A Ana, Pancho e Inés Segovia Camelo
Me honra recibir el Premio Inés Arredondo, por acompañar a quienes lo han recibido —Beatriz Espejo, Pura López Colomé, Tedi López Mills y la recientemente fallecida Cristina Pacheco—, cada una admirable por distintos motivos —y sobre todo me honra por Inés Arredondo.
Empecé a escribir adolescente. Escribir era un sueño en vigilia; hacerlo sobre hojas de papel en una carpeta engargolada era vivir en un sueño. En contra de lo que pasa con el que duerme (porque quien duerme profundo es un ser indefenso), el sueño que era escribir operaba como mi protección, mi escudo. Un escudo con hidra incluida, porque adquirí al tenerlo un par de ojos abiertos al mundo, ojos de mirada animal, sesgada, devorante.
El sueño se volvió más firme cuando empecé a escribir en libretas. Escribía no para dormir o para aturdirme (o por el “escribo que escribo”), sino para protegerme, y para, literalmente, hacerme:
escribía, y esto iba formándome la médula, la columna vertebral de mi persona:
escribía, con esto crecía, me volvía quien soy. Dejé de ser huérfana así: yo soy la hija de mi oficio.
En cuanto a los ojos que me regaló el escudo con el que al escribir me protegía, éstos tendían (o tienden) a revestir con un barniz de violencia lustrosa, esa luz (la tenía yo muy adentro de mí) cubría con una película traslúcida lo que yo iba corrigiendo ya en el papel.
En un comienzo, el sueño que yo vivía en la vigilia, era una forma feliz de duelo por la muerte de mamá. Escribir se asemejaba al duelo feliz de los más creyentes, esa certeza suya de que quien muere, resucita en un lugar mejor, y que ahí, en Cielópolis, nos espera.
Mi duelo feliz no era el de los creyentes. Escribir era la felicidad del incrédulo, porque si yo sentía que mamá (Teté, la llamábamos) estaba en algún lugar, era entre nosotros sus hijos, su espíritu vagaba de un cuarto a otro de la casa en busca del remedio, o los remedios, para acompañar a sus hijos, a Mercedes de dos añitos, Pablo de seis, Pedro de ocho, Marisé de diez, Lolis y yo adolescentes. La casa de donde la muerte la arrebató, no era un Cielo —esa presencia de la Muerta, no era un amparo—. Escribir me protegía también del magnetismo de los muertos. Yo no me iba a ir con ella (ni con María José, nuestra hermana, que murió poco después); aunque deseara estar con ellas, porque escribía. Escribir era ajeno al intenso deseo de estar con mis muertas. Por escribir, yo no me iba a morir, porque me daba vida, abrazo (aunque no incondicional), proteínas, luz, sombras, curiosidad, y lo que ya dije: el sueño en la vigilia.
Lo que tenía yo en las manos (la tinta, el papel), tiraba de mí, me jalaba, contra mi deseo, al territorio de los vivos.
Yo me decía “soy escritora”, y me lo creía. De ahí, a tener un texto escrito en verdad, a ser una escritora, hay un largo trecho.
En una primera fase, a mis diez y seis, creí fanáticamente en lo que escribía. Fue un fanatismo transitorio.
La segunda fase fue darme cuenta de que no escribía lo que soñaba que escribía: esos borradores no tenían su forma, no eran lo que yo creía y quería.
No decían lo que debían decir. Y, además, sonaban mal.
Escribía no para dormir o para aturdirme (o por el escribo que escribo ), sino para protegerme, y para hacerme… con esto crecía, me volvía quien soy
La tercera fase fue acompañarme de otros autores: leyendo, me los comía, y los autores que yo leía, me comían a mí, me tragaban, y, en regurgites, ellos me escupían. Con esto, me alejaba de mis intentos, podía observarlos —leer distinto, leer con la pupila feliz del escritor—, y podía observar mi pluma. Aprendí a juzgar lo que escribo, que es decir a escribir, no con la mano mía, ni con mis ojos lectores de lo que yo iba trazando, sino de la mano de los autores admirados.
También las voces, las presencias, de otros escritores, de amigos, de mis compañeros en el amor, me conformaron.
