Una brasa ardiente

David Grossman se ha convertido en un escritor central de las letras israelíes. Libros como Véase: Amor, La vida entera, y Escribir en la oscuridad han sido grandes éxitos de crítica y de ventas. Hombre de su tiempo, cuyo hijo Uri Grossman murió víctima de la Segunda Guerra del Líbano, analiza el conflicto entre israelíes y palestinos, esa “brasa ardiente”. Ofrecemos en esta grave hora un fragmento de una larga conversación que sostuvo en 2013 con Grossman la escritora y periodista Silvia Cherem S.

Mapa de Israel y David Grossman Foto: El Periódico de España, Especial

Silvia Cherem entrevista a David Grossman

Con cada escrito, David Grossman, mezcla de músculo y sensibilidad, rasga su delgada piel. "Eso es lo que espero de mis libros: terminar devastado, que me traicionen, arruinar mi vida internándome en situaciones peligrosas, romper con todas las presunciones que pudiera tener de mí mismo, de mi familia, de mi país. Explorar los quiebres, sondear la intimidad, cuestionármelo todo."

Asegura que varios de sus libros lo han "arrastrado de los pelos", casi contra su voluntad, a los lugares más arriesgados e inseguros: "a los que más miedo me dan". Con respecto a Bruno Schulz, el escritor judío polaco asesinado durante el nazismo, una de sus mayores influencias, escribe Grossman en Véase: Amor. "Para escribir como un verdadero escritor hay que suicidarse un poco, tener el diablo en el cuerpo de vez en cuando. Salir del aislamiento para escuchar a las almas, para conocer la miseria del mundo".

Desde su perspectiva, los libros deben ser autodestructivos, despojar al autor de las cómodas defensas, ser subversivos contra todas sus relaciones: el vínculo de pareja, la condición de padre, de hijo, de ciudadano. "Deben ser más reales para mí que yo mismo." Deben también atentar contra el lenguaje, contra los tabúes de

la sociedad, contra absolutamente todo lo que conforma al escritor como ser humano. "A eso apelo yo, a ampliar mi diccionario emocional, a no vencerme ante la apatía y la parálisis, a reinventarme yo y mi lenguaje. Cuando termino un libro nunca soy el mismo que comenzó en la primera página...”

A sus 59 años, David Grossman mantiene la honestidad ingenua de un chamaco —muchos de sus protagonistas son niños: Momik (en Véase: Amor), Aharon (en El libro de la gramática interna), Nono (en Chico zigzag), Asaf y Tamar (en Llévame contigo) e Itamar el personaje de sus cuentos infantiles—, pero también es suya la ardiente cordura, la integridad de un caminante con fibra moral que conoce veredas y atajos.

Por su sensibilidad intuitiva, por su aparente capacidad de anticipar sucesos, algunos de sus seguidores se han empeñado en considerarlo profeta. Él detesta ese término. "Me da alergia, me provoca urticaria que me lo digan. Los profetas obtienen de Dios sus mensajes. Yo observo a la gente, soy una persona con sentido común y simplemente me empeño en mirar la realidad de frente y con franqueza, directamente a los ojos. Uso mis propias palabras para describir lo que veo. No colaboro con el lenguaje del gobierno, ni con el del ejército o con el de los medios. Tampoco soy portavoz de Dios. Lo único que hago es vivir de manera práctica y asomarme a lo que acontece a mi alrededor. Ello me permite ver cosas que otros no ven o no quieren ver. No hay nada más."

Ese mote de profeta o visionario que tanto le irrita se lo ganó en la década de 1980, cuando anticipó que la ocupación de los territorios tras la Guerra de los Seis Días, zonas con una población mayoritariamente árabe, era una bomba de tiempo para Israel. Antes de Véase: Amor había escrito La sonrisa del cordero, ópera prima en la que dibujó la llaga ardiente de la ocupación a través del vínculo de Uri, un joven soldado israelí cubriendo la Margen Occidental, con Jilmi, un anciano contador de historias palestino, un hombre medio ciego que vive en una cueva y cuyo hijo murió a manos de los israelíes. "Es triste pensarlo, pero fue la primera novela escrita en hebreo sobre la ocupación y llegó dieciséis años después de la guerra."

