“[M] enor” no califica ya a ciertas literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida).
Deleuze y Guattari
Reorganizar el sentido de la literatura
En julio de 2022, durante la entrega del prestigioso Premio Xavier Villaurrutia otorgado a la escritora Cristina Rivera Garza por El invencible verano de Liliana (2021), Felipe Garrido cuestionó la caracterización psicológica del personaje de Ángel, el feminicida de Liliana, hermana de la escritora, en quien se basa la historia de la obra galardonada. En un claro gesto de infantilización, Garrido aconsejaba a Rivera Garza que se remitiera a tres obras latinoamericanas –de Borges, de Ernesto Sábato y de Edmundo Valadés–, para que contrastara la profundidad que amerita el asesino de una mujer.
Señalamientos como los de Garrido no son aislados, surgen de una lógica patriarcal que empobrece el ejercicio de la crítica y opaca las contribuciones de las mujeres. La premiación fue representativa en más de un sentido, debido a la complejidad de la tragedia que la obra de Rivera Garza abraza hasta las últimas consecuencias, personales y políticas, como fue el asesinato de su hermana. El mansplaining de Garrido –por decirlo con la escritora estadunidense experta en temas de género, Rebecca Solnit– ejemplifica la incomprensión y condescendencia ante la otredad femenina, frente a la voz y la mirada de quienes articulan un lenguaje desde un lugar que no es el canónico.
Cristina Rivera Garza respondió firme e indignada: “tenemos que verlas a ellas, no a los asesinos”. La respuesta condensaba una demanda histórica. ¿Qué tienen que decir las mujeres sobre el mundo y la vida, sobre la violencia y la vejación de sus cuerpos, sobre las infancias y los cuidados, sobre la memoria y el silencio? ¿Cuál es su lenguaje y si ese lenguaje, tantas veces silenciado, organiza una forma específica de conocimiento?
TAL VE LO DESEABLE sea que en el futuro desaparezcan nociones como “literatura escrita por mujeres” o “literatura femenina”. Pero, ¿acaso no hay elementos fundantes que conforman paradigmas estéticos desde el silencio, al margen de los pactos patriarcales o desde la opresión? Bien dijo la crítica literaria Josefina Ludmer que “el decir público está ocupado por la autoridad y la violencia”, por lo que la “táctica del débil” consiste, no sólo en cambiar el sentido del lugar asignado “sino el sentido mismo de lo que se instaura en él”. Se trata de una práctica que “reorganiza la estructura dada, social y cultural” –en sus palabras– por lo que el sujeto y las formas de conocimiento son otros.
Todo esto viene a cuento porque en los últimos dos decenios la literatura latinoamericana escrita por mujeres ha ocupado de manera ingente la escena cultural, en parte como resultado de los empeños feministas por hacer visibles las propuestas de las mujeres, pero también por la realización heterodoxa de discursos narrativos que abrevan de tradiciones indóciles, como la crónica, la autoficción y el testimonio. Se trata de formas de escritura que han reformulado la simbolización de lo íntimo, profundizado en la conciencia del cuerpo y el género, que dan voz a la violencia, la memoria y el feminicidio. Su productividad estética en ocasiones se acerca al documentalismo sobre el que había advertido Rodolfo Walsh en una entrevista concedida a Ricardo Piglia en 1970: “En un futuro, tal vez [...] lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento”.
En este marco, nociones como “violencia de género” o “feminicidio”, de amplia negociación a lo largo del siglo XXI, han condicionado la manera de entender la creación. Este último concepto, sugerido por la investigadora Marcela Lagarde en el contexto de los crímenes perpetrados contra mujeres en Ciudad Juárez en la década de 1990, supone una reformulación de la noción de femicide –atribuido a las estadunidenses Diana Russell y Jill Radford–, que amplía el significado de este tipo de genocidio al aducir la participación del poder económico y los aparatos de Estado, esto es, un sistema en su conjunto que atenta contra las vidas de las mujeres. En paralelo a la travesía del concepto, se ha desarrollado un fenómeno literario, tal vez una tradición en sí, que responde a las preocupaciones por el aumento en los índices de feminicidio, así como a la impunidad reinante en las instituciones de procuración de justicia.