Así que escribir era mi médula. Ya que tuve suficiente sangre en las venas —de la médula, la sangre—, me alimentó la ciudad literaria del México de los setenta. Digo esto y pienso en el Seminario-de-mi-ronco-pecho de Tomás Segovia, en las visitas de miércoles por la tarde a Juan García Ponce, en la mesa de casa de Inés Arredondo, en Octavio Paz, en José de la Colina, en Juan Carvajal. En Rulfo, Elizondo y Francisco Monterde en las sesiones del Centro Mexicano de Escritores. Huberto Batis en la universidad, sus recomendaciones de libros, sus frenéticas anécdotas, sus críticas impías, conversaciones que continuaron cuando dirigía el suplemento Sábado. De un día especial, recuerdo a Gabriel Zaid con pluma en mano, anotando en una libreta apoyada en sus muslos cuando recopilaba la antología de jóvenes poetas. Juan Vicente Melo, en la ciudad, y en el barquito conviviendo con los manglares. Federico Campbell, en la sala de su casa, donde le presenté el manuscrito de “El hilo olvida” para su La Máquina de Escribir.
Juan Pascoe, entonces en Mixcoac, con sus prensas, en el Taller Martín Pescador, que nos reunía mientras laboraba, como lo hace ahora en Michoacán, marcó, alimentó, además, los múltiples librillos tal vez de artista que aún procuro y creo, o creo que hago.
Tengo marcados en mi persona a mis amigos y amores. Y a mis pares: empecé a publicar al tiempo que otras poetas formidables, Gloria Gervitz, Coral Bracho, Verónica Volkow, Myriam Moscona, Kyra Galván, por ahí andaba la portentosa Amelia Vértiz. Estaban cerca Francisco Hinojosa, Francisco Segovia, José Luis Rivas, Daniel Sada, Aurelio Asiain, Manuel Ulacia… Juan Villoro, más joven, apareció un día con el propósito de editar un periódico mural para el PMT (Partido Mexicano de los Trabajadores, de Heberto Castillo). Podría seguir: es una generación pródiga, en gran medida porque el México de entonces era pródigo con la vida literaria. Y con la artística, mi relación con artistas de artes diversas ha sido clave también para mis textos. De aquellos primeros años que dejan un tatuaje bajo la piel, bajo los músculos, en los órganos, Magali Lara, Jesusa Rodríguez, un poco antes Mercedes Gómez y Georgina Quintana, y un poco después la cercanía con músicos, Liliana Felipe, Jaime López, Hebe y Briseño, y un poco antes, otros, con los que en alguna ocasión hasta me atreví a cantar con micrófono, Memo Berea y Pepe Pantín lo recordarán, si es que algún día se acuerdan de mí.
Además de los amigos y las conversaciones, y los eventos literarios —oír hablar a José Bianco en la Casa del Lago, a Arreola aquí y allá—, escuchar las lecturas de libros que fui adoptando (porque todos somos hijos de nuestros hijos), también soy hija de esta ciudad, hija literaria. Nuestra Ciudad de México literaria que exportó al mundo a Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, regalándola en un objeto de adoración universal, una ciudad imán.
Más de cinco décadas después de haberme dicho escritora, sé que he escrito. Por supuesto que, también, he vivido, ¿tal vez menos que lo primero?, si fuera el caso, no me arrepiento. Pero no intento ponerme pragmática, sentar en una balanza escribir-vivir, porque es un ejercicio absurdo, si no es que idiota, los dos (escribir, vivir) son uno, imposible dividirlos: no vivo, no viví de otro modo. Soy de un molde, y ése se formó en las manos ansiosas y deseantes de aquella adolescente que fui. No es que sea yo lo que escribo, ni escribo sobre mí. Yoescribo es una palabra. Me acuerdo cuando en el viejo “El Cuervo” de Plaza de la Conchita, mientras transcurría la función, yo me subía al ático o mediopiso donde no se podía estar de pie, me sentaba en una caja, tal vez de cerveza, y acomodando otras frente a mí, donde apoyaba la libreta o la Olivetti, y ahí, así, escribía: era mi escritorio. Así pasé en limpio y corregí Antes que publicó Vuelta, la editorial que dirigía Octavio Paz y que (por lo mismo) recibió el Premio Villaurrutia. Y como ese recuerdo tengo otros, aquí, allá, donde sea.
