Los reyes mueren. Las reinas caen en el hospital, se recuperan y retoman sus giras.
El 20 de abril, a las diez y media de la noche, una drag negra vestida a la usanza victoriana, peluca y abanico incluidos, apareció por los pasillos del Palacio de los Deportes. Un talk show queer relámpago, que finalizó con la drag siendo devorada por un agujero en el piso del escenario, no sin antes presentar a la chica newyorkina por excelencia. It’s showtime, gritó invitándonos a la fiesta y el enorme ayate, con una Madonna en movimiento impresa, que colgaba desde el techo y oficiaba como telón se evaporó.
La pista era más pasarela que otra cosa. Un indicio de lo que nos esperaba. Era el arranque del primer acto del Celebration Tour, la gira con la que la chucha del pop le ha callado la boca a todomundo después de los rumores de su supuesta debacle. Si a Madonna no la mató la fama, ya no la matará nada. La diva irrumpió dispuesta como la figura de un santo en una plataforma giratoria con una corona en la cabeza y su vestido negro de hechicera. El pop tiene memoria. El pop no olvida. Y las cuatro décadas que Madonna se ha mantenido a flote son prueba de su capacidad mnemotécnica.
Resumir cuarenta años de carrera en poco más de dos horas es imposible. La discografía de Madonna es extensa como los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Aquella noche asistimos al tomo uno, Por el camino de Swann. Con algunos saltos en el tiempo. La celebración se centró en los ochentas. La década Frankenstein. Que nació muerta. Y que después de sepultada regresa de la tumba cada vez que encendemos la radio. El milagro que lo hace posible son las canciones. El revival no se sostendría sin ellas. Y si existe alguien que le haya regalado al mundo enormes canciones es Madonna.
El mundo carece de memoria, pero el pop nunca olvida. Aquellas melodías surgieron para ser atemporales. Pero no es en la nostalgia por la época donde reside su poder. Madonna es un clásico. Y es sabido que los clásicos no envejecen. No importa en qué siglo hayan sido creados.
Presenciar a Madonna en vivo es ver un videoclip, cobrar vida frente a tus ojos. Mejor dicho, una sucesión de videoclips. Las canciones vueltas materia de baile. “Welcome to the New York City Subway”, gritó Madonna al inicio de “Into The Groove”. Una institución para la joven Madonna que se buscaba la vida antes de su debut. “Burning Up” se la dedicó al CBGB, la mítica sala punk de conciertos de la Gran Manzana, donde comenzaron las carreras de bandas como los Ramones. En “Holiday” le pegó un trago a una cerveza y con el resto bañó a los fans de las primeras filas.
En el segundo acto nos dejó con la boca abierta por la escenografía de “Like a Prayer”. Una rueda giratoria de celdas de luz en la que los bailarines, y bailarinas con los pechos al aire, encapuchados colgaban de los pies. Y en el centro otra rueda de cruces de neón azul. Madonna fue elevada unos centímetros del suelo por la espalda de uno de sus bailarines. Fijando así una de las imágenes más poderosas de toda la velada. Reproducida por una multitud de pantallas. El mejor lugar para contemplar este show es desde las alturas. Para dominar con la mirada todo el despliegue de la producción.
El acto tres le correspondió a los noventas. Aunque más adelante volvería al futuro de los ochentas cada tanto. Un par de rings de boxeo de encordado luminoso surgió en medio del Palacio para ilustrar “Erotica”. Con Madonna envuelta en una bata negra. Para dar paso a la diva en una cama (o sofá) de terciopelo rojo mientras sonaba una versión instrumental de “Papa Don’t Preach”, que le imprimió dramatismo especial. Los noventas se entrelazaron con los ochentas para luego reencarnar en “Hung Up”, con Madonna en negligé rodeada por un aro de bailarines. Sólo en esos tres actos he visto más ropa que la que he tenido en mis cuarenta y seis años de vida.
La diva irrumpió dispuesta como la figura de un santo en una plataforma giratoria con una corona en la cabeza y su vestido negro de hechicera
“La reina, la diva y tu madre”, gritó la drag Bob en el cuarto acto durante “Vogue”. El instante en que Madonna mostró su icónico corsé cónico. Mientras la canción se desarrollaba se simuló un voguing y un juez gordito fue invitado a calificar a los modelos. Se me hacía conocido. Era Guillermo Rodríguez, un zacatecano cagadísimo que se ha hecho famoso por cubrir la alfombra roja y gastarle bromas a las estrellas. En redes circula un divertido video donde le obsequia una flor a Dave Mustaine de Megadeath y lo llama lady. El metalero, obvio, se molestó.
Un par de policías subieron al escenario con la intención de arrestar a Madonna y llamó a uno de ellos pendejo.
Uno de los momentos más emotivos de la noche ocurrió en el quinto acto cuando Madonna apareció sola con su guitarra para interpretar una versión acústica de “Express YourSelf” y el público encendió las luces de sus celulares creando un tapiz que asemejaba el universo. “La Isla Bonita” cobró forma folk con una Madonna de sombrero vaquero. “No fear” se leía en la espalda de la bailarina que le puso una bandera con los colores de la comunidad gay y la escoltó en “No llores por mí Argentina”. “No fear, no fear, no fear” repitió Madonna con el puño en alto.
El siguiente acto, el sexto, fue la cúspide. Si hasta entonces la emoción había estado a tope, lo que se nos tenía destinado superaría todo. Un cubo de luz fungía de base para un marco también de luz que se empezó a elevar por los aires con Madonna dentro en “Rays of Light”. Como si fuera una fotografía viviente, la diva levitó dentro de esta caja mientras rayos de luz eran despedidos de todos los extremos del Palacio. Fue deslumbrante, como no lo fue Rihanna durante el Súper Bowl. Si alguien sabe batir las alas es Madonna. Y vaya si lo ha hecho durante sus cuarenta años de carrera. Allá arriba parecía un ídolo de luz. El fenómeno meteorológico del pop. La estrella cuyo brillo no han opacado los años.
Pero las sorpresas no habían terminado. Madonna rindió homenaje a sus primeros años. Y estaba cantado que no podía faltar el tributo al Rey del pop. En el último acto un par de bailarines, uno vestido como Michael Jackson y otra como Madonna, bailaron “Billy Jean/Like a Virgin” mientras sus siluetas eran proyectadas en una pantalla gigante. A más de uno se le debió estrujar el corazón al recordar los conciertos que Michael dio en México hace 30 años.
A sus 65 años Madonna está entera. Y en la cima. Sigue incombustible. Seguro habrá más discos por venir. Antes de finalizar el séptimo acto vaticinó que quizá esta sea su última gira. Lo cual es de dudarse. Pero lo que sí es improbable es que regrese a México. Y si esta fue su despedida, la hizo por todo lo alto. Regalándonos una de las noches más felices del año. Que será recordada durante mucho tiempo.