Aquí cerquita, en un municipio vecino, nació uno de los mejores futbolistas que ha dado esta tierra, dijo el profe el primer día de clases.
Fue así como se nos entrometió a los de la palomilla la terquedad por la pelota.
La pobreza es una fábrica de ingenio. La desventaja en sí bobina para arreglárselas uno por su cuenta. Con palos de escoba improvisábamos espadas, con sábanas deslucidas capas de súper héroes y con tinas bocabajo tambores. Pero inventarse una pelota escapaba a nuestra ciencia.
El único futbol que practicaba era en sueños. Dormido pegaba de patadas. Metía goles de rabona. Y era tan vívida la sensación de estar en la cancha que despertaba con las espinillas moretoneadas por la dura entrada de los rivales.
Hacernos de una pelota se volvió una prioridad para la palomilla. Por encima de destripar lagartijas a pedradas, de volar papalotes hechizos y de quedarse con el cambio de las tortillas. Pero ni mendigando entre todos ajustaríamos nunca para un balón. Además, viajar a la ciudad para comprarlo se nos afiguraba más trabajoso que subir al cerro por la ladera a las cuatro de la tarde. Y fue justito por eso, por culpa del maldito solazo, que decidimos salir a jugar de noche. Cuando la luz ya no pudiera latiguearnos.
Don Nabor, el de la tiendita, sólo vendía canicas, luchadores de plástico y camioncitos de redilas. Siempre que le preguntábamos por qué no vendía balones de futbol respondía lo mismo. Quesque porque era un entretenimiento del demonio. Dañino para los muchachos del campo. Según su predicción nos dedicaríamos a destripar las ventanas del pueblo a balonazos. Y nada atrae peor suerte que los cristales rotos.
Faltaban meses para navidad. Pero daba igual que estuviera a tiro de piedra. A Santa Clos no le gustaba el fucho. Al menos no al que le tocaba repartir los regalos en el pueblo. No importa cuántas cartas pidiéndole pelotas le llovieran, sabíamos que de su saco sólo saldrían envoltorios con canicas y luchadores, los mismos que una semana antes colgaban del techo de la tiendita de don Nabor.
A Santa no le gusta que los niños jueguen al futbol porque se estropean la ropa, decía mi ma.
En el pueblo abundaba la escasez y varias obsesiones. Escaseaba el agua, sobre todo. Y la mano de obra. La principal obsesión era el chisme. Y también la ropa. Había que cuidarse harto al jugar a las canicas porque el que llegara a su casa con las rodillas del pantalón peladas lo curtían a cuerazos. Por eso no es de extrañar que la ropa se convirtiera en la materia prima de nuestros deseos.
Un balón es ilusión pura. Y con la ilusión uno hace lo que se le antoja. Cuenta chiles. Conquista reinos. Soborna árbitros.
La idea cobró forma una noche que nos hastiamos de patear un coco. Si una pelota era remota en el pueblo, los chuts eran cosa de extraterrestres. Pegarle al coco con los huaraches era demasiado tormento. Cada patada un volado. Tenías que darle con maña para evitar el crujir de los dedos. Pero la pasión no sabe de inconformidades y cada tanto escuchabas un quejido aquí y otro allá y al día siguiente mengano con la pata bandola. Vendada como disfraz de día de muertos. Y venga a renguear. Y lo peor, se desacompletaba el equipo.
¿Y si hacemos una pelota de trapo?, aventuró el Chicho un día que se le encendió la bombilla.
La emoción nos abrasó a todos. Pero tampoco era que nos sobraran las garras. Nadie de la palomilla estrenábamos ropa ni el día de nuestros cumpleaños. Nuestro guardarropa entero era herencia de nuestros hermanos mayores. No pasaba de unos cuantos pares de calcetines rotos, unas pocas trusas agujereadas y dos o tres playeras percudidas. Así que fuimos casa por casa, puerta a puerta, socorriendo lo que fuera, sin mediar cláusulas. Ropa vieja, roída, encogida, apestosa, que nadie fuera a extrañar.
Tras rogar por cada prenda, juntamos un par de kilos y nos avecindamos a hacerlos tiritas. Tiras largas, tiras cortas, gruesas, delgadas, que parecían espaguetis de colores. Una vez que tuvimos un buen bonche, el siguiente paso fue trenzarlas. Como si estuviéramos envolviendo otra pelota, una invisible, como las que patean los jugadores en los anuncios de refresco.
No es que nos quedara perfecta, pero cuando vimos que rodó al primer pase, supimos que estaba lista para forjar los más hermosos sueños. La grandeza no requiere de mucho. Cuatro piedras como porterías dan pa una cancha imaginaria. Así comenzó nuestro prócer, dijo el profe, pateándose estos llanos y llegó a la Selección Nacional.