La repercusión de La sonrisa del cordero fue menor, pero ese antecedente, al que se sumó el estruendo de Véase: Amor, sirvió para que en 1987 el periódico Koteret Rashit le pidiera realizar una serie de entrevistas a palestinos de los territorios ocupados, para conocer su pensar y sentir con respecto a la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania, a veinte años de la Guerra de los Seis Días. "Dudé si debía o no aceptar porque estaba muy metido escribiendo una novela. Nunca más volví a ese texto, fue la cuota que pagué."

Protesta de palestinos en Al-Arrub.

Con oficio de periodista y con la óptica de quien intenta ponerse en el sitio del débil, del oprimido, del hombre sin-voz víctima de la injusticia, David Grossman —quien habla árabe con fluidez— entrevistó durante siete semanas a maestros, intelectuales, jueces, jornaleros, estudiantes, profesionistas, abuelos y amas de casa de los campos de refugiados palestinos y de los asentamientos judíos, y logró un testimonio revelador que cimbró de raíz a la sociedad israelí.

El viento amarillo (1987), controvertido y angustiante reportaje político en el que amplió las declaraciones de sus entrevistados y mostró que los palestinos ya no serían dóciles, resultó ser un tsunami. Una descarga eléctrica que incendió las vendas del discurso oficial y mostró, quizá por primera vez, que una nación liberal y democrática, como es Israel, corroía su esencia con un incomprensible ánimo de conquista. La ocupación, dijo Grossman, es una tragedia que corrompe, "una punzante astilla en la piel de otros".

Escribió entonces que, tras la experiencia, se dio cuenta que el lenguaje usado, el mismo que él repetía, el lenguaje común, era una cárcel construida para protegerse de una realidad repugnante. "De repente descubrí que tras años de vivir juntos, acostumbrados unos a otros, carceleros y criminales habían creado una alianza infernal. Como yo también peligraba, quise ir a los lugares que más me inquietaban. Al interior del cruel choque entre judíos y árabes para ver con mis propios ojos... para saber el precio que estábamos pagando."

La voz de sus entrevistados, su rostro humano, cayó como brasa ardiente sobre la mentalidad tolerante, liberal y progresista, y los israelíes pudieron constatar, de viva voz, el odio que muchos de los palestinos les tenían. Pocos imaginaban el alcance de tanto desprecio.

El libro gozó de simpatía inmediata en el mundo árabe — el poeta palestino Mahmoud Darwish tradujo gran parte y lo publicó en su gaceta literaria Al-Karmel, editada en Ramala—, no así en Israel donde a Grossman le llovió un alud de severas críticas acusándolo de traidor.

—¿Cómo te afectó ser el blanco de tanta animadversión?

—Todo se sabía, yo no inventé nada. Lo único que hice fue ofrecer nuevas palabras para que no siguiéramos escondidos entre estereotipos y negación.

—Pero, ¿padeciste la crítica?

—No soy una persona que se tambalee, pero aquella experiencia sí fue desbordante. Recibíamos amenazas, maldiciones y nuestro carro fue saboteado. Después de manejar tres kilómetros con Uri y Jonatán, que entonces eran chiquitos, quedamos varados con el coche envuelto en humo. Mi mujer conocía a fondo mi trabajo y me apoyó. Sin embargo, mis padres, que me impulsan y abrazan, se inquietaron. Fueron meses muy difíciles.

—Fuiste muy valiente...

—Yo no lo veo como valentía. Es un asunto de integridad. Me avergüenza ser cobarde y no hacer algo. Ser cómplice de la arbitrariedad, guardar silencio, colaborar pasivamente con el mal.

Medio año después de la publicación de este libro se destapó la Primera Intifada, en diciembre de 1987, revuelta palestina que se inició repentinamente tras un accidente de tráfico y en la que, de manera espontánea, jóvenes menores de edad que habían vivido toda su vida bajo la opresión israelí, comenzaron a lanzar piedras cargadas de odio y frustración contra los miembros del Ejército de Israel. "La guerra de las piedras", como se le llamó, duró casi seis años, se prolongó hasta la firma los Tratados de Oslo en 1993 y confirmó, con pesar, lo que Grossman había anticipado.

