La misión del intelectual

Rosario Castellanos escribió este texto inédito a los 32 años. Es el fragmento de un discurso que dio en el Órgano del Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas en agosto de 1957, y que ninguno de sus editores y antologadores póstumos recuperó. Las palabras de Castellanos sorprenden por la vigencia de temas como la violencia, la justicia, la verdad, la educación

Rosario Castellanos obtuvo una beca (1954-55) por la Fundación Rockefeller. Foto: SPGG

Los vocablos, a fuerza de ser usados, pierden –como las monedas– la nitidez de su perfil. Y así vemos que la gran mayoría otorga el título de hombre culto a cualquiera que haya pasado por un aula, a cualquiera que ostente un diploma de profesionista.

Es un error que se comete y no por generosidad sino por ignorancia. El hombre culto, el intelectual auténtico, no es siquiera el erudito, el acumulador de datos y noticias acerca de la materia de su especialidad; no es el pedante libresco que deslumbra a sus oyentes vaciando el receptáculo de su memoria. Ambos se encuentran en las etapas digestivas del conocimiento. El hombre culto, gracias a la lucidez de su mente y al rigor de la disciplina, se apropia de las conquistas del espíritu, asimila la tradición cultural y la convierte en substancia propia. El saber ya no es un adorno, algo externo y adjetivo. Es el núcleo alrededor del que se integra la persona, el íntimo manantial del que brotan todos los pensamientos y todos los actos.

Pero esto, aunque sea mucho, todavía no es suficiente. El intelectual no se conforma con recibir la herencia de sus antepasados, sino que la acrecienta con la creación de nuevas síntesis cognoscitivas; con la investigación de nuevos sectores de la realidad; con la interpretación, desde nuevos puntos de vista, de los problemas eternos del hombre.

Porque en resumidas cuentas lo que el intelectual tiene en sus manos (y debe tenerlo con “temor y temblor”1 como cosa sagrada) es la brújula que apunta siempre al norte: el destino de la humanidad.

El destino de lo humano ha ido descubriéndose paulatinamente a lo largo de la historia. Durante siglos se identificó con el modelo griego y romano en humanidades y se ha llamado el estudio de las letras de aquellos pueblos. […]

LA HUMANIDAD NO ES UN DON que aceptamos sino una tarea que nos proponemos y que es preciso cumplir durante el tiempo de nuestra existencia. Originalmente no somos sino criaturas menesterosas y para saciar nuestros apetitos, para colmar nuestros anhelos, nos volvemos hacia los objetos que tienen lo que a nosotros nos falta y cuya cualidad atractiva denominamos valor.

Cada valor corresponde a un estrato, a un nivel de nuestras necesidades; en el ámbito biológico tendemos hacia la salud; en el económico buscamos la riqueza; en el social queremos la justicia. Y ya en un plano meramente del espíritu pretendemos realizar la belleza, conocer la verdad y practicar el bien.

Todos de una manera oscura y tácita, el intelectual de un modo claro y expreso, intuimos que tanto en el orden de nuestras necesidades como en el correlativo de los valores hay una jerarquía. Y por experiencia deducimos que lo más bajo es lo que dispone de mayor fuerza para imponerse y lo que más nos hostiga exigiendo su satisfacción. Lo cual no obsta para que reconozcamos que esto se tiene que posponer y subordinar a lo más alto que aparece como preferible por respeto a su excelsitud y a su nobleza.

Adecuar nuestra conducta, ceñirla en todas las circunstancias a esta norma moral –preferir lo mejor a lo bueno y lo bueno a lo malo– significa un delicado ejercicio de la inteligencia. Pues es la inteligencia (y aquí vuelve otra vez a servirnos la imagen de la brújula) la que ha de guiarnos, invariable y fiel, señalando las constelaciones axiológicas que nos rigen. Si nuestra mirada es limpia, si nuestra atención es profunda, no hay que dudar de que nuestra voluntad será dócil.

El ejemplo vivo de la conducta, el consejo eficaz, es lo que del intelectual tienen derecho a esperar los demás hombres. En esto consiste su misión, aquí radica su responsabilidad y con ello ha de pagar sus privilegios y exenciones.