Yo pido ser Pelé, dijo el Chicho antes de que comenzara el partido.
Ya sin el temor de salir lesionados, corrimos tras el balón como si nos dieran de pajuelazos, igualito que a los burros que jalan el carromato. Pero entonces nos cayó la noche y se acabó el esparcimiento. Maldita garra no se divisaba más allá de tus narices y no había forma de atinarle. En el despoblado la noche se cierra con ganas y resulta un acertijo saber pa dónde hay que jalar.
Los siguientes días fueron de una pensadera terrible. Había que seguir pateando balones de garra, pero con el sol jugar de día era perjudicial. A más de uno le había dado un golpe de calor. A cuarenta grados lo único que se antoja es sumirse en la modorra a la sombra de un arbolote, que por cierto aquí no abundan.
Hay manera, dijo el Chicho en uno de sus arrebatos, de atestiguar la pelota al oscurecer. Vamos a prenderle fuego.
A quién si no se le iba a ocurrir cómo librar el atolladero. De entre toda la palomilla Chicho era el único que se forjaría un futuro lejos de estos lares. Todos sabíamos lo que nos aguardaba el destino. Creceríamos y moriríamos en la casa en que nacimos. Algunos casados. Otros amargados por la soltería. Todos. Menos Chicho. Él se convertiría en una pistola de la mecatrónica. Y triunfaría en la empresa que eligiera.
Por las noches, haciéndome el dormido, escuchaba discutir a mis padres. La pobreza arreciaba. Papá quería irse de mojado. Estaba cansado de ser un triste jornalero. Mamá se oponía. No la seducía la promesa de que le enviaría sus buenos dólares. Algo dentro le anunciaba que si abandonaba el pueblo nunca lo volvería a ver. Si te largas, te llevas al escuincle, lo amenazaba. Yo quería mucho a mi ma, pero nomás de pensar en todos los balones que me aguardaban cruzando la frontera, me marcharía con pa sin rechistar.
Un sábado por la tarde nos rascamos los bolsillos y entre todos juntamos para un litro de petróleo. Don Rubio, el petrolero, nos preguntó qué haríamos con el combustible. Ninguno soltamos la sopa, sabíamos que nos les gustaría la idea. No consultamos a nadie. Al anochecer rociamos la pelota con cuidado. Para que la estela no nos alcanzara. Le aventamos un cerillo y la pelota se prendió como un quinqué que tarda en agarrar.
A un metro no mirabas nada ni queriendo, pero la pelota corría con un conocimiento que daba gusto. Aquella noche Chicho fue Pelé y yo Maradona. Y perforamos la red de aire. Un aire que olía a gasolinera. Que apestaba como jieden los tragafuegos que se presentaban en el circo. Y nos chamuscamos los dedos. Pero a la tercera o cuarta patada hacía uno callo. Era menos doloroso que patear el coco. Y uno que otro pantalón, una que otra camisa, se contagiaba de la alegría del balón, pero apenas ocurría nos apagábamos unos a otros a manotazos o rodando por la tierra reseca. El jolgorio se escuchaba hasta el cielo.
Después de varias gambetas la pelota se consumió. Y volvimos a la oscuridad que para entonces se nos antojó una maldición. La oscuridad de risotadas también se vino encima. Y sólo había una cosa por hacer, juirse, esconderse, sambutirse cada uno en su casa a limosnear cualquier trapo sin dueño.
Los siguientes días fueron de una pensadera terrible. Había que seguir pateando balones de garra, pero con el sol jugar de día era perjudicial
Fue hasta el día siguiente que reunimos el material suficiente para construirnos otra pelota. Y la historia volvió a llenarse de gloria. Goles, cañonazos, pases de a taquito, vaya si le sacábamos partido al balón. Esa ropa vieja, desastrada, deslustrada, que se ponía triste a cada hora, a cada minuto, por la noche cobraba vida, refulgía. Y la tierra se cubría de tizne. Un oro negro que a nosotros nos hacía sentirnos ídolos. Héroes de dedos chamuscados.
Pasadas dos semanas la ropa comenzó a escasear. No había prenda que contrariara a la voracidad del fuego. Podríamos juntar kilos y kilos, una tonelada, pero no había cantidad que alcanzara. Nadie teníamos parentela en los municipios vecinos con quien hacer encargos. Suplicar por la ropa despreciada. La que no se atrevían a tirar por pudor. Que se apolillaba en cajones que nadie abría ya nunca. Esas reliquias que sabíamos que existían. Que en nuestras piernas se convertirían en materia de goles, golazos. Que arderían como nuestros sueños pueblerinos.