El viento amarillo (1987), controvertido y angustiante reportaje político en el que amplió las declaraciones de sus entrevistados y mostró que los palestinos
ya no serían dóciles, resultó ser un tsunami

LA SOMBRA DE LA SHOÁ

La gran mayoría de los lectores de David Grossman piensan que es hijo de sobrevivientes del Holocausto. Y es falso. Ni su padre ni su madre tuvieron números tatuados en el brazo, ninguno de ellos padeció en carne propia la ignominia nazi.

La sombra del nazismo, sin embargo, los cobijó. Ante el horror, como todos en Israel, sus padres guardaron un lapidario silencio con respecto al pasado y a David Grossman, miembro de la primera generación de niños nacidos en Israel, le pesó la asfixia de traer "esqueletos bajo la piel".

"Sin quererlo, mis padres, hijos de su tiempo, me transmitieron miedo, inseguridad y desconfianza. No hablaban de 'Allá', como se referían a la Europa que dejaron atrás. Me alentaron a ser astuto e inteligente, pero, al mismo tiempo, el código de la familia era nunca destaques, nunca te ubiques en un sitio donde puedas ser mirado, porque si la gente te ve, te pones en una situación de peligro. Cuando fui al ejército, mi papá me dijo: 'Siempre quédate en la línea de en medio —hay tres líneas— a fin de que pases desapercibido. Y en este sentido, como escritor, con los reflectores encima, traicioné la lección familiar."

Su padre, Itzjak Grossman, llegó a Palestina en 1936, siendo un niño de nueve años. La abuela, que tenía dos años de viuda, sintió herido su honor cuando un policía polaco la insultó, "tuvo su pogrom privado", y con gran intuición, esta minúscula y arrugada mujer, "que no sabía ni cómo tomar un camión", emprendió un temerario viaje en barco, tren y camión con sus dos pequeñitos, un niño de nueve años y una niña de doce, de Dynów, una ciudad de Galicia, en la frontera de Polonia y Ucrania, a Eretz Israel, salvando a su familia del horror que se anticipaba.

No llegó por sionista. Un hijastro suyo —ella fue la segunda mujer de David Grossman, el abuelo fallecido por quien el escritor lleva su nombre— ya vivía en Palestina y le consiguió papeles, en aquellos años en los que el Mandato Británico limitaba la migración judía. "Mi abuela, del tamaño de un pulgar, trabajó como sirvienta, limpiando pisos en las casas de la gente rica en Rehavia y en una escuela, a la que yo asistí, en Beit Kerem. Era diminuta, extremadamente inteligente, divertida e irónica. Muy valiente, todas las ramas de la familia heredaron su fortaleza, y al mismo tiempo, podía ser la persona más cobarde del mundo. Si alguno de nosotros salía de casa, afloraba en ella una mujer indefensa, dulce y tierna, que imaginaba todas las cosas terribles que nos podían suceder."

—En La vida entera dices que Abram fue el nombre más barato que sus padres le pudieron pagar, Abram sin h siquiera. Tu nombre también es bíblico. ¿Te gusta llamarte David, como aquel abuelo?

—Es un nombre anticuado como Abraham. En Israel ya muy poca gente lleva esos nombres. Me acostumbré a él, me acabó gustando por la forma en que mi papá lo decía.

De aquel abuelo, padre de su padre, sabe muy poco. Tiene una foto de él. Murió cuando su papá tenía siete años. Su deceso ocurrió repentinamente en una semana, dejó desamparados a su mujer y a sus dos niños. "Aparentemente tuvo una infección en los riñones y el doctor le recomendó que comiera una rebanada de sandía. Ese fue el remedio: una delgada rebanada de sandía. Y como es obvio, no funcionó."

El abuelo materno migró una década antes, en 1926 o 1927, de Varsovia a Palestina. Él sí era sionista religioso. Llegó solo, tenía veinte años. Fue un acto de rebeldía, una manera de asumirse individuo, de ser consistente consigo mismo y dejar la vida del shtetl atrás. "Su papá lo interceptó en la estación de trenes para que volviera inmediatamente a casa y, como no logró convencerlo, lo amenazó: 'Si te vas, nunca más nos volverás a ver'. Y la condena se hizo realidad: tenía 16 o 17 hermanos que, junto con sus padres, perecieron en el Holocausto."

