En el principio fue el verbo, la palabra: su presencia y vigencia en la mente o en voz alta. A su vez, la enunciación hizo propicio el diálogo y el ritmo. Luego llegaron esos signos silenciosos que habitarían la página para dar forma a la escritura.
Desde los libros, en el principio fue Homero, fue la Biblia (George Steiner completa la tercia fundadora de la literatura occidental con Shakespeare; en nuestra perspectiva, el Quijote resultaría también fundacional). Por la extensión y la profundidad de sus raíces, la escritura y la lectura —dualidad indisoluble— establecieron a los libros como el testimonio de todos los saberes, todas las invenciones. Con el antecedente milenario de los amanuenses y después con la revolución de Gutenberg, el curso de las tradiciones literarias y su invitación a la lectura propició, consolidó la certeza de un mundo que a veces era un reflejo, a veces un descubrimiento; un panorama al margen, pero además la plenitud que diversificaba, negaba, desafiaba las convenciones o rutinas del orden cotidiano y el sentido común; la lectura resultaba superior, más estimulante, sin duda, por su generosidad, hondura, intensidad, capacidad de análisis; por la amplitud de sus registros, irradiaciones y significaciones. La certeza de un mundo tal vez más verdadero, la veta de la imaginación sobre todas las cosas, la recreación y el goce de su viaje en suspenso —la imagen de la flecha en el aire— y los hallazgos no menos imprevisibles de la relectura; revelaciones que despertaban los prodigios latentes en las páginas; la historia, la creación y la memoria.
Tal es el legado y privilegio del lector. La biblioteca universal, aun con sus visos de cofradía, o al menos de sociedad al margen, minoritaria, es el caleidoscopio en donde los autores y lectores coinciden, comparten el abanico inagotable de puntos de vista, matices, convergencias, divergencias. Todo cabe en la dimensión de la lectura —desde lo más pedestre hasta lo más excelso— y por lo mismo su naturaleza tiende a ser selectiva: también es una educación del gusto que distingue o construye sus afinidades a través de la búsqueda y los vasos comunicantes. Hay demasiados libros —ya lo dijo Zaid— y resulta ilusorio —por no decir fatuo— afirmar, con Mallarmé, que alguien ha leído “todos los libros”. No hace falta. En literatura, el paraíso de un lector es un puñado si no una lista de autores y libros que nos llevan de uno a otro —sin descontar las incidencias del azar— y conforman una especie de identidad o destino que no es inmóvil y por definición jamás admite restricciones: un territorio de libertad sin límites que se enriquece en la medida de la curiosidad y del placer individual.
PRIMEROS PASOS
La adolescencia y juventud más o menos solitaria de los años setenta en la Ciudad de México no padecía la esclavitud del entretenimiento a la usanza de este principio de milenio, los videojuegos y los iPods —entre otros instrumentos—, y en esa relativa soledad la promesa de la lectura incitaba la travesía rumbo a la indagación más atractiva o misteriosa: libros como ventanas múltiples al mundo, la aparición de lo insospechado, las transfiguraciones del lenguaje. En el periodo singular de la segunda mitad del siglo XX, Ciudad de México, el viaje comenzaba con las lecturas de Salgari o Julio Verne, quienes solían abrir la puerta en ese entonces; luego vino la certidumbre de que los libros no sólo están allá, en mundos al parecer exóticos, ajenos y lejanos, sino en lugares más tangibles y reconocibles.
A causa de los años, aquel viaje de iniciación derivó hacia las novedades —recicladas en parte— del boom y sus alrededores; recuerdo, para mencionar algunos casos, el descubrimiento de Juan Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa, luego Julio Cortázar (la Maga, Oliveira y Rayuela como parteaguas decisivo de aquella y otras generaciones), Lezama Lima en prosa y verso —sin fronteras— y por si fuera poco, Borges. Para un joven alrededor de los veinte años, la lectura en silencio —así como en voz alta y compartida— de la poesía de López Velarde, Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, Paz, Sabines, José Carlos Becerra y José Emilio Pacheco, por ejemplo, sería una especie de talismán.