UNA VOCACIÓN DIFÍCIL. Porque todo, dentro y fuera del hombre, conspira para extraviarlo de su meta.

Yo invito a los que me escuchan a que examinemos juntos, aunque sea de un modo somero, la exactitud de esa aseveración. Si volvemos la mirada a nuestro alrededor encontraremos por todas partes ídolos falsos, equívocos funestos, sucios fraudes. Y el error cunde porque todos los medios de propaganda –y algunos han llegado en nuestra época a una diabólica perfección– se usan con el sistemático afán de embrutecer, con el deliberado propósito de desorientar. El hombre topa a cada paso no con el valor que complementaría sus carencias sino con un sustituto dañino, con una caricatura grotesca, con una exageración peligrosa.

Hablemos, verbigracia, de la salud, ese equilibrio de las funciones corporales, ¿es a esto a lo que se nos incita? No, sino a la hipertrofia, a la glorificación del músculo en el deporte; al abuso del placer en los vicios. El héroe de la multitud no es el sabio ni el artista ni el santo. Es el campeón que expone estérilmente un bien precioso e irrecobrable –la vida– en una competencia de velocidad, en un alarde de destreza. Lo cual se complementa con el prestigio concedido a quienes exhiben la prostitución, se dedican a ella o hacen de ella su tráfico. Una cortesana, un gángster, fascinan a la plebe hasta el grado no ya de disculpar sus delitos sino de limitar sus actitudes.

Nadie quiere entender la riqueza como lo que es: un medio para asegurarnos el moderado gozo de las cosas útiles, un elemento de bienestar que no es el único ni es el supremo. Todos hemos erigido dentro de nuestros corazones una estatua al becerro de oro y allí lo adoramos. El rico ostenta la aureola de predilecto de los dioses ante el cual rendimos el homenaje de nuestra admiración, de nuestra envidia. El éxito en la obtención de la riqueza vuelve lícitos todos los medios: el robo, la violencia, hasta el crimen.

Encontraremos por todas partes ídolos falsos, equívocos funestos, sucios fraudes. Y el error cunde porque todos los medios de propaganda se usan con el sistemático afán de embrutecer

EN CUANTO A LA JUSTICIA ¿quien piensa en ella? Es una virtud reguladora de las relaciones humanas que garantiza a cada hombre –sin importar ni raza ni clase ni creencias religiosas– el respeto a su dignidad, la posibilidad de desarrollo y ejercicio de sus mejores cualidades, la realización, en fin, de su destino. Pero la justicia es un estorbo que hay que quitar de en medio. Porque desde el hombre aislado hasta la organización estatal, todos se esfuerzan por prevalecer atropellando los derechos de los otros, se hinchan después de devorar lo que tienen a su alcance. Y para no avergonzarse enmascaran sus móviles, los racionalizan, los justifican inventando motivos de odio que serían pueriles si no fueran nefastos. De este mecanismo surgen las agresiones de unos países contra los demás; así se genera la soberbia de los vencedores y la rencorosa abyección de los vencidos. Así se destruye la concordia, el sentimiento de fraternidad. Aparece la raza, la clase, la religión proclamando seres superiores a los otros.

Para citar un ejemplo de estos fenómenos no es preciso recurrir ni a la historia ni a lo que sucede actualmente en ajenas latitudes. Aquí en México, en Chiapas, padecemos una llaga: el desprecio que el blanco siente por el indio. La consecuencia es la venganza y la venganza trae consigo nuevas depresiones. Un círculo infernal que sólo el establecimiento de la justicia podría romper.

La belleza... no, no corremos el riesgo de encontrarla fácilmente. Lo que se nos proporciona en abundancia, lo que nos abruma es la falsa obra de arte con el halago a nuestros sentidos, a nuestras pasiones, lo que quiere saciarnos con el mero disfrute de lo agradable. Nos escamotean la belleza que es en sí misma transparencia, mesura, armonía, con una vil solicitación a la turbiedad, al desorden, al exceso.