Las noticias de nuestros aquelarres llegaron hasta el pueblo. Sepa qué chismoso nos espió y fue de pitorra. Para mí que el sacristán. Con nuestro alboroto le espantábamos la diversión. Le gustaban aquellos parajes para ir a apretujar muchachas de la congregación. La bola de fuego le iluminó el rostro a más de una cuando venían de regreso del monte. Todos los vecinos convinieron que era peligroso esa clase de entretenimiento. Es como darle la mano al diablo, aseguraron. Nos prohibieron volver a patear una pelota encendida. Hay muchas otras maneras de hacer maldades, búsquense unas que no involucren fuego, sentenciaron. Y para asegurarse de que no desobedeciéramos, nos restringieron las garras. Nadie volvió a obsequiarnos ni un triste trapo de cocina reducido por el uso, ni una media corrida, ni un pañuelito de esos de juguete que caben bien a sus anchas en la bolsa del saco. Nos mataron el regocijo. En delante la única pelota que pudimos patear era la de la aburrición.
Entonces se murió don Tibo. Una mañana, doña Catarita, su mujer, se extrañó de que no se hubiera levantado a reclamar sus güevos divorciados con su café de la olla. La noche anterior habían cenado tacos dorados en la plaza principal. Dice la doñita que le advirtió a su marido que no abusara o se podía descomponer. A don Tibo la admonición le entró por un oído y le salió por el otro y se comió cuatro órdenes de carne y dos de requesón. Con hartos cueritos, un bonche de repollo y como un litro de salsa. Más dos cocacolas de vidrio. Se fue a dormir y ya no despertó. Pobre Catarita, el único hijo que tenían se les había pelado para la capital del Estado y cuando don Tibo se petateó se quedó solita. Bien triste y sin quehacer.
Don Tibo no era ninguna monedita de oro. El pueblo entero lo miraba con muina. Por ateo. Nadie podía entender por qué estaba casado con una beata. Le encantaba pelearse con los Testigos de Jehová. Hasta los élderes ya se le escondían. Llevaba enemistado con el párroco más de diez años y tenía prohibida la entrada a la iglesia. Lo acusaba de embaucador. De parásito. Y de pseudoiluminado. Catarita por el contrario nunca faltó a misa los domingos. Sabía que algún día necesitaría el favor de Dios. Pero el padre no se apiadó de ella y se negó a darle los santos óleos a su marido. Que se fuera al infierno con Marx el viejo panza de atole ése.
Catarita era famosa en el pueblo por sus buñuelos. Cada viernes le preparaba al padre una tanda. Como le gustaban, generosos de piloncillo, bien espolvoreados con azúcar mascabada y con hebras de cajeta. Después de la muerte de su marido, Catarita dejó de lado sus creaciones para desconsuelo del pueblo. Pero no dejó de asistir a misa con su ropa dominguera. Por mucho que trajera al padre atravesado, su compromiso era con Dios. Y aunque cada sermón el padre arremetía contra los egoístas y los herejes, Catarita salía menoscabada pero desoía las indirectas. Aunque luego venía a casa y se desahogaba con mi ma. Le dolía en el alma que el padre la conminara. Ya no llore, le decía mi ma, no le haga caso a ese comecuandohay.
Cada uno honramos la memoria de los muertos de distinta manera. Existen quienes quieren perpetuar todo como si el finado no fuera finado. Así como uno conserva las imágenes en fotografías. Y guardan con recelo hasta el más mísero calcetín sin importar que tuvieran los talones pelados. Pero Catarita no. La doña no podía soportar el dolor de ver las pertenencias de don Tibo todo el rato. Así que regaló todo su guardarropa. Sólo conservó su sombrero y el reloj, que eran herencia de su hijo, si es que algún día volvía. Al Chicho y a mí nos dio un tambache. Pantalones de mezclilla talla 42, camisas vaqueras y trusas amarillentas con olor a güevos.
Aquella noche estábamos de fiesta. Teníamos materia prima para forjar varias pelotas y un litrote de petróleo. Mientras hacíamos las tiras el Chicho, condenado, sufrió una revelación, deslizó que si no estaríamos haciendo mal. Era la ropa de un muerto. Y quizá nos podría castigar Dios.
Mientras hacíamos las tiras el Chicho, condenado, sufrió una revelación, deslizó que si no estaríamos haciendo mal. Era la ropa de un muerto. Y quizá nos podría castigar Dios
Esas cosas no existen, le dije, las supersticiones. No creo que a don Tibo le vaya a llegar el olor a quemado hasta el más allá.
Mejor no, insistió el Chicho. Pa qué tentar al mal augurio.
La palomilla entera lo secundó. Nadie quería jugar con las pertenencias de un recién fallecido.
Bola de rajones, les grité. Si ustedes le sacatean yo sí voy a divertirme, dije y me puse a terminar de rajar las garras.
