Baumgartner una primicia editorial

Nadie ignora que Paul Auster es uno de las grandes narradores del fin del siglo XX y principios del XXI. Sus poderes narrativos le han ganado lectores en el mundo entero y el elogio de la crítica. Hace algún tiempo se supo la noticia: Auster tiene un cáncer severo. Él y su pareja Siri Hustvedt no lo ocultaron, incluso abrieron un sitio llamado Cancerland. Ofrecemos al lector en exclusiva un fragmento de la nueva novela de este gran escritor gracias a nuestros amigos de la editorial Planeta. Baumgartner podría ser el testamento literario de Auster

Paul Auster (1947-2024)
Paul Auster (1947-2024) Foto: Arte digital a partir de una fotografía de Bruce Davidson > Mónica Pérez > La Razón

Baumgartner está trabajando en una idea nueva. Es junio, y con su librito sobre Kierkegaard terminado y la lesionada rodilla casi sin dolerle ya, ahonda en el complejo e insoluble enigma psicosomático llamado síndrome del miembro fantasma. Sospecha que esa idea se le metió en la cabeza en abril, cuando Rosita le dijo lo del accidente de su padre con la sierra circular, porque si bien la niña no sabía lo suficiente para darle más detalles, durante las horas siguientes Baumgartner rellenó los huecos por su cuenta, repitiéndose mentalmente la sangrienta escena tan a menudo que era como si hubiese visto con sus propios ojos cómo la hoja cercenaba la carne del carpintero. Por fortuna, volvieron a coserle los dos dedos cortados aquella misma mañana, pero según se enteró Baumgartner más adelante, en casos de amputación permanente casi todo aquel que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo. Picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable. Con su diligencia habitual, Baumgartner ha leído publicaciones médicas sobre el tema, estudiando la obra de Mitchell, Sacks, Melzack, Pons, Hull, Ramachandran, Collins, Barbin y otros muchos, si bien comprende que su verdadero interés no radica tanto en los aspectos biológicos o neurológicos del síndrome como en su capacidad de servir de metáfora de la pérdida y el dolor humano.

Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir o que le ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas juntas al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida sólo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse.

Durante los seis primeros meses vivió en un estado de tan profunda confusión que a veces se despertaba por la mañana y se olvidaba de que Anna estaba muerta. Siempre era la primera en levantarse, de pie y activa al menos cuarenta minutos o una hora antes de que él lograra abrir los ojos, de manera que estaba acostumbrado a levantarse de la cama vacía y entrar como un sonámbulo en la cocina desierta para prepararse un tazón de café, las más de las veces acompañado por el sonido de la máquina de escribir de Anna, que tecleaba débilmente en el pequeño cuarto de la planta baja, al fondo, o por los pasos de ella, que resonaban en alguna de las habitaciones de arriba, o bien, no había ningún ruido, lo que sólo significaba que estaba leyendo un libro, mirando por la ventana o dedicándose a otra cosa, a alguna actividad silenciosa en otra parte de la casa. Eso explica por qué todos esos grotescos lapsus de memoria ocurrían a primera hora de la mañana, antes de que Baumgartner se hubiera despertado del todo y tuviera todos los sentidos alerta, haciendo sus cosas como atontado bajo el influjo de viejos hábitos creados por toda una vida en común con ella, como cuando se sentó en una silla de la cocina sólo diez días después del entierro con el humeante tazón de café y al recorrer la mesa con la mirada se encontró con un desordenado montón de revistas. Había una página en particular que sobresalía de las demás, y en ella leyó un titular que parecía de The New York Review of Books, y decía: “Cómo está el clima”. Era la reseña del libro Aguas del mundo, y la autora era Sarah Dry.

¡Aguas del mundo… de Sarah Dry!

La combinación era tan inesperada y, sin embargo, tan burda en su infantil simetría que Baumgartner lanzó un breve resoplido, una carcajada de sorpresa y, con una palmada en la mesa, se levantó.

Echa un vistazo a esto, Anna, dijo, encaminándose a la sala. Te vas a cagar de risa.