¿Qué es la verdad? Seguimos haciéndonos esta pregunta con la misma hipocresía que Pilatos. Tememos descubrirla, creer en ella, comprometernos a afirmarla. Y entonces damos nuestro asentimiento a cualquier prejuicio, castramos de nuestra mente la facultad de análisis y de crítica, nos adherimos a la opinión general. Hemos abandonado el arduo decoro de ser seres pensantes para seguir la fácil corriente de los que aceptan la mentira de hoy aunque contradiga a la de ayer.

¿Quién podría practicar el bien en las circunstancias en que nos debatimos? Pues el bien no es algo autónomo sino el coronamiento de un proceso, la consecuencia de los factores antes enunciados. El bien

es un acto; pero un acto de veracidad; un acto de contemplación estética; un acto de respeto a la justicia; un acto de moderada posesión de la riqueza; un acto de euforia saludable.

El panorama que acabamos de describir es deprimente. Pero de ninguna manera el desaliento nos autoriza a declararnos vencidos. A todos, pero en primer término al intelectual, nos corresponde la lucha, la tentativa de modificación de las circunstancias, la protesta.

¿Pero cómo luchar? Cada uno desde el sitio que ocupa dentro de la sociedad. Ya sea pasivamente, negándose, tanto a secundar los fraudes como a dejarse convencer por ellos. Activamente, enarbolando la bandera de los valores traicionados, de la cultura, no sólo en las conversaciones particulares sino en el más amplio círculo de la cátedra, de la tribuna, de la imprenta.

Hacer uso de la palabra y de cualquiera de sus medios mecánicos de difusión significa, para el intelectual auténtico, una oportunidad tanto como un grave compromiso.

Mencionamos antes la tribuna. Ha acabado por convertirse en el bien mostrenco del que se apodera cualquier orador para dar rienda suelta a un pseudo lirismo hueco, a la tediosa repetición de lugares comunes o la peligrosa agitación demagógica. Siendo que, desde la tribuna, es posible establecer una comunicación directa y cálida con el público y esta posibilidad ha de servir para expresar las inquietudes colectivas, para darles un cauce adecuado, para amonestar, para instruir.

Porque la educación no es monopolio de los maestros. El magisterio, no hay ni qué decirlo, es una de las tareas más nobles y por lo mismo más delicadas y difíciles. Desde la cátedra, el maestro –partero de almas como Sócrates– puede colaborar con el alumno en su descubrimiento del mundo, en la revelación del misterio de la propia personalidad. Su enseñanza quizá logre que este tránsito sea en los jóvenes menos doloroso y más fructífero. Pero esto sucede a condición de que el maestro haya acertado a conservar esa chispa divina de lo que en teología se llama “caridad intelectual”, el amor que es más que sentimiento: luz, y que igual que la luz, tiende a difundirse. […] Pero cuando el maestro se acartona en la rutina, cuando cesa de crear y le basta con repetir, en un parloteo estéril de papagayo, cuando su sabiduría pierde el sabor y se vuelve insípida, cuando está defraudando, en fin, a la juventud, a la inexperiencia, a la ignorancia que confiaron en él, se le puede aplicar, con legitimidad, aquel calificativo inventado por Jefferson: el de traidor a la esperanza humana.

SI LA PROFESIÓN DEL INTELECTUAL es el periodismo, debe ejercerla no como, desgraciadamente, se acostumbra. No para lograr poder, riqueza o prestigio, vendiendo informaciones inexactas, obedeciendo a las consignas de un partido, sirviendo a los intereses de una clase, excitando o adormeciendo las susceptibilidades de una nación. Los periodistas de todo el mundo exigen libertad para expresar sus ideas, pero no siempre, cuando alcanzan esa libertad, saben hacer un recto uso de ella. Sin tomar en consideración el número enorme de conciencias a las que pueden pervertir con sus escritos, propagan especies escandalosas, lesionan reputaciones, administran la fama, comparten el botín de los delincuentes manteniéndolos bajo la amenaza de la denuncia pública.

