Una pareja es sacudida por el secuestro de su hija menor. Es la más pequeña de cinco hijos y la única mujer. Tiene apenas dos años. Estamos en 1946 en la Ciudad de México. En el ambiente hay una ola de rumores sobre la reiterada desaparición de menores. El Servicio Secreto es la institución encargada de combatir ese infame crimen. Otra pareja desea con fruición tener un hijo. No lo logra. Ella, dicen los médicos, es estéril. Deciden adoptar y se enredan en un complicado laberinto, hasta que finalmente lo logran. “La madre se había visto obligada a dar a su hija en adopción debido a que tenía una enfermedad terminal, era madre soltera”.
Son los dos trazos mayores —aquí híper simplificados— que dan pie a un thriller que mantiene una tensión dramática a lo largo de 132 páginas. En Soñar como sueñan los árboles (Alfaguara, 2024) Brenda Lozano utiliza un pincel fino para trazar los rasgos de carácter de los personajes, sus historias, las convergencias y tensiones entre ellos y sobre todo la situación agobiante de quienes han visto desaparecer a su hija. Hace además una reconstrucción de época con los límites y posibilidades que se abren o cierran a las mujeres y Lozano, sin duda, aprecia y subraya la vocación de independencia, tesón y coraje de varias de ellas.
La reconstrucción de las difíciles y también solidarias relaciones familiares son fundamentales para apreciar las fricciones y apoyos que las modelan; las aspiraciones logradas y frustradas, los recuerdos y los olvidos necesarios, son el aura que rodea sus ires y venires. Pero, sobre todo, gravita sobre ellas un nerviosismo creciente desatado por el incierto destino de la menor secuestrada. Acompañan a la familia gestos de solidaridad y llamadas fraudulentas que pretenden estafar a los padres, la visibilidad pública que adquiere el caso y la maledicencia de los que murmuran que ello se debe a que son una familia privilegiada, la búsqueda incansable recurriendo a cuanto recurso tienen a la mano y lo tortuoso de las pesquisas policiales. La tensión aumenta con el paso de los días, pero los esfuerzos por recuperar a la niña no cesan.
Ofrecen recompensas, buscan en la prensa aliados y los encuentran por una especie de mutua conveniencia; insisten ante la policía y “aceitan” su trabajo, porque todos pueden salir ganando si se aclara el caso y la niña es recuperada. No hay expediente que no exploten. La angustia y la desesperación son potentes combustibles para que el esfuerzo no se interrumpa.
Los padres de la niña adoptada no sólo son cariñosos sino sobreprotectores. Ella trabaja como secretaria de un doctor en el Hospital General y él en la oficina de un cine del Centro. Casi levitan de júbilo al lograr la adopción y agradecen su buena suerte. Miman a la niña, la atienden, cuidan, juegan. Sus problemas de pareja se diluyen o minimizan frente a la responsabilidad de ser padres. Es una nueva etapa —venturosa— por ambos deseada. El intenso deseo, la obsesión, se había realizado.
Las dos historias entrelazadas en el relato se suceden e intercalan. La primera produce un ahogo cada vez más pronunciado, mientras la segunda genera una felicidad en aumento que jamás se esconde, aunque la nube imaginaria de un posible rapto de la niña mantiene alerta sobre todo a la madre. La primera pareja es taladrada por la culpa y el desasosiego, se vuelven irascible, descuida a sus otros hijos. La incertidumbre, las fantasías sobre lo que pudo o puede estar pasándole a la pequeña trastocan su estabilidad. Y esa historia, y otras similares, destacadas en los medios, impactan el estado anímico de la segunda pareja. La ola de secuestros transforma incluso a la ciudad. “Hasta hace unos meses había niños y niñas jugando en las calles… [ahora] era una ciudad sin apenas menores”. El secuestro de la niña disloca y ensombrece la vida de sus padres y abuela; pero su sombra, sus repercusiones, el miedo, invaden otros hogares. La ansiedad se trasmite en ondas irregulares y penetra por los poros de la sociedad. (Lo cual, sin exageración, remite a nuestros días.)
El drama, visto desde otras perspectivas y con la reproducción del habla cotidiana, no deja de contener destellos chuscos. Y por supuesto no deja de ser un drama
El desenlace de la trama será contado a cuatro voces. La narradora, que hasta ese momento escribe en tercera persona, decide pasar a la primera persona del singular para dar la palabra a cuatro personajes. Es un vuelco drástico. El drama, visto desde otras perspectivas y con la reproducción del habla cotidiana, no deja de contener destellos chuscos. Y por supuesto no deja de ser un drama.
Resulta difícil escribir del desenlace sin vender la trama. En especial cuando se trata de un thriller. Las piezas del rompecabezas finalmente pueden armarse. Los hilos sueltos se anudan, pero creo que eso se puede decir de toda buena novela criminal o de suspenso. La fórmula que utiliza la autora es original, cambia las perspectivas y reduce la tensión dramática.
En el último capítulo, Brenda Lozano recupera la voz de la narradora para pintar una coda que bien podría titularse castigo y redención. La autora, omnicomprensiva, sin hacer juicios de valor, tratando de entender la conducta de los personajes, e incluso suavizando las faltas de los culpables, pinta un fresco de la cárcel en la que se encuentran mujeres solidarias, creativas, capaces de aplicar algunas dosis de productividad y felicidad a su encierro.
Al final, al leer los agradecimientos, lo narrado adquiere otra densidad, otra consistencia. Para mí inesperada. No la develaré por supuesto. Pero el lector no puede dejar de asomarse a ellos. Se sorprenderá. Y quizá vuelva a leer la historia.