Debe de estar en la sala, dedujo, porque no se oía la máquina de escribir y no había ruido alguno por el entarimado de arriba. Entonces estaría hecha un ovillo con un libro en el sofá, provista de un lápiz en la mano derecha para marcar los pasajes que le interesaban, y si en aquel momento no estaba utilizando el lápiz seguro que se lo habría puesto en la boca y mascaba distraídamente la banda metálica que ceñía la gastada goma de borrar de color rosa. Todas esas imágenes le pasaron por la cabeza mientras se dirigía hacia ella entre la niebla del olvido: y entonces entró a la sala desierta y recordó. De pronto se encontró pensando en el entierro, y allí estaba él junto con todos los demás diez días atrás, de pie sobre la tumba abierta, con el aire cargado y tempestuoso que avanzaba por la costa con sus vientos siempre crecientes, ráfagas tan fuertes que una de ellas arrancó el sombrero de la cabeza de su hermana y se lo llevó volando, un objeto negro que daba vueltas y zigzagueaba por el cielo como un pájaro enloquecido que finalmente se posó en las ramas más altas de un árbol.

La terapeuta de duelo dijo: Estás como obnubilado. Aún sin asimilar lo que te ha ocurrido.

Lo que ocurrió, repuso Baumgartner, no me pasó a mí, sino a Anna. A consecuencia de ello está muerta y, como vi su cadáver en la playa y la llevé muerta en brazos, he asimilado plenamente lo que le ha pasado. Lo que me fastidia es que insistiera en volver al agua por última vez, aunque se había levantado viento y para entonces el mar ya estaba agitado, con olas cada vez más grandes que ya rompían cerca de la orilla, pero cuando le dije que se estaba haciendo tarde y debíamos volver a casa, se rio y echó a correr hacia el oleaje. Esa era Anna, una persona que siempre hacía lo que quería y no aceptaba negativas, una persona impulsiva y exultante, aparte de ser una nadadora fuera de serie.

Te culpas a ti mismo, dijo la psicoterapeuta. Parece que eso es lo que me estás diciendo.

No, no me echo la culpa. Habría sido inútil insistir. No era alguien a quien se pudiera mangonear ni dar órdenes. No era ninguna niña, sino una adulta, y su decisión como tal fue volver al agua, y yo no podía impedírselo. No tenía derecho.

Esa era Anna, una persona que siempre hacía lo que quería y no aceptaba negativas, una persona impulsiva y exultante, aparte de ser una nadadora fuera de serie

Si no culpa, entonces cierta sensación de arrepentimiento, incluso de remordimiento.

No y no, te lo repito. Veo por tu expresión que crees que me estoy resistiendo, pero no es así. Es sólo que hay que fijar posiciones antes de lanzarse y ponerse a hablar. Sí, seguiría viva de no haber vuelto al agua, pero si yo hubiera hecho alguna vez algo como impedirle que se bañara cuando quisiera, entonces no habríamos durado treinta y tantos años juntos. La vida es peligrosa, Marion, y en cualquier momento nos puede pasar cualquier cosa. Eso lo sabes tú, lo sé yo, lo sabe todo el mundo, y quien no lo sepa, bueno, entonces es que no ha estado atento, y quien no pone atención no lleva una vida plena.

¿Cómo te encuentras ahora, en este momento?

Muy mal. Con el ánimo por los suelos. Machacado, roto.

En otras palabras, disociado, como si fueras otro.

Supongo que sí. Pero hasta donde soy capaz de entender lo que me está pasando ahora, puedo decir con franqueza que no siento lástima de mí mismo y no me estoy regodeando en la autocompasión ni lanzando quejas a los cielos: ¿Por qué a mí? ¿Por qué no yo? Las personas mueren. Mueren jóvenes, mueren viejas y mueren a los cincuenta y ocho. La echo de menos, eso es todo, Era la única persona a la que he querido, y ahora tengo que encontrar el modo de seguir viviendo sin ella.