Itzjak y Mijaela Grossman, padres de David, cargaron en sus espaldas a sus propios padres. A esa abuela que huyó con sus hijos y a ese abuelo que se columpió en la agonizante culpa de existir. Todo lo que dejaron atrás había sido arrasado por las llamas del odio. Todos sus familiares y amigos fueron asesinados en campos de exterminio.

"Es inimaginable lo que sufrieron. Su mundo pereció. ¿Puedes concebir la culpa y la agonía que padecieron? En mi familia perdimos a una persona, a nuestro hijo Uri, y difícilmente logramos levantarnos de ello. ¿Qué habrá sido de aquellos que lo perdieron todo: a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a sus vecinos, a sus compañeros de clase, a los que amaban y a los que odiaban…? Todo pereció, todo se desvaneció. ¿Cómo podían recomenzar? ¿Cómo podían tener fe en la humanidad? ¿Cómo podían asumir la opción de la vida? ¿Cuánta fuerza era necesaria para luchar contra la gravedad de la desesperación y de la tristeza?"

En el naciente Estado de Israel optar por la vida implicaba asumir un ethos nuevo: una mística de optimismo, dejar Europa atrás. Generar una identidad nacional y no recordar las cenizas, las pilas de zapatos, los muertos ni los escombros. Olvidarse del ídish. Enterrar el infierno de Europa. Con un corcho a presión liquidaban el oprobio de aquel pasado que calificaban de "vergonzoso" porque, ante los ojos pioneros, aquellas masas de judíos habían sido llevadas "como ovejas al matadero". Sin información consistente, así se creía. La herida sangraba, estaba aún demasiado fresca para entender.

La inercia colectiva obligaba a los sobrevivientes a guardar silencio. Ante la consigna de construir una nación con heroísmo y orgullo nacional, su lamento apestaba. Masticaron su agonía en silencio. Se arrancaron la lengua. Humillados e indignos, vivieron obedientemente en hebreo. En un mundo en el que difícilmente cabían. Así fue por años porque, sólo después del juicio a Eichmann en Jerusalem, en 1961, comenzaron a aflorar escasos testimonios del horror. Y hasta las décadas de 1970 y 1980, cuando los hijos y nietos de los sobrevivientes crecieron, éstos se atrevieron a ventilar sus pesadillas individuales.

David Grossman, un niño con la sensibilidad a flor de piel, percibió que había algo ficticio en ese ventarrón colectivo de idealismo y supresión, de murmullos fragmentados. "Mis padres, que eran amorosos y cálidos, hablaban de una manera muy limitada, muy cuidadosa sobre su pasado. Quizá entre ellos dialogaban más, pero guardaban silencio si los niños estábamos presentes. La Shoá les generó un alud de profundos miedos y me transmitieron pánico a la vida."

La Shoá —la catástrofe—, nombre en hebreo con el que se alude al Holocausto, a la aniquilación de seis millones de judíos asesinados en campos de exterminio nazis, se instaló en su hogar: "Siempre estuvo ahí".

En el naciente Estado de Israel optar por la vida implicaba asumir un ethos nuevo: una mística de optimismo, dejar Europa atrás. Generar una identidad nacional y no recordar las cenizas

"Todo en la vida parecía como una muerte latente, creían que la Shoá eventualmente los alcanzaría. Se preguntaban: '¿Qué pasó Allá?'. Nunca: '¿Qué pasó entonces?'. Ese 'Allá' connotaba que la tragedia aún continuaba; no era 'entonces', que hubiera implicado tiempo pasado. La vida era para ellos y para nosotros, sus descendientes, sólo una ilusión pasajera. Vieron su mundo perecer de la manera más brutal y dejaron de creer en la opción de la vida. Existir resultaba tan frágil, tan rompible. Intuían que la existencia les podía ser arrancada en cualquier momento."

Grossman niño, todos los días a la 1:20 de la tarde, escuchaba el programa radiofónico: "Saludos de los nuevos inmigrantes y la búsqueda de parientes", donde una voz monocorde intentaba reunificar familias. Kol Israel era la única estación de radio y en todos los hogares de Israel se oían sus transmisiones. No había televisión —el gobierno impidió que hubiera canales hasta 1968, temiendo que la frivolidad pervirtiera el espíritu socialista (en 1965 se canceló un concierto de los Beatles por el mismo motivo)— y la radio, por tanto, gozaba de una devota presencia.

