Hace apenas unos meses, en San Francisco, Silicon Valley –¿dónde más?–, el llamado Center for AI Safety presentó un comunicado donde detallaba tres propuestas, por lo menos algo escuetas, enfocadas hacia una regulación que fomente la seguridad en torno a la implementación y expansión de la AI. En ella se establecen “marcos de responsabilidad mejorados”, un mayor escrutinio regulatorio y también la obligación de una supervisión humana de los sistemas automatizados. La brevedad del documento deja claras al menos dos cosas: a) la autorregulación de los agentes encargados del desarrollo de la AI, como conjunto, es una fantasía que apenas puede detallarse en dudosos principios éticos y b) hemos puesto a las máquinas a crear con la profundidad humana y a los humanos a regular con la nimiedad del lenguaje programático.
En este escenario es comprensible que asumamos que la creación de la máquina tiende a suprimir la creación humana. No se cree que exista un problema ético, porque se presenta –una vez más– a la tecnología como el único método fidedigno de mejorar la experiencia humana. No hay alternativa. El Internet y las redes sociales, que ya hace tiempo vienen perdiendo gran parte de su capacidad transformadora, han conseguido, a lo mucho, obrar un uso de las AI que trae consigo la somera potencia del meme, es decir, expresan, a lo mucho, un segundo de lucidez y divertimento.
En un modelo tan caprichoso, puede ser complejo encontrar expresiones que, desde la máquina, consigan comunicar alguna pesquisa diferente. Las hubo, como las fantásticas representaciones visuales de Refik Anadol que ya descansan en un estado de neutralidad propio del escenario donde la última de ellas se vio proyectada: The Sphere en Las Vegas. Hoy no producen más que un espejismo, una experiencia estética ni buena ni mala, ni auténtica, ni falsa.
Para Spiegel, la máquina es una forma de expandir nuestros conocimientos, nuestras búsquedas y nuestras ambiciones, no debería reducirse a una reproducción
Pienso todo esto mientras escucho las composiciones de Laurie Spiegel que pueden atenderse en el MUAC hasta el próximo 14 de abril, que pertenecen a una obra un poco menos conocida de Spiegel, su álbum Unseen Worlds (1991), que no goza del reconocimiento y alcance que tiene The Expanding Universe (1980), pero también puede ser considerado una de las cimas del space ambient. Para Spiegel, la máquina sí es una forma de expandir nuestros conocimientos, nuestras búsquedas y nuestras ambiciones, no debería reducirse a una reproducción. Para la compositora la computadora puede repetir y multiplicar comandos de una complejidad que los humanos no podemos físicamente lograr, sin embargo, estos comandos no pueden significar nada excepto su propia repetición si no son tocados por la integración del humano que los dirige. La máquina es siempre repetición, lenguaje programático, el ser humano representa la variación, la improvisación y desde luego el talento. Aunque la tecnología detrás de expresiones como las de Spiegel adquiere un papel trascendental, en última instancia, debe quedar claro que el interés de la artista jamás ha estado en algo que no fuese la música. Está más cerca de artistas como Eno, Steve Roach y Klaus Schulze que de la estética falsamente hiperrealista de la reproducción por computadora de Midjourney o Dall-E.
Es bien sabido que diseñó y trabajó en su propio software como una forma de emanciparse de las limitaciones, tanto espaciales como temporales, que suponían las grandes máquinas pensantes de los años 70. Ese trabajo culminó tarde o temprano en Unseen Worlds, de donde vienen estas piezas perfectamente calibradas gracias a los 22 canales autónomos de salida de audio con los que cuenta el espacio sonoro del MUAC. La historia sería brevísima, sin embargo, si habláramos únicamente de la calidad de la composición y el audio. Lo que es realmente interesante en esta exposición consiste en la reformulación que Spiegel hace de su propia obra gracias al diseño de un algoritmo que permite que la pieza nunca sea la misma, a pesar de tener una misma base. Ese algoritmo, es de diseño humano, y gracias a la complejidad de timbres y tonos que la pieza tiene, genera mezclas distintas para cada visitante. A esto se le añade en el hecho de que ningún oído humano tiene exactamente las mismas condiciones fisiológicas, sobre todo cuando se trata de distinguir timbres. Esto permite que la obra eluda interpretaciones y más bien sugiera la fortuna de una proximidad irrepetible, la necesidad de tensar, hoy con gran premura, la relación entre lo humano y la máquina. Porque la máquina, desde luego, es capaz de producir una cantidad infinita de simulaciones, pero ninguna es válida sino hay una persona que pueda recoger los pedazos de la composición y armonizar con ellos. Lo de Spiegel termina siendo, entonces, un gran ejemplo de lo que se entiende como obra no centrada, en multiplicación, que radicaliza incluso el software y sus facultades para suponer siempre una experiencia que efectivamente abre mundos no escuchados.