía una hoja de papel copia, luego una de carbón, luego otra de papel copia y así hasta cuatro capas, dependiendo de los mecanuscritos que desearas. Se requería de una fuerza considerable para dar el golpe en las teclas. La energía corporal de cada uno de tus dedos se refleja en la cantidad de tinta trasladada al papel, pues ese factor no fue controlado hasta la creación de la máquina eléctrica. Las hojas mecanuscritas son un registro de tu cuerpo escribiendo. En el cuadernillo de Memorias y transfiguraciones hay letras, incluso versos, cuya impresión se aprecia más débil. ¿Era cansado escribir así, Alaíde?

La cuestión del golpe de las teclas es central. Según nos dice Javier, el grosor de la letra en la hoja indica el número de la copia, es decir, entre más gruesa, más alejada del original. Dicho de modo contrario, el primer mecanuscrito tenía la letra más delgada. Los posteriores eran producto de la superposición de hojas de papel carbón y papel copia, por ello su grosor aumentaba. A la luz de esa información las hojas de Memorias y transfiguraciones son una segunda o hasta tercera copia.

Te imagino volviendo varias veces a la hoja 46, donde aparece Ella y la muerte , más exactamente a la esquina superior derecha. Esa hoja es un pequeño corte geológico que revela tu proceso de escritura

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Imaginada:

Por fortuna, Alaíde, tuviste asegurada tu habitación propia —junto con el monto correspondiente en libras señalado señalado por Woolf—. Pese a ello, en tu correspondencia se advierte la constante lucha por tener tiempo para tu escritura, pues el matrimonio, la crianza de tres hijos y dos hijas y la administración de una casa exigen un esfuerzo considerable que aún no es considerado trabajo. Todo esto sin contar con el resto de tus actividades docentes y culturales. Te imagino en tu hogar de la calle Hortensia, escribiendo y corrigiendo. Las formas de borrar lo escrito también han cambiado. Javier nos cuenta que había unas láminas del tamaño de una tarjeta de crédito, llamadas calaveras metálicas, caladas con pequeños cortes para controlar el borrado.

Te imagino inclinada en alguna ho-ra del día, atenta a tu mecanuscrito con tu bolígrafo azul y una goma. Imagino que usaste el hueco lineal más grueso en la hoja 9, donde al final del verso “Y no sabe” se nota el desgaste por el roce entre el borrador y el papel. ¿Usaste el mismo hueco en la hoja 10 donde corregiste el sentido del verbo “puede”? Te imagino imponiendo el mismo cuidado y precisión para quitar como para añadir una letra. Así lo hiciste para borrar la doble “b” de la palabra “bosque” en la hoja 14, y para insertar la primera “r” de “desterrada” —participio caro a tu experiencia— en la hoja 55. En cambio para “falso”, en la hoja 56, intuyo que te valiste de otro procedimiento, porque un aura de borrado se aprecia en la porción de hoja donde se inscribe el adjetivo.

Cartel del documental Alaíde Foppa, la sin ventura, de Maricarmen de Lara y Leopoldo Best, 2014.

Te imagino volviendo varias veces a la hoja 46, donde aparece “Ella y la muerte”, más exactamente a la esquina superior derecha. Esa hoja es un

pequeño corte geológico que revela tu proceso de escritura. La impresión de la tinta indica que el poema es una segunda copia del tecleo, a diferencia del epígrafe que, por el delgado grosor de las letras, sería el primero. ¿Mecanografiaste el poema y luego añadiste, como quien recuerda algo importante, los versos de Rilke en forma de epígrafe? ¿Fue entonces o en otro momento cuando notaste la ausencia del nombre del autor de las Elegías de Duino y lo escribiste con tu bolígrafo de tinta azul? Me inclino por pensar que fue en una revisión posterior, quizá cuando agregaste ocho comas al final de varios versos. ¿Cuántas veces leíste Memorias y transfiguraciones antes de considerarlo listo para recibir una opinión crítica? ¿En qué momento comenzaste a enumerar con lápiz las hojas? ¿Lo hiciste así hasta tener claro el orden del libro, verdad? De ese modo no tendrías que volver a mecanografiar una hoja entera. Sólo al final sobrepusiste con la máquina de escribir los números “1.–, 2.–…” hasta llegar al sesenta y nueve punto y guion.

Todo esto, desde luego, tú lo sabes mejor que nadie. Lo que quizá no sepas es que por el paso de los años, los bordes de las hojas se han tornado amarillentos; salvo eso, el mecanuscrito se conserva en excelente estado. El tiempo sólo ha corroído la pequeña circunferencia de la primera “o” en la palabra “corazón” de un verso en la hoja 17, que no obstante es legible y claro como tu poesía, pese a que tu corazón se detuvo tres días después de tu detención a causa de la tortura recibida. [...]

Nota

1Aprovecho para reconocer a José Mariano Leyva Pérez Gay, director de la Biblioteca México, y a Javier Rolando Castrejón Acosta, coordinador de las Bibliotecas Personales, por allanar las trabas para permitirme fotografiar el mecanuscrito de Memorias y transfiguraciones.

Diana del Ángel (Ciudad de México, 1982) escritora, defensora de los derechos humanos y doctora en letras. Autora de Vasija (2013), Procesos de la noche (2017), Barranca (2018), Lucrecias (2021), Épica de la semilla

y Lengua hierba (2023).