La verdad, sentencian estos sofistas “astutos como serpientes”,2 no puede ser alimento del vulgo. La plebe, por instinto, la desprecia y la aparta de sí. Y cuando, por equivocación, la traga, no es capaz de digerirla. La verdad no resulta tolerable para un organismo sano más que en dosis muy pequeñas. Y el mal periodista se atribuye el derecho de dosificarla y la sirve, en las páginas de diarios y revistas, con la misma parsimonia que si se tratara de un veneno activísimo y mortal.

Esta fábrica del error –como alguien definió el periodismo– está construida con tal precisión y tiene un engranaje tan completo que quien se mete en ella tiene más probabilidades de que lo trituren y no de cambiar de sitio el más pequeño de sus tornillos. Pero aunque esta certidumbre nazca de la experiencia y en la experiencia se confirme, es necesario que el intelectual preserve, dentro de la profesión periodística, una honradez inmaculada. Tiene que salir a la luz con un ánimo quijotesco de desfacedor de entuertos, de protector de los desvalidos, de retador de malandrines y gigantes. Su ejemplo, aunque aislado, aunque esporádico, aunque pronto asfixiado por las circunstancias, suscitará, acaso, la solidaridad y la emulación de los mejores. […]

El intelectual, especialmente el artista, naufraga con triste frecuencia por dar oídos al canto de las dos sirenas modernas: la radiodifusión y el cine. Industrias ambas, el sentido práctico de quienes las manejan se traba en una lucha sin cuartel contra los intereses propios del artista para someterlo a un propósito que sustituye la maestría por el virtuosismo y emplea el virtuosismo para deformar deliberadamente la realidad y para verterla en un molde estrecho, torcido, superficial y deleznable. Pues en tanto que otros opinan que la verdad y la multitud han de tener el menor contacto posible, éstos sostienen que la belleza carece de atractivos para el público y hacen de ella una imitación tan burda y estragan tan sistemáticamente el gusto que lo incapacitan para apreciar la obra estética.

Hemos enumerado, aunque sin la amplitud y la profundidad suficiente, los obstáculos más visibles con los que tropieza la acción intelectual, los extravíos más comunes en los que se pierde, las trampas más peligrosas en las que cae. […]

Es necesario que el intelectual preserve, dentro de la profesión periodística, una honradez inmaculada. Tiene que salir a la luz con un ánimo quijotesco de desfacedor de entuertos...

Si nos decidimos a seguir la vocación intelectual será a sabiendas de que nos granjearemos la antipatía de la plebe, la desconfianza de los poderosos, la irritación de los que medran en río revuelto. Mientras supongan que nuestra conducta es producto de un azar momentáneo, se conformarán con repudiarnos como a inoportunos aguafiestas; pero cuando comprueben que nuestra actitud obedece a un propósito sistemático no tardarán en aparecer represalias más serias: la exclusión de la comunidad. Los medios para lograrla pueden ir de la simple expulsión de un círculo, de una iglesia, hasta el destierro de un país o la muerte.

¿Pero no estamos exagerando, pecando de inmodestos al suponer que nuestra insignificante persona y nuestra insignificante actividad es susceptible de convertirse en el objeto de un odio feroz? Desafortunadamente los hechos que ensangrientan y oscurecen la historia contemporánea vienen a darnos la razón. Nunca, como ahora, la inteligencia se había visto tan humillada, tan perseguida, tan sujeta a la sospecha y a la inquisición. […]

Pero, argüirá un incurable optimista, en México la situación no es tan grave como en otros países. Entre nosotros el intelectual vive tranquilo y, para que la especie no se extinga por hambre, los gobiernos tienen la sabia previsión de colocarlos al frente de algún empleo que, aunque no guarde la más mínima relación con sus actividades específicas, le permite devengar un sueldo con el cual “ir saliendo”.