Aquella noche de hace diez años, después de su primera y su última sesión con Marion, la psicoterapeuta, Baumgartner fue al pequeño estudio de Anna en la planta baja y pasó varias horas escudriñando sus papeles y manuscritos. El armario estaba lleno de arriba abajo de borradores y pruebas de imprenta de sus traducciones publicadas, al menos quince o dieciséis libros a lo largo de los últimos veinticinco años, en su mayor parte del francés y el español, pero un par del portugués también, y aproximadamente el mismo número de novelas que de antologías poéticas, todo lo cual conocía a fondo porque ya lo había leído dos o tres veces, de manera que cerró la puerta del armario y se dirigió a un rincón de la habitación, al archivero, cuatro cajoneras amplias y profundas que contenían sus escritos en varios estadios de finalización, un abultado montón de poemas que se remontaban a la secundaria y llegaban hasta justo tres semanas antes de que se ahogara, mecanuscritos corregidos a mano de dos novelas abandonadas, varios relatos, una docena de reseñas literarias y una caja de tamaño medio de escritos autobiográficos, lo único que había en el último cajón. Baumgartner agarró la caja, la llevó a la mesa del despacho, se sentó en la silla de Anna y levantó la tapa. El primero del montón estaba unido por un clip oxidado, lo que significaba que era antiguo, escrito años y años atrás, quizá en los primeros tiempos de su matrimonio, incluso antes, quizá. Lo tomó entre las manos y empezó a leer.

FRANKIE BOYLE

Allá en los albores de la infancia, siendo una mocosa de cinco, seis, siete y ocho años, el beisbol era mi deporte favorito y jugaba con los chicos, privilegio que conquisté en una pelea en la que hice sangrar por la nariz a Marvin Howells, el jefe de la pandilla, y una vez ganado el respeto de los demás y con permiso para participar en los partidos que echábamos después de clase y el fin de semana, demostré ser tan buena como cualquiera y mejor que muchos, porque en aquellos días de andrógina gloria de mi infancia corría más que nadie y mi posición de jardinero central me esperaba en todos los equipos en que jugué. Aparte de piernas y pies veloces, poseía un brazo más que adecuado, porque era una niña que no lanzaba como tal, sino como un chico, y aunque me seguía faltando músculo para batear con algo de fuerza, conectaba un sencillo tras otro y algún ocasional doble al hueco, tantos sencillos que rara vez no estaba en la base, lo que me hizo ser primer bateador y principal instigador de dos o más carreras en una entrada. Entonces cumplimos nueve años y los señores de la ignorancia me estamparon bruscamente el primer bofetón. Ya teníamos edad suficiente para incorporarnos a la Pequeña Liga, nuestro primer contacto con el beisbol organizado después de tantos años de jugar en parques públicos y jardines de casas particulares, un nuevo y destellante mundo de campos reglamentarios, equipaciones, entrenadores, árbitros y tribunas para los espectadores, una versión en miniatura del mundo real, pero según las normas de la época, esas reglas medievales que duraron demasiado para que yo pudiese disfrutar de su erradicación, la Pequeña Liga era exclusivamente para chicos, y por tanto, a la jardinera central de veloces piernas que bateaba bolas rectas a poca altura se le prohibió la entrada en ese reino encantado y así concluyó su breve carrera en el Gran Deporte Americano.