Armé la primera pelota y le prendí fuego. Corrí por el camino de tierra llevándome a toda la defensa, como si el mundo entero fuera una portería y disparé a quemarropa contra las fachadas de todas las casas. Mi tino era bárbaro. Dejé mi huella de tizne en la puerta de la farmacia. Que a esa hora estaba cerrada pero que en cuanto se estrelló la bola contra la malla se asomó doña Herme y me maldijo, pero no hice caso, seguí conduciendo el balón hasta que quedó reducido a cenizas. Hasta que no fue más que una manchita de nada que se deshizo entre el polvo.
Con la segunda pelota recorrí la plaza principal. Birlé al del puesto de elotes y a la señora de las nieves. Todo el pueblo me miró. Me gritaban muchacho del demonio, pero nada podía despegarme del balón. Era como si estuviera poseído. Como si me estuviera jugando el campeonato nacional. Le di varias vueltas a la plaza, hasta que se desmoronó la bola. Pero no me achiqué. Tenía garras pa aventar pa arriba. Y petróleo de a montón.
No voy a parar, me dije, hasta apurar toda la carga. No vaya a ser que mañana la panda de rajones se arrepienta y quiera salir a jugar. No les dejaré nadita.
Me poseyó la avaricia. En lugar de gastarme las garras de a poco, con toda la ropa que quedaba armé una tercera pelotona. Para que me durara un buen rato. Para poder patearla más allá del final del pueblo, allende el entronque que lleva a la ciudad.
Quedó más gorda que embarazada. Le vacié todo el petróleo que restaba. Para que ardiera más intensamente que cualquiera de las fogatas que habíamos prendido en el descampado.
Esa noche se celebraba una boda. Y el padre y el sacristán estaban ahí de columpios zampándose el asado y el tequila. Cuando pasé frente a la iglesia vi que habían dejado la puerta entreabierta. Par de güevones. No se habían molestado siquiera en emparejarla. Habían salido corriendo a que les favorecieran el buche.
Me le quedé viendo a la pelota con la misma determinación que los jugadores en la televisión cuando van a tirar un penal. Me la acomodé mentalmente pero no me atreví a disparar. Sólo finté al portero.
A toquecitos paseé la pelota alrededor de la plaza. Cuando tuve otra vez la iglesia a unos metros me detuve a contemplar la puerta entreabierta que pedía a gritos un chanflazo. Imaginé la barrera y lo fácil que sería para mí colocarla justo donde dicen los comentaristas que las arañas hacen su nido. Siempre que escuchaba esto yo me imaginaba a un grupo de beatas tejiendo. Me tiré un autopase con dirección a la farmacia. Cambié de dirección e hice un regate. Quedé solo y sin marca de frente al marco.
De repente sentí un disgusto. Como si me rascaran las tripas por dentro. Me acordé de doña Catarita. De cómo se había abrazado a las piernas del padre implorándole misericordia. De cómo nadie se había parado en el panteón para despedir a don Tibo. Sólo los de la palomilla porque éramos unos metomentodo.
De un tremendo zurdazo pateé el balón, que fue a meterse directito al ángulo.
Todavía no terminaba de festejar el gol cuando comencé a ver las primeras llamas. Y el humo. Parecía que hubieran rociado con petróleo la iglesia entera. Aquello ardió en serio. A una velocidad que ni Dios estando de portero hubiera podido atajar.
Antes de que me atraparan me agarré a correr como reo recién fugado. Como si fuera una pelota de fuego yo mismo.
Me escondí en un cuartucho de adobe abandonado. Donde a veces nos reuníamos a fumar cigarros sin filtro. Nadie sabía que era nuestra fortaleza de la soledad, sólo los miembros de la palomilla. Media hora después apareció Chicho. Me arrojó a los pies unos centavos que habían juntado entre todos.
Tienes que pelarte, me dijo. Te están buscando.
¿Mi papá también?, pregunté aterrorizado, era capaz de bañarme en petróleo y aventarme una colilla de cigarro él mismo. Ardería como ése de los Cuatro Fantásticos.
Todo el pueblo. Ésta no te la perdonan. Van a colgarte.
Pero fue un accidente.
No digas vergadas. Te vieron zalamero con la pelota echando lumbre en cada calle.
Gracias por no delatarme, le dije.
Se te fueron las cabras, me dijo con severidad. Ni don Tibo se atrevió a tanto.
Recogí las monedas y enfilé hacia la salida del pueblo.
Y ahora estoy aquí en el entronque, con el dedo levantado, a la espera de que me recoja un trailero. Pa que me dé un raite hasta la ciudad. Con suerte y me convierta en jugador profesional y me fiche un equipo de primera división. Con suerte y me convierta en una gloria nacional.