"Aquella estación era la melodía de 'Allá' —recuerda—, la gente no decía: Alemania, Polonia o Ucrania. Siendo niños, esa música nos acompañaba mientras comíamos: 'Rachele, hija de Paula y Abraham Seligson de Przemysl busca a su hermana menor Lejele que vivía en Varsovia entre los años... Eliahu Fromkin, hijo de Yojeved y Hershel Fromkin de Stary busca a su mujer Elisheva Eichler y a sus dos hijos Yaacov y Meir. Mordejai Neuman...’

"Mi familia sabía perfectamente quién había muerto y no estaba en búsqueda de sobrevivientes, pero era lo que escuchábamos. Quienes crecimos en Israel en las décadas de 1950 y 1960 perdíamos el apetito. No sólo no queríamos comer sopa y carne, sino que perdimos el credo en la humanidad. Nuestros padres, además, no eran gigantes que pudieran salvarnos. Nos acompañaban en la catástrofe."

Tropas israelíes en la frontera siria, durante un descanso en el ataque del día de Yom Kippur, en 1973.

CON LA IZQUIERDA, CON LA PAZ

Grossman prefiere un millón de veces encerrarse en su casa a escribir prosa literaria que artículos periodísticos de denuncia. Pero, como lo escribe en La muerte como forma de vida —un libro de ensayos publicado en 2003, durante la Segunda Intifada cuando proliferaban en Israel los ataques terroristas palestinos contra blancos civiles, haciendo volar pizzerías, discotecas y eventos sociales, asesinando a niños y adultos de una manera ruin—, en Israel "la realidad del día a día, supera con creces cualquier ficción y se va infiltrando hasta en los espacios más internos".

Por ello, es inevitable que esta realidad sirva de escenario para su prosa —"la literatura tiene muchas capas y una por supuesto es política"— y para sus artículos periodísticos que son vía para "comprender, descifrar y sobrellevar ese día a día".

De él se habla como "un pacifista" porque lucha por la paz. "Y, por supuesto que no lo soy. Un pacifista no carga una pistola aunque asesinen a su madre frente a él... Yo fui soldado en el ejército israelí y serví de reserva treinta años. Mis hijos también fueron comandantes y tanquistas. No santifico la guerra, pero reconozco que es necesidad tener un ejército y defendernos porque vivimos en un Medio Oriente loco y violento, contaminado de estereotipos y prejuicios contra Israel y los judíos. Esto no significa, por supuesto, que aplauda la guerra y la violencia. Cuestiono al gobierno de mi país para que sea más abierto, generoso y valiente. Para que no se colme de soberbia y poder. Para que actúe sin apatía y cinismo. Para que el miedo no sea lo que inspire sus decisiones. Para que se identifique con el dolor ajeno y se libere de las capas protectoras que acaban asfixiándonos. Aspiro a la paz porque tenerla nos curará, nos dará normalidad, convertirá a Israel en un verdadero hogar y nos brindará un sentido de futuro."

El ruido lo asfixia. Teme a los extremistas de ambos bandos que ejercen la brutalidad y la barbarie. "Tiene que haber una tercer alternativa más humana. No sólo ser víctima o agresor." Le ofende que se manipule y pervierta el lenguaje: "Se ha vuelto superficial y retorcido con clichés y eslóganes para describir al enemigo y a nosotros mismos. Me resulta indispensable salvarlo, reconectarlo con la vida, purificarlo y depurarlo de las manipulaciones políticas y emocionales de las que es objeto".

Vivir para él es cuestionarse. Teme a la apatía y la parálisis. Busca alternativas, nuevas respuestas. "Siento una opresión verdaderamente claustrofóbica en medio de formulaciones engañosas y falaces que, todo tipo de agentes interesados: gobierno, ejército, medios de comunicación, intentan imponernos sin descanso a los ‘súbditos' de esta arrasada región".

Abogado del débil, escritor del diferente, del que no tiene palabras, su compromiso es con el individuo. "Lo colectivo —apunta­— siempre tiene muchos abogados, a favor y en contra. Yo estoy comprometido con el individuo, con quien no tiene quien lo defienda."