Obras de ficción como Temporada de Huracanes (2017) de Fernanda Melchor, Catedrales (2020) de Claudia Piñero, Cometierra (2019) de Dolores Reyes, Siempre será después (2012) de Marisa Silva Schultze, Los divinos (2017) de Laura Restrepo, Feral (2022) de Gabriela Jáuregui o el capítulo “La parte de los crímenes” de la novela 2666 (2004) de Roberto Bolaño, contribuyen a la representación del delirio colectivo o el horror de lo real que culmina en el asesinato por condición de género. El ensayo Agua de Lourdes: ser mujer en México (2019) de Karen Villeda, la poesía de Micaela Solís, Arminé Arjona o Susana Chávez participan, también, de una suerte de inflexión fundacional que sitúa la problemática de los asesinatos de mujeres en el debate público desde la literatura.
La tematización de la intimidad como un espacio donde se reproduce la desigualdad, el desplazamiento de lo íntimo a lo público, la denuncia fundada y el activismo en contra de la violencia de género que acompañan a estas producciones, ya supone una desobediencia de lo canónico. La no ficción intensifica estas políticas de escritura, en virtud del pacto de lectura con lo factual: lo que se inscribe está atado a una “verdad” que desestabiliza el “decir dominante”. Una de sus funciones sociales reside en trabajar con la memoria, las experiencias de vida, los documentos dispersos; componer un montaje con el fin de mostrar pruebas. Quien firma habilita un cuerpo discursivo que proviene del silencio o la marginación, un cuerpo deseante de revelar una verdad.
Un ejemplo de la potencia que tiene esta clase de escritura es Por qué volvías cada verano (2018) de Belén López Peiró, historia sobre el abuso que la autora sufrió entre los 13 y los 17 años de edad por parte de un tío suyo. El hilo conductor es el archivo de la denuncia penal que interpuso en el 2014 en contra de su victimario, un policía de Santa Lucía, en la provincia de Buenos Aires. Las declaraciones de los testigos abren un portal hacia el pasado; las conversaciones y recuerdos fragmentados exhiben la indolencia colectiva y familiar ante la pederastia. La escritura encarna a una adolescente a la que se le ha arrebatado la voz y sólo puede recuperarla emplazando las voces de los otros, casi siempre insensibles o cómplices del delito. En su conjunto, esta obra coral sitúa a la autora en un lugar de enunciación de profundas implicaciones en el espacio público. López Peiró entrega un testimonio que desborda las fronteras de lo literario por sus modos de permear en el activismo y exigir justicia.
Se ha desarrollado un fenómeno literario que responde a las preocupaciones por el aumento en los índices de feminicidio,
así como a la impunidad reinante
EL LENGUAJE DE LAS ASESINADAS
Quizá, lo más inquietante de los géneros literarios que abordan el feminicidio en clave documental, tenga que ver con las formas de difusión de las experiencias de quienes han sido asesinadas, de sus huellas dispersas en las redes sociales, los sitios por donde caminaban, los lugares donde vivían o trabajaban, los expedientes donde figuran sus nombres, los recuerdos de quienes aún las aman. Me inquieta especialmente la materia con la que están hechas las historias que rehabilitan a quienes fueron mutiladas, violadas, brutalmente asesinadas.
¿Cómo se labra la escritura desde la corporalidad femenina que ya no puede hablar? Chicas muertas (2014) de Selva Almada, La fosa de agua. Desapariciones y feminicidios en el Río de los Remedios (2018) de Lydiette Carrión y El invencible verano de Liliana (2021) de Cristina Rivera Garza son las obras de mayor importancia al respecto. Tributarias de una tradición literaria cuyo antecedente más representativo se remonta al escritor argentino Rodolfo Walsh y su crónica Operación Masacre (1957), en estas obras se entreteje una política de escritura en la que se dan cita textos esquivos o ancilares, no pertenecientes a la fabulación, con el fin de probar una verdad que confronta las versiones oficiales, los procedimientos negligentes, la revictimización. Identifico en estas obras una línea de continuidad con un tipo de escritura, la testimonial, que emerge en el contexto de la Guerra Fría y la antesala de las dictaduras en el Cono Sur cuando se agotan las posibilidades discursivas de la narrativa ficcional, hasta entonces entronizada por el boom, para dar cuenta de una realidad en la que impera la represión orquestada desde los poderes del Estado.
“Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación. Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte”, comienza así Chicas muertas (2014), en la que Selva Almada reconstruye las vidas de tres mujeres asesinadas en la provincia argentina: Andrea Dane, asesinada de una puñalada mientras dormía en su casa; María Luisa Quevedo, una empleada doméstica violada y estrangulada; y Sarita Mundín, desaparecida y presuntamente víctima de trata por su amante.
ESA MAÑANA DE 1983, mientras el país transitaba a la democracia, aquella adolescente de Villa Elisa, que después se convertiría en la autora de El viento arrasa (2012) y Los ladrilleros (2013), la noticia de la chica muerta habría de inscribirse en sí misma como una advertencia. “Durante veinte años Andrea estuvo cerca. Volvía cada tanto con la noticia de otra muerta”, cuando el término “femicidio” aún no existía en Argentina.
El inicio de la obra sitúa a una adolescente que, durante el proceso de convertirse en mujer, cobra conciencia de lo que significa ser objeto de misoginia, abuso y desprecio. El móvil del proyecto inicia cuando, tras veinticinco años de impunidad en los tres casos, Almada emprende un viaje para recorrer los sitios donde vivían, entrevistar a familiares y testigos con el fin de evocar a estas mujeres, de quienes no se había vuelto a hablar y cuyas vidas fueron “arrancadas de cuajo por personas que nunca pagaron por sus crímenes”, como la propia autora señala en una entrevista a Lecturafilia. “Me parecía que primero las había matado su asesino, luego había vuelto a matarlas la justicia cuando dejó impunes sus muertes, y volvía a matarlas el olvido”.
La escritura se convierte en un vehículo, se transforma en conjuro: acerca a las y los lectores a atestiguar las vidas de estas mujeres pobres, atrapadas por una sociedad machista que las desecha, que celebra el tránsito a una democracia donde ellas no figuran. La obra es, también, instancia de redención: concede una porción de justicia al poner en marcha la memoria colectiva, no sólo con el fin de recopilar información sino para que ahí donde ellas vivieron no las olviden. Como propone Judith Butler, la pérdida del otro nos enfrenta a un enigma: “algo se esconde en la pérdida”. En el triple despojo del “yo” de las chicas asesinadas –por parte del asesino, de la justicia y del olvido–, desde esa oquedad que las reduce a nada, se inscribe una compensación: la de la lengua que reterritorializa el sentido. El efecto revulsivo de Chicas muertas está en el andamiaje de la memoria.
Algo similar ocurre en El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza. En su búsqueda kafkiana por los laberintos de la justicia mexicana, la escritora se enfrenta con el hecho de que el expediente de su hermana asesinada por su ex novio en el verano de 1990, había ido a dar al Archivo de Concentración hasta no dejar rastro. “Uno nunca está más inerme que cuando no tiene lenguaje”, dice Rivera Garza al visitar la tumba de Liliana en compañía de sus padres. ¿Qué se hace frente a la imposibilidad de la justicia, frente a una justicia que arrebata la articulación del lenguaje? Si el miedo a la eliminación y al silencio, por decirlo en palabras del filósofo francés Jacques Derrida, es la razón por la que Cristina busca desesperadamente dar con el archivo oficial, el resto de la historia dispone una escritura regida por la consigna hamletiana del espectro que asedia, que clama por su restitución ante la imposibilidad de que se haga valer la ley.