La biblioteca universal, aun con sus visos de cofradía, o al menos de sociedad al margen, minoritaria, es el caleidoscopio en donde los autores y lectores coinciden
LA DEMOLICIÓN DEL DOGMA
El paisaje se hizo expansivo en el espacio y en el tiempo. Los clásicos modernos y los clásicos eternos: su idioma, sus lenguajes. Bajo el influjo finisecular de Roland Barthes se perfiló un deseo —la lectura— saciado como un itinerario errático, por lo tanto azaroso, irregular en los tiempos, las tendencias y los géneros —la poesía, la narrativa, el ensayo—, capaz de alternar desde el buró siglos y aun milenios de un volumen a otro con el goce puro de su devenir, sus desafíos, la iconoclastia, rebeldía, sabiduría; el filo crítico de su discurso y el placer desatado de su imaginación; un hábito de la lectura —de regreso a Barthes— como el dominio inalienable del aficionado, el amateur que pasea por y con los libros a su antojo, sin mayores obligaciones ni responsabilidades que las de su preferencia, jamás un profesional, mucho menos un académico. En vez de la voluntad de sistematizar información, la dicha inicua —parafraseando a Renato— no tanto de perder sino de disfrutar el tiempo.
Una parábola del universo y todas sus facetas, en la figura del Aleph: “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”. En el relato célebre de Borges, la simultaneidad que es privativa del Aleph se distingue del orden sucesivo del lenguaje, justo porque el raudal de sus imágenes sucede a un mismo tiempo; discontinuo, heterogéneo, se expresa en un espacio abierto al infinito. Y esa visión alucinante conjuga a su manera con la idea de tantos libros en reposo, cuyas letras aguardan la nueva lectura, esa oportunidad para movilizar su acervo, esa resurrección imprevisible. La permanencia de los libros ocurre como un Aleph suspendido que espera a su lector o su testigo. Sigue vigente la certeza, recuperada mediante la enumeración y la yuxtaposición, de relaciones y encuentros asombrosos; lo citaré en extenso —ya que es imposible decirlo con mayor exactitud— como la herencia primordial y el territorio mágico de un lector que podría reconocer en esta narración el espejo de su propia experiencia y aventura. En el Aleph, escribe Borges:
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Toda la eternidad que pertenece a los lectores —tal es su recompensa. Ese intervalo, esa pausa de la lectura, no excluye la reciprocidad ni la respuesta
Toda la eternidad que pertenece a los lectores —tal es su recompensa. Ese intervalo, esa pausa de la lectura, no excluye la reciprocidad ni la respuesta —notas al calce, en cualquier sitio de una página, conversaciones y consideraciones— y tampoco suprime la colaboración, el diálogo con la palabra escrita que niega la aparente pasividad de la lectura y la transforma en un ejercicio activo, reflexivo, crítico.
Se trata, en efecto, de un espacio de intimidad privilegiada: el lugar donde todo es posible. A diferencia de las pasiones mundanas —tan a menudo desdichadas—, la lectura se desenvuelve como un juego, la apuesta de un sentido lúdico y muchas veces el cumplimiento, el sabor agridulce de una pasión dichosa, nunca invariable: de nuevo con Steiner, “la relación entre el verdadero lector y el libro es creativa” y —como sabemos— “hasta ahora, sólo los libros han escapado a la muerte”.
El inventario más completo del mundo y la condición humana. La música de las palabras, la celebración de la poesía, la demolición del dogma. El rapto, el horror, el desierto, los esplendores. La página que espera su lectura.
Por qué leer literatura
LA FUERZA DE LA LITERATURA para poner en cuestión ídolos y prejuicios, valores y entelequias sancionados por el uso y abuso termina por depararnos una paradójica lección. La que Borges, en un texto de 1952, resumió certeramente así al hablar de las “Magias parciales del Quijote” [En Otras inquisiciones, Sur.]: “¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”.
¿POR QUÉ LEER LITERATURA? Una primera respuesta sería: porque somos Nadie. Porque con la literatura reconocemos nuestra condición transitoria y efímera y a la vez podemos asumir una identidad distinta. Mario Vargas Llosa, con tenacidad de catecúmeno, nos ha repetido una y otra vez que la realidad deprimente de todos los días requiere el escape imaginario, la utópica realidad alternativa que nos aísle en la literatura y que desde allí reedifique la ciudad de lo posible y que es más real que cuanto nos rodea. Y como lo dijo un autor que él ama y ha leído con fervor, escribiendo sobre él mismo, Georges Bataille: “Un poco más, un poco menos, todo hombre está atado a los relatos, a las novelas, que le revelan la verdad múltiple de la vida. Sólo esos relatos, leídos a veces con zozobra, lo sitúan ante el destino”.
Juan Gustavo Cobo Borda, El olvidado arte de leer, Taurus, 2008.