Flores negras del destino nos apartan es una obra de teatro basada en la novela del escritor Julián Herbert, Canción de tumba. Cuando adaptas, eliges. Al elegir, seleccionas y, entonces, descartas. Fidelidad al texto, dilema creativo. Si algo tiene la obra de Julián Herbert es una verdad descarnada para contar su vida y saltar de la ficción a la realidad rompiwendo límites y reglas literarias. Canción de tumba atrapa desde la primera página por ese personaje ¿autobiográfico? No importa. El Julián que narra su vida mientras cuida a su madre en una cama del Hospital Universitario de Saltillo, a punto de morir de leucemia, es un personaje que en el acto se vuelve atormentadamente entrañable. Para la versión teatral, Belén Aguilar, la directora, y José Juan Sánchez, el actor, siguieron dos líneas: una, mantener vigente en escena el juego entre lo biográfico y la ficción. La otra, ceñirse a la relación entre la madre y el personaje, con la muerte por testigo.
BIOGRAFÍA Y FICCIÓN: JULIÁN-JOSÉ JUAN
La anécdota: un escritor-personaje-actor alterna los cuidados a su madre en el hospital mientras recuerda la relación con ella. “¿Y si no se muere, habrá valido la pena esto que estoy escribiendo-actuando?” El humor negro es fundamental. ¿De qué otra manera contar, si no, el fin de la infancia y el nacimiento de la orfandad? A la directora le importaba rescatar la esencia de la novela: ese momento en que el lector no sabe si lo que lee es ficción o realidad. “Sentía que el autor me estaba tomando el pelo hasta que llegó un momento que me daba igual.” Belén quería repetir esa sensación en el teatro y lo tradujo en “lograr hacer del anecdotario, algo sublime en la sensación del espectador”.
En la adaptación del montaje juegan tres elementos que rescatan esta esencia de la novela. Uno, el humor. El humor negro de Julián que transita hacia el de comedia de José Juan, el actor. Dos, el cambio de profesión de escritor a actor donde entran los guiños de realidad de éste sobre su oficio, “Yo también soy una puta; tengo beca del gobierno”. Y tres, los textos de Herbert, que nos regresan a la poética de la ficción.
Directora y actor partieron de una verdad: “quienes estábamos poniendo el cuerpo éramos nosotros”. Por eso, José Juan es un actor-personaje que desde el escenario expone sus propias reflexiones sobre la muerte rompiendo géneros, porque no le son suficientes, como le enseñó Herbert. Es un actor que se burla y se duele de su condición de huérfano inminente. Un actor que lograr hermanar su propio miedo con el de Julián y prueba a exponerlo mordiendo rábanos con chile para enchilarse y, entonces, llorar. Esa imagen nace en Canción de tumba y hace que ambos personajes cobren vida juntos.
Todos los hombres viéndola. Pero venía conmigo. Ahí, a los cinco años, comencé a conocer, satisfecho, esta pesadilla
LA MADRE Y EL HIJO: LA INFANCIA
“Cerca de los ocho años, en 1950, Guadalupe -la madre- descubrió una de las más rabiosas maravillas que admite la infancia: escapar”, dice Herbert, y lo actúa el actor-narrador en escena. La profundidad de este amor radica en que ambos, madre e hijo, son dos niños que descubren la maravilla de escapar y alcanzar el abismo. “Todo abismo tiene sus canciones de cuna”, Julián Herbert sintetiza en esta frase el lado oscuro y brillante de ésta. A partir de ella, y con ella, el que intenta dejarla de lado hace detours para retrasar el viaje más importante: el descenso al infierno para llegar al fin de la infancia, o a la muerte de la madre en este caso. Canción de tumba es este vía crucis por los diferentes infiernos de Julián para asumir la muerte de una madre que, a pesar de todo, nunca lo abandonó. “Todos los hombres viéndola. Pero venía conmigo. Ahí, a los cinco años, comencé a conocer, satisfecho, esta pesadilla: la avaricia de ser dueño de algo que no logras comprender.” Es un camino a la adultez-huérfana que el niño presiente desde aquella caminata en la madrugada en el malecón de Acapulco. Un paseo con su madre que no parará hasta la asunción de que nunca más escuchará su voz, de que su infancia termina con la orfandad o, en el caso de Herbert, de cuando aceptó la redondez de la Tierra.
En Flores Negras… la evocación de la infancia se vuelve el hilo conductor del personaje y marca el final de esa etapa. Si bien la obra de teatro no aborda los demás viajes del escritor, incluido su descenso al infierno, se agradece la minuciosidad del texto por haber unido cada momento evocador de una infancia agridulce.
La escenografía e iluminación proponen un gran ventanal con geranios que funciona como sala de hospital y como casa. Un ventanal que lo que resguarda es la memoria, “la película de la madre” interpretada en video por Lorena Glinz. Lamentablemente, la película hace que la tensión entre vida y muerte se debilite.
Flores negras… nace y se aparta dignamente de la novela Canción de tumba para contar, con boleros e historias personales, su versión del vínculo amoroso entre una madre y un hijo.
Adaptación de la novela: Belén Aguilar y José Juan Sánchez. Dirección: Belén Aguilar. Elenco: José Juan Sánchez y Lorena Glinz en el dispositivo de multimedia. Escenografía e iluminación: Jesús Giles. Música original y diseño sonoro: Cristóbal MarYán. Fotografía: Mauricio Rico.
Flores negras del destino nos apartan se presenta hasta el 25 de abril, los miércoles y jueves a las 20:00 horas en La Gruta del Centro Cultural Helénico.