Sabe que, aunque sus pronunciamientos sean recibidos con críticas, con su pluma tiene el poder de cambiar el orden de algunas cosas. Más de una vez con sus entrevistas, ensayos y artículos en Haaretz, que reproducen The Guardian y un sinfín de diarios internacionales más, ha logrado que se tome en cuenta la dignidad de algún palestino al que se le atropellaron sus derechos.

Teme a los extremistas de ambos bandos que ejercen la brutalidad y la barbarie. ‘Tiene que haber una tercer alternativa más humana. No sólo ser víctima o agresor.’ Le ofende que se manipule y pervierta el lenguaje

"Viviendo en Israel, con una realidad tan cruda y controvertida, me doy cuenta que muchos tratan de no opinar, de no exponerse, de no ser blanco del odio... Pero yo digo lo que pienso, lo que siento que debo decir. En los últimos treinta años he reaccionado a momentos importantes de la política en Israel y no lamento una sola de las opiniones que he expresado. Si me equivoco, corrijo, pero me mantengo firme en lo importante, en lo que cuenta: la necesidad de hacer concesiones y la paz. En ese sentido no cambio y me niego a guardar silencio. Estoy totalmente en contra de los asentamientos judíos en la Margen Occidental y aspiro a que se devuelvan todos los territorios ocupados. Llevo diciéndolo años, décadas... Si uno estudia la historia es posible constatar que muy a menudo las mayorías se equivocan, por eso, aunque mi voz sea minoritaria, mantengo una franca oposición."

Con plumas robadas de las habitaciones de los hoteles escribe siempre a mano, antes de ordenar sus ideas en la computadora. Su honesto compromiso es con la izquierda, criticando al Estado, al ejército y al gobierno. Dice que, aunque escucha y dialoga, desconfía de la derecha porque, en general, basa sus respuestas en el miedo y las sospechas.

Califica a Israel de milagro: "Milagro es un término religioso y yo soy un ateo, pero sólo en este contexto lo uso porque no hay un término más puntual". Israel ­—dice— creado "literalmente de las cenizas" es "ejemplo de apertura y osadía": "Gente que fue arrollada por la historia, humillada hasta lo más íntimo, fue capaz de regenerarse, de recrear el hebreo y rescatar la herencia judía para fundar un país democrático con agricultura, industria, ciencia y tecnología de altos vuelos. Es una proeza gigantesca. Una de las historias más significativas de la humanidad".

Afuera del cuarto en el que nos encontramos, el atardecer sombrea el cielo alternando los tonos rojizos con intensos morados. Un cuervo se detiene en la ventana y grazna. Su griterío es machacón. "Cuando un árabe escucha esa insistente alharaca, dice que lo expresado por su interlocutor es una mentira. ‘Mentiroso, mentiroso', desafía. Sin embargo, yo quiero que quede claro: No estoy mintiendo: Israel es un milagro."

El primer ministro israelí Yitzhak Rabin, el presidente de la Organización para la Liberación Palestina, Yasir Arafat, y el presidente estadunidense Bill Clinton, durante un acuerdo para una mayor autonomía de los palestinos en 1993. Meses después, Rabin fue asesinado por la ultra izquierda israelí.

Los ataques a Israel, afirma, provienen de todos los rincones porque las mayorías ciegas degluten los estereotipos de los medios y los repiten sin cuestionamiento. “Se critica al sionismo como si fuera una majadería, una palabra grosera, sin entender que es el retorno a casa de millones de judíos para crear una entidad democrática. Mi lucha en los últimos treinta años o más ha sido impulsar una realidad que sea fiel a esta gran historia, para alcanzar la añorada paz, para comenzar a tener una vida que no esté inmersa en la violencia, el miedo y el duelo.”

Su deseo es que Israel —tierra torturada, víctima de una sobredosis

de historia”, como escribe en el libro de ensayos Escribir en la oscuridad— deje de ser fortaleza o refugio. “Debe convertirse en hogar, como cualquier otro país. Un espacio donde podamos sentirnos cómodos en todas las habitaciones, sin que nadie venga a reclamarnos alguna de ellas. Un hogar con un compromiso con los vecinos.”

Bien sabe que esa sensación de confianza y estabilidad sólo vendrá cuando los palestinos también tengan su patria. “Ellos se merecen también su hogar, están atormentados, han sufrido terriblemente y merecen tener su dignidad, su lugar… Como nosotros.”