La maldición del agua

El agua se ha convertido en el asunto de emergencia de nuestros días, en la preocupación diaria. Se dice que el 2028 será el año cero de la crisis que se avecina. Ofrecemos aquí algunas incidencias literarias reunidas por Ignacio Estrada, conocedor del tema, sobre este asunto que no dejará de perseguirnos en este tiempo: la falta de agua

La maldición del agua Foto: Pixabay

En 1963 José Emilio Pacheco escribió el poema “El reposo del fuego”, donde escribió: “La ciudad en estos años cambió tanto / que ya no es mi ciudad, su resonancia / de bóvedas en ecos y sus pasos ya nunca volverán”. La Ciudad de México cambió irremediablemente a mitad del siglo XX. Cimentada en el centro de una cuenca lacustre y surcada por canales, acequias y numerosos ríos, la capital mexicana tuvo que abrir paso a una modernidad de grandes avenidas, ejes vehiculares, puentes y colonias donde los pasos de agua quedaron enterrados e invisibles.

En otro de los fragmentos de ese mismo poema, Pacheco va más allá y reflexiona sobre los orígenes de esta ciudad. Dicen sus versos: “Brusco olor del azufre / repentino color verde del agua bajo el suelo. / Bajo el suelo de México se pudren todavía las aguas del diluvio. / Nos empantana el lago, sus arenas movedizas atrapan y clausuran la posible salida. / Lago muerto en su féretro de piedra. / Sol de contradicción. / (Hubo dos aguas y a la mitad una isla, enfrente un muro, a fin de que la sal no emponzoñara nuestra laguna dulce en la que el mito abre las alas todavía, / devora la serpiente metálica, nacida de las ruinas del águila. Su cuerpo vibra en el aire y recomienza siempre.) / Bajo el suelo de México verdean espesamente pútridas las aguas / que lavaron la sangre conquistada. / Nuestra contradicción —agua y aceite— / permanece a la orilla dividiendo, / como un segundo dios, / todas las cosas: / lo que deseamos ser y lo que somos”.

EN EL AGUA Y LOS SUEÑOS Gaston Bachelard escribió: “Una gota de agua poderosa basta para crear un mundo y para disolver la noche”. La relación de la Ciudad de México y sus pobladores con el agua ha sido contradictoria a lo largo de su historia. En un principio la necesidad imperante fue la desecación de los lagos de la cuenca para evitar inundaciones. Entre grandes cuerpos de agua se trazó una urbe que parece no tener límites. Al paso de los años el gran problema ha sido el opuesto: el abastecimiento. Antes de 1950 la Ciudad de México se abastecía totalmente de los acuíferos subterráneos, pero debido a que la ciudad comenzó a presentar hundimientos a consecuencia de la extracción, se consideró necesario ubicar nuevas fuentes con qué complementar el abasto. Fue así que comenzó como la primera gran obra de trasvase de agua de una cuenca aledaña a la Ciudad de México, la cuenca de Lerma. Sin embargo, dos décadas después aquel caudal fue considerado insuficiente para sostener las demandas de la metrópoli. Fue así que se inauguró el sistema Cutzamala en el año de 1982.

LA FALTA DE AGUA DESQUICIA hasta a los más cuerdos. Algo así debió sentir el escritor Vicente Leñero cuando en 1983 dio forma a su novela La gota de agua. Se dice que la idea de aquel relato surgió una mañana en que el autor de Los albañiles, que entonces vivía en el pueblo de San Pedro de los Pinos, en el Distrito Federal, abrió las llaves de la regadera y el lavabo sin éxito.

Bajo el suelo de México se pudren todavía las aguas del diluvio. / Nos empantana el lago, sus arenas movedizas atrapan y clausuran la posible salida...

El inicio del relato dice así:

“–No hay agua. Con la mala noticia, el domingo 31 de enero de 1982 amaneció definitivamente sucio. Pensé que me sería imposible abrir los ojos porque tendría los párpados pegados por lagañas, duras como resistol. Me sentí anticipadamente mugriento, sudoroso, oliendo a chivo barbón. El cabello tieso, la cara escurrida, las uñas negras, el alma toda convertida en un costal de inmundicias que debería cargar durante la mañana entera, la tarde y la noche de ese domingo infeliz.

–No exageres, dijo Estela cuando me oyó repelar. En calzoncillos hice girar las llaves del lavabo y de la regadera. Ni una gota cayó de la nariz del lavabo; gorgoriteó apenas la manzana de la regadera y dos o tres lagrimones gravitaron hasta el piso de azulejos gimiendo plop, plop.

–Ni una maldita gota en toda la casa, me lleva la chingada”.

En uno de los fragmentos de la novela, Leñero deja una serie de provocaciones que parecen la voz de un agorero. Dice así: “En la junta semanal de la revista Proceso del lunes primero de marzo propuse por tercera vez la elaboración de un reportaje sobre la escasez del agua en la metrópoli y las obras del Cutzamala […]”. Y luego cuenta que después de aquella junta en la redacción salió en su auto a las doce del día a pagar el abono de su hipoteca. Al buscar estacionamiento se encontró con un espectáculo indignante: “En el centro de un terreno baldío sobre la pileta de un viejo fregadero de cemento, una llave de agua soltaba su chorro inútil, continuo, imparable. Caía y caía el líquido preciosísimo y se iba se iba se iba por el desagüe del fregadero, rumbo a las atarjeas. Me sentí atolondrado por la cólera. Ningún transeúnte se detuvo para cerrar la llave. Nadie lanzaba la voz de alarma y acometía la acción salvadora. Veían la llave abierta, la registraban en su neurona, calibraban el terrible desperdicio y en lugar de detenerse, proseguían quitados de la pena”. Cuando pudo estacionar el auto, Leñero caminó hacia aquel baldío y cerró la llave. Para premiarse fue a un Vips y pidió dos tazas de café.