Si esto nos consuela es que no advertimos una llaga vergonzosa: que los intelectuales mexicanos somos unos parásitos, que no cumplimos ninguna función dentro de la sociedad y no ejercemos ninguna influencia sobre la vida de nuestra patria. Sin la energía suficiente para convertirnos en un elemento perturbador, se nos califica como ciudadanos dóciles y fácilmente burocratizables. ¿Quién se tomaría el trabajo, por lo demás inútil, de mantenernos a raya cuando nuestros propios defectos nos anulan? […]

EL AMBIENTE QUE NOS RODEA es doloroso. La miseria, la ignorancia, la injusticia, el fraude, prosperan en todos los rincones de México. Poner atención a tales circunstancias, asumirlas en toda su gravedad y toda su trascendencia, tiene que producirnos un malestar moral, un remordimiento de conciencia que no se aplacaría sino con la acción fecunda. Pero como la acción exige un esfuerzo y sacrificio y lucha; y como hemos elegido la comodidad y nuestro campo de batalla se reduce a un gabinete, a una mesa de café, no tenemos derecho a mostrarnos ni sorprendidos ni decepcionados cuando palpamos las consecuencias: nuestras obras anémicas, falsas. Del intelectual mexicano (salvo las forzosas excepciones que no hacen más que confirmar la regla) el público no espera nada; ni le revela misterios, ni le traduce experiencias ni lo conmueve nuestra finura de espíritu y nuestra discreción.

En 1971 Rosario Castellanos fue nombrada Embajadora de México en Israel.

Algunos pretenden disculparse diciendo que los intelectuales mexicanos hablamos en voz baja, en tono menor, porque ésta es una de nuestras más notables características nacionales y que expresa, mejor que ninguna otra, nuestra finura de espíritu y nuestra discreción.

FINURA... ¿No será cobardía? ¿Es discreción o mediocridad? Orozco gritó en sus murales; Vasconcelos, el Vasconcelos de los buenos tiempos, hizo de la literatura una proclama vibrante y estremecedora. Y son dos de nuestras figuras más representativas.

Pero nosotros o no hemos comprendido nuestra misión o la hemos traicionado. Y traicionamos también la historia. La historia de México, la de América, donde merced a los intelectuales, el protagonista de nuestras hazañas ha sido el hombre y no la naturaleza rural.

Los que ahora veneramos como nuestros clásicos –Martí, Hostos, Sarmiento, Sierra– fueron “claros varones de acción y pensamiento, comparables”, según Menéndez Pelayo, “con aquellos patriarcas... que el mito... presenta a la vez filósofos y poetas, atrayendo a los hombres con el halago de la armonía para reducirlos a la cultura y a la vida social, al mismo tiempo que levantaban los muros de las ciudades escribían en tablas imperecederas los sagrados preceptos de la ley”. Tales son, dice Alfonso Reyes, nuestros antecesores: “vates y pastores de gente, apóstoles de la selva y padres del Alfabeto. Avasalladores y serenos, avanzan en los eriales de nuestro continente como Nilos benéficos. Gracias a ellos no nos han reconquistado el desierto y la maleza”.3

Y ahora se impone la última pregunta: ¿Cómo imitar tan altos ejemplos? ¿Cómo realizar, honrada y plenamente, nuestro destino?

Los que han procurado llevar una vida intelectual auténtica, se hallan pronto ante exigencias que parecen contradictorias pero que son complementarias: la exigencia de la comunión y de la soledad; la exigencia de la disciplina y el abandono a la inspiración; la aprehensión del instante y la perspectiva de lo perenne. Y por encima de todo, el tino para mantener en equilibrio el fiel de la balanza.

Comunión. Puesto que el hombre es animal sociable ha de estar íntimamente unido con su grupo, integrado a su nación e incorporado a la ciudadanía del mundo, porque nada humano le es ajeno. Compartir los problemas y las inquietudes de los demás; participar de sus ambiciones y de sus esperanzas es la condición previa para que el intelectual acierte a plasmar, después, esta experiencia en teoría o la reduzca a planteamiento o la oriente a fines o la haga cuajar en obra estética o la sujete a crítica.

Pero la segunda parte de la tarea no se cumple sino en la soledad, en esa atmósfera transparente en la que nos es dado contemplar los valores; en esa tierra firme que nos permite el trazo de los derroteros; en esa agua limpia que nos purifica del contacto con los ídolos de la plaza y de la multitud.