Me conmueve recibir este premio por Inés Arredondo: altero un par de palabras del cuento Casa de los espejos para decir que Inés es una luz despiadada que siento sobre mí ante su presencia
Empecé a publicar cuando ya tenía los veintes. Mi primer poema apareció en La Gaceta del FCE, entonces la editaba Marcelo Uribe, tal vez en 1976. No lo incluí en ningún libro.
Escribí mi primera novela en los ochenta, fragmentaria, violenta, se llama Mejor desaparece. La furia le rompe la crisma a la prosa, también al texto su forma. Consiste en pequeñas piezas de rompecabezas, sucio de rabia y desespero. Escribí la novela (si es novela) encerrada en un clóset (no es metáfora), mi dieta consistió en galletas Canelitas y agua, y eso comí y bebí hasta terminarla. Vivía sola —al momento, es el único libro de narrativa que he escrito en esa condición, los poemas sí exigen lo solitario—, la guardé en un cajón por años, la di por perdida, aunque siempre estuvo ahí, y la publiqué siete años después, cuando había prácticamente terminado mi segunda novela, Antes, la tenía escrita de principio a fin, estaba en proceso de revisiones.
Después de éstas dos, he escrito más de una veintena de novelas, cada cual una aventura distinta. Una no la publiqué porque (afortunadamente) Álvaro Mutis me recomendó no hacerlo, la segunda fui yo quien me lo dijo con gritos al oído.
Algunas de las novelas que he escrito cuentan con un escenario del pasado, otras conjeturan sobre el futuro, otras retoman personajes o escenas de clásicos, para contarlos de otra manera (La otra mano de Lepanto echó mano de La Gitanilla de Cervantes, El libro de Ana, de la escena en que Tolstoi cuenta que Anna Karenina ha escrito un libro), en otras, porque difieren de la versión de la Historia, porque yo creía tener la verdadera (Texas, la gran ladronería), en todo caso, aun-que se informen, no usan el punto de vista de un historiador, sino del caldero de la invención literaria.
Para mi suerte, ya lo adelanté, soy poeta, también. Enlazo con nudos firmes poema y novela, y cuando una intuición me habla, no es inusual que no sepa yo en qué terminará el texto, si en poema, en narración, o si devendrá en una combinación de imágenes y palabras. Pero ya que cobra algo de cuerpo, entablo otra relación con el acto de escribir si lo que tengo en manos es un poema, y sé que esta diferencia se ha exacerbado con los años —el punto de inflexión fue Corro a mirarme en ti, el poema que dedico y dedico a Juan Ramón Jiménez.
Con las novelas se trabaja distinto. Exigen una participación esclava del autor. Los poemas, la entrega del silencio a cambio de un sonido musical.
Me conmueve recibir este premio por Inés Arredondo: altero un par de palabras del cuento “Casa de los espejos” para decir que Inés es una “luz despiadada que siento sobre mí" ante su “presencia”.1 Ante la presencia de la obra de Inés Arredondo siento sobre mí una luz despiadada.
Los cuentos de Arredondo me provocan tanta admiración, como asombro: ¿cómo pudo capturar en la prosa, impecable, limpia, bella, en el ritmo y tono, en la fina construcción, en el orden interno y la perfección de las tramas, la presencia constante y turbia de un cauto ejército de demonios? Su escritura es un fenómeno: al tiempo que contiene como un dique de vidrio la avalancha del Mal, es piel sensible, delicada.
Conocí a Inés, y la traté un tiempo, fue un regalo que me dio su hijo, Francisco Segovia. La tengo muy presente: brillante, genial, y sin pausa (hasta donde vi) amortajada en un dolor irresuelto, un predolor o postdolor que escapa a mi comprensión y sobre el que he bordado incontables conjeturas. Más que en un poeta maldito, Inés Arredondo arrastró la cauda que la iba incendiando.
Por último, una concesión a nuestros tiempos: María de Zayas (la best-seller madrileña del xvii) e Inés Arredondo (la cuentista maestra del xx), con estrategias distintas, echan a volar por los aires eso que se llama patriarcado, el orden de la vida privada. María de Zayas —tan opuesta a la elegancia formal de Inés Arredondo—, lo hace en sus novelas cortas plagadas de violencia y crímenes que ocurren en el espacio doméstico; Inés, en sus cuentos, plenos de sensualidad, turbiedad, y la sombra del pecado.
Nota
1 “la luz despiadada que siento sobre mí ante la presencia de Gabriela”, dice en el cuento La casa de los espejos.