“Siempre estuvieron ahí, voluminosas y alineadas, en la parte superior del clóset. Siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales pintados de color lavanda. Las posesiones de Liliana”, dice la autora-narradora, “¿Qué se hace con los objetos de los muertos [...] Nadie tocó las cajas por treinta años”. Los archivos de los muertos que concentran, dispersos e inconexos, los documentos que consignan su existencia humana, permiten a quien los lee conectarse con el vasto mundo de la eternidad. El trabajo que implica hacer hablar a los muertos remueve el polvo de esa eternidad.
DIARIO, TESTIMONIO, CRÓNICA, ensayo, novela de no ficción: resulta difícil clasificar El invencible verano de Liliana. La apuesta se cifra en la magnitud del diálogo convocado por la voz de la víctima que ha quedado fragmentada en cartas, diarios, cuadernos, notas escolares y fotografías; un diálogo con las evocaciones del padre y la madre, de sus amigos y profesores de la carrera de Arquitectura en la Universidad Autónoma Metropolitana, de la propia Cristina. La autora viaja al pasado, archivo y escritura mediante, para rehabilitar a Liliana y concederle, simbólicamente, una sepultura digna. Pone en funcionamiento un lenguaje nómada que dinamita las formas de representación tradicionales, la noción de neutralidad literaria. Por eso el personaje de Ángel, el feminicida, es intencionalmente opaco, se diluye en el seno de un conjuro que rezuma lo ultraterrenal. No podía ser de otra manera.
Desde el ángulo de la investigación periodística, La fosa de agua. Feminicidios y desapariciones en el Río de los Remedios de Lydiette Carrión, es una crónica-reportaje de largo aliento en la que resuenan las voces ahogadas de las menores violadas, estranguladas, mutiladas en la zona con mayor índice de feminicidios en el país: el Estado de México. Lejos del registro íntimo, del “yo” confesional presente en las obras anteriores, La fosa… abreva de la tensión propia de la narrativa policiaca, cuyo narrador es un investigador.
Una serie de casos aislados que Carrión documentó durante seis años de trabajo fueron el insumo principal para encontrar conexiones entre ellos y poder comprobar la responsabilidad de una red de feminicidas, trata y tráfico de drogas en los Héroes Tecámac en el contexto de la llamada “guerra contra el narco”. Tal vez, lo más impactante de la obra sea la descripción casi fotográfica que, como lectores, nos lleva de la mano a atestiguar las escenas de los crímenes, a acompañar el calvario de las madres buscadoras, a adentrarnos en los ritos de tortura y crueldad feminicida que llevan a cabo los grupos delincuenciales para sellar una complicidad que roza lo religioso y garantiza la lealtad a su interior –tal como lo ha estudiado recientemente el antropólogo Claudio Lomnitz.
Declaraciones, carpetas de investigación, averiguaciones previas, testimonios, entrevistas a funcionarios y abogados, notas periodísticas, publicaciones en redes sociales y papeles personales forman parte del montaje que demuestra múltiples verdades: la laxitud del Estado ante la fuerza de un segundo Estado, el de la delincuencia organizada; la complicidad y participación de las autoridades en los crímenes, como la policía y la milicia; la incompetencia institucional que reproduce lógicas patriarcales e intimidatorias con las verdaderas especialistas de la tragedia: las madres buscadoras de los restos de sus hijas muertas.
AVAL DEL PORVENIR
Las huellas de las víctimas de feminicidio que se inscriben en el espesor del soporte literario, multiplican los modos en que estas obras son recibidas, no sólo por la crítica sino fundamentalmente entre sus variados lectores. La función estética de esta clase de literatura de no ficción es trascendida por su función social: a los asesinatos impunes se les da un nuevo significado porque rehabilitan las vidas de tantísimas mujeres y garantizan que su memoria en el tiempo sea perdurable, porque sus familiares y sus seres queridos procesan otras formas del duelo desde el lenguaje literario, porque la materialidad de estos documentos es, también, jurídica y convoca a que se imparta la ley. El archivo es, como piensa Derrida, “aval del porvenir”: ahí donde la huella hace posible la presencia de la ausencia, la evocación de otro tiempo para el presente y el futuro.