Nosotros o no hemos comprendido nuestra misión o la hemos traicionado. Y traicionamos también la historia. La historia de México, la de América...

DISCIPLINA. Lo primero, sentenciaba Pedro Henríquez Ureña, es saberlo todo. Como tal pretensión es impracticable tenemos que conformarnos con lo que alcancemos gracias a un estudio constante y ordenado; a un ejercicio riguroso de la inteligencia; a un dominio del instrumento que nos sirve para conocer o para crear; la destreza técnica, en fin. Admitir que sin la adquisición y pleno disfrute de estos medios de cualquier aptitud se nos malograría. Y luego no temer el renunciamiento de la habilidad para mejor oír los suaves avisos de la gracia, los misteriosos soplos de la inspiración.

Aprehender el instante, sí. Pero despojándolo de lo que tiene de superficial y de anecdótico y hacerlo resplandecer en lo que es esencialmente: una imagen de la eternidad.

Y todo esto ¿para qué nos prepara? ¿De qué nos hace dignos? Aspiramos a ser libres, a merecer un mundo pacífico. La libertad hunde su raíz en el más profundo estrato de lo económico. El hambre, la amenaza de la intemperie, del desamparo, son malos consejeros. Y si agregamos que el intelectual es proverbialmente inepto para satisfacer sus urgencias pecuniarias, nos explicaremos el bochornoso espectáculo que hemos presenciado tantas veces: la cesión que el intelectual hace de sus derechos de primogenitura a cambio del plato de lentejas.

¿Cómo remediar tan aflictiva situación?¿Implorando la limosna gubernamental o recurriendo al mecenazgo privado? Ni una ni otra cosa. Porque el mendrugo que arrojan hacen que los dos se sientan autorizados a censurar el trabajo de sus favorecidos, a pretender dirigirlo hacia sus fines y provecho particulares.

Las becas, las pequeñas o grandes sangrías en el erario estatal, no son sino paños calientes sobre una herida. La solución consiste en estimar la obra intelectual, si realmente vale, y traducir esta estimación en precio, de tal manera que los intelectuales puedan vivir, como cualquier otro hombre, del oficio que desempeñan cuando lo desempeñan bien.

Nos referimos antes a la paz y ni quisimos aludir a esa quietud sepulcral que establecen las tiranías por medio del terror, sino a la convivencia armoniosa, al trato justo entre las gentes, la alegre y confiada compañía de los amigos, la cordialidad entre los pueblos, el respeto entre las naciones.

Porque cuando esto falta el malestar se vuelve tan intolerable que estalla en la guerra. En medio de su fragor, en el desencadenamiento de la bestialidad colectiva, ahogados por la sangre, cegados por el humo de las ruinas ¿habrá quien reproche al intelectual que no vuelva los ojos hacia el cielo resplandeciente y remoto de los valores? ¿Y que no tienda las manos queriendo asirlos?

Castellanos dirigió el Instituto Chiapaneco de Ciencias y Artes.

LA LIBERTAD Y LA PAZ son dos bienes preciosos que la humanidad ha de conquistar y defender. Nunca, como ahora, el hombre se ha debatido entre tantos y tan enormes peligros. Urge que nos orienten, que nos salven. Aquellos a quienes la lucidez de su espíritu y la fortaleza de su ánimo los constituyeron naturalmente en guías de sus hermanos menores, deben permanecer vigilantes, tan celosos de cumplir sus obligaciones como de reclamar sus privilegios. Pues ellos son “la sal de la tierra”.4 Y si la sal pierde su virtud ¿con qué sazonaremos nuestro alimento?

Notas

1 Temor y temblor: Frygt og Bæven, en danés, título del libro de 1843 firmado por Johannes de Silentio, seudónimo de Søren Kierkegaard. (N. del E.)

2 Mateo 10:16. (N. del E.)

3 Ambas citas provienen del primer párrafo del prólogo de Alfonso Reyes al libro de Justo Sierra, La evolución política del pueblo mexicano. (N. del E.)

4 Mateo 5:13. (N. del E.)