La mujer rota

Ojos de perra azul

La mujer rota.
La mujer rota. Foto: Cortesía de la autora

Mi cuerpo amputado. Así lo encontré, separado, todas mis partes regadas en la habitación. Quedé horrorizada, paralizada frente a la escena. Se había roto el orden del mundo, mi miedo más arcaico estaba frente a mí: yo hecha pedazos. No sé cómo sucedió la fragmentación, supongo que mientras dormía. Aquella noche soñé que en el jardín había un incendio, mi casa se quemaba por completo, yo no podía respirar, me ahogaba. Tomaba fotos del desastre, en blanco y negro. Al levantarme de la pesadilla, me sentí normal, como cualquier otra mañana. Sin embargo, al recorrer con la vista el espacio, me descubrí desmenuzada.

La cabeza estaba encima del buró, sobre la bandeja de plata, la misma que recibió Salomé con la de Juan. El pelo hecho Medusa, despeinado, cubría la frente y las cejas. Los ojos abiertos miraban al vacío, pasmados, sin parpadear, la pupila dilatada. La boca se movía, cantaba una y otra vez la misma canción con voz desentonada, oh, baby, talk to me, like lovers do... La nariz se había desprendido, no la hallaba por ningún lugar, busqué en los cajones, entre papeles, plumas y medicamentos, andaba por ahí, olisqueando mis cosas, siempre se ha metido donde no debe. Se quería ir de paseo a la ciudad con su amiga aguileña, la de Gogol. La mano derecha abría las cortinas para que entrara el sol. La izquierda, sobre una mesa, llamó a su par y la retó a jugar a las vencidas. Estuvo reñida la batalla, ganó la del poderoso anillo, herencia familiar que portaba en el dedo medio. La espalda adolorida, descansaba entre las cobijas de la cama. Gemía hasta quedar dormida. Un seno se asomaba por la ventana, nostálgico, parecía esperar a alguien, mientras que el otro, con el pezón rosado y erguido, reposaba turgente junto a un tomo de relatos eróticos de Anaïs Nin, en un estante del librero. Los pies sin zapatos ni calcetines, las uñas pintadas de rojo caminaban sin rumbo, dejando huellas en la alfombra. Contentos, comenzaron a bailar la melodía que seguía saliendo de la garganta y los labios de la cara. Danzaban como poseídos, hasta que cayeron agotados. Las pantorrillas y los muslos intentaban ponerse unas medias con liguero, de encaje. Frente al espejo, se daban instrucciones para modelar. Los brazos colgaban de las lámparas del techo, balanceándose en el aire como trapecistas. El sexo estaba en una esquina, deseando tu llegada de viril satisfacción. El ombligo lo consolaba haciéndole suaves caricias.

Ante la catástrofe corporal, me vino una ansiedad insuperable de volver a integrarme. No poseo otro cuerpo, solo éste, el que amo y el que odio, el que yo misma desmembré sin darme cuenta, ejercito a diario, maltrato y también te ofrendo. Es el único que tengo y sin él no soy ni estoy. Desesperada, junté las piezas mutiladas como pude, lo rearmé, lo cosí con hilos y alambres, pegué los bordes con lágrimas, saliva, flujos y otras secreciones. Ahora que estoy reconstruida, es mi mente la que se disloca al saber que tú estás desarmado, vuelto un caos, escindido en mil retazos sin arreglo ni costura.

*Me diste un tiro de desgracia.

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