Guante de beisbol
Guante de beisbol

Doloroso coscorrón, como decíamos por entonces, pero me tomé la decepción a pecho y estuve enfurruñada de forma intermitente durante casi un año entero, mucho más tiempo del debido, sólo con el consuelo espiritual de asistir a las clases mixtas del gimnasio que continuaron hasta el final de la enseñanza primaria, es decir, hasta los once o doce años, y de participar en los partidos mixtos de softbol y quemados en los que aún me lucía frente a los elegidos de insignificante pito e impresionante equipación blanca de la Pequeña Liga, los afortunados chicos que para entonces se habían vuelto contra mí y estaban empeñados en demostrar que era efectivamente una hembra anodina, inútil y despreciable, y qué bien sentaba desbaratar sus batazos en el jardín central izquierdo y robarles sus sencillos, y el placer aún mayor de verlos alzar los brazos en pasmada indignación cuando yo volvía a lanzar tranquilamente la bola al cuadro, o, en invierno, o cuando llovía y jugábamos quemados bajo techo, lo gratificante que resultaba aplastares la cara con uno de mis sensacionales mates, incluso hasta el punto de hacer sangrar por la nariz al mismo Marvin Howells con quien ya había barrido el piso en los primeros tiempos. Lo mejor, porque era lo más reconfortante, venía con las carreras de después de clase, cuando los desafiaba a ganarme en los sesenta metros planos, carreras de uno contra uno en el patio de recreo después del timbre de las tres, chica contra chico, con una multitud de chicos mirando. Durante los dos primeros años nunca dejé de ganar, y esas victorias me dieron tal seguridad que llegué a la errónea conclusión de que mi velocidad era eterna, pero entonces vino el tercer año y con él un tal Frankie Boyle, delgado y chispeante, un joven caballero de virtud impecable, el único varón de clase que no estaba contra mí y seguía siendo amigo mío, y aunque ya le había ganado dos veces en carreras así, Frankie había dado un gran estirón en verano, hasta el punto de que cuando empezamos sexto de primaria el chico que poco antes era un poco más bajo que yo ahora rebasaba en ocho o diez centímetros toda la estatura a la que yo era capaz de erguirme, y allí estábamos en el patio en aquella radiante tarde de septiembre dos días después de empezar las clases, con la habitual pandilla de chicos de pie para animar a su favorito, y esta vez perdí, con todas las de la ley, cuando Frankie Boyle me adelantó a la séptima u octava zancada para luego seguir incrementando su ventaja hasta la meta, y me sacó tanta distancia que debí de llegar más de un segundo detrás de él. Hubo gran regocijo entre la multitud, según recuerdo, seguido de una serie de hirientes burlas –Vieja gloria, vieja gloria era una, La zorra muerde el polvo, otra–, pero Frankie Boyle, dicho sea en su honor, porque su alma era de una compasión sin límites, no se detuvo a regodearse con los vítores de los demás chicos, sino que me pasó el brazo por los hombros y me llevó fuera del recinto del colegio, explicándome mientras caminábamos juntos que no había sido una carrera justa porque él era más alto y más fuerte de lo que yo era entonces, cosa que lo convertía en un peso pesado, y quién había oído alguna vez que un peso medio noqueara a un peso pesado, pero libra a libra, aseguró, yo era quien más corría del colegio, la mejor corredora de toda Nueva Jersey, y si quería entrenarme para las Olimpiadas cuando tuviera edad suficiente para estar en el equipo estadunidense, él sería mi entrenador y se ocuparía de que fuese tan buena y veloz que mereciese conseguir la medalla de oro y un récord mundial. Aquello fue probablemente lo más bonito que jamás me han dicho en la vida, pero yo sabía cuándo me habían dado una paliza y comprendí que mi derrota de aquel día en el patio era un presagio de otros fracasos en los meses venideros. En vez de quedarme quieta rumiando el declive de mis facultades, me retiré discretamente de aquellas carreras de chica contra chico y busqué nuevas actividades para satisfacer el ansia de movimiento que mi nervioso e inquieto cuerpo parecía reclamar en amplias y regulares dosis, así que hice un cambio de marchas en mi interior y empecé a asistir a todos los guateques de fin de semana, donde bailaba como una salvaje lunática hasta perder el sentido, hasta que era la única persona de pie en la pista, o si no, me lanzaba a lagos, piscinas y mares y nadaba en lo que ahora recuerdo con nostalgia como una soledad apasionada sin pensar en nada en concreto salvo en la próxima brazada y en la siguiente mientras se me vaciaba la mente y me sumía en un trance que me aislaba de mí misma y me fundía con el agua. Ingrávida y sola, deslizándome con mi traje de baño de una pieza y mi pecho liso que empezaba a abultarse con los primeros signos de los cambios que habían de venir: ni aquí ni allí, ni en ninguna otra parte en el extraño mundo que se movía en torno a mí.

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Fragmento del libro Baumgartner (Seix Barral), © 2023, Paul Auster. © 2024 Traducción: Benito Gómez Ibáñez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.