Hoy escuchamos a hombres que se lamentan de que la emancipación femenina los desviriliza. Echan de menos un estado anterior, en el que su fuerza estaba enraizada en la opresión femenina. Olvidan que esta ventaja política que se les había concedido tenía un coste: el cuerpo de las mujeres pertenecía a los hombres; en contrapartida, el cuerpo de los hombres pertenecía a la producción y a la guerra.
Virginie Despentes, Teoría King Kong
LA MUJER FUERTE Y PIADOSA
Hace 164 años, México inició una aventura política que provocó una sublevación en las mentalidades y en la vida cotidiana. En medio de trifulcas entre conservadores, liberales, curas, librepensadores, fanáticos y jacobinos, en 1860 se decretó la libertad de culto. Olvidemos por un momento las recetas pedagógicas que obligan a los niños a aprender la palabra secularización como si fuera un formato que hay que entregar en la ventanilla siete de la Historia.
Lo que sucedió fue que la iglesia católica dejaba de ser la autoridad máxima para cualquier problema de cierta gravedad. Ya no sería la principal encargada de llevar los registros de nacimientos y defunciones, ni sería la única que amonestaría a los padres por educar torpemente a sus hijos, el cura ya no sería el primero en enterarse cuando algún miembro de la familia tuviera un padecimiento riesgoso o terminal.
Más de un siglo después, el cambio puede parecer poca cosa. Desde el presente muchas veces minimizamos el pasado, e instalamos a aquellos primos lejanos en la categoría de salvajes, o si bien les va, de ignorantes. También demeritamos sus logros. En general, sólo se trata de nuestra propia ignorancia. Esa secularización es probablemente uno de los cambios más profundos que vivió Occidente a distintos tiempos. La verdad es que, desde el punto de vista de las mentalidades y la vida cotidiana, no puedo pensar en otro evento que tenga un impacto tan profundo. A la par y con el afán de simplificar, nuestra cabeza supone que el cambio sucedió presuroso, en cuestión de semanas, tal vez meses. Sin embargo, llegar a un pensamiento laico ha sido un extenso proceso que tuvo su crisis —de Fe— los cincuenta años posteriores a la libertad de culto, y aún hoy libra una batalla: desacralizar muchas de las costumbres que tienen su origen en la aprobación de la iglesia cristiana. El mejor ejemplo de esto último, siempre lo será Sigmund Freud quien, cincuenta años después de que aquel pensamiento profano pudiera vivir a sus anchas, decía que su sistema de psicoanálisis aplicaba solamente para las culturas judeo–cristianas. Es decir, en 1903 nos calzábamos nuestros zapatos de ateos, nos acomodábamos la terrenal chistera en la cabeza, pero nuestras obsesiones y temores más profundos estaban cocinados al ritmo de un coro de ángeles que enfrentaba a espeluznantes demonios.
VA UN EJEMPLO CONCRETO. El día de hoy, al Hospital de San Hipólito se le conoce como el primer psiquiátrico de América. El primero en todo el continente. La institución estaba ubicada en la esquina que forman las actuales calles de Hidalgo y Reforma en el centro de la Ciudad de México. Afuera, había una plaza que sobrevive aún. Hasta la primera mitad del siglo XIX era conocida como la plaza de los endemoniados. La razón: a cada tanto los pacientes salían de aquel sanatorio para pedir la limosna que ayudaría al establecimiento que los acogía a mantenerlos, por cierto, en deplorables condiciones. Los pacientes no tenían problemas psiquiátricos: para la mentalidad generalizada, tenían al demonio adentro. Hacia finales de ese mismo siglo, se referían a ellos como los que tenían la mente capta, en cautiverio. El término ilustra con exactitud el tránsito entre el pensamiento religioso y el secular. Aún no se trata de pacientes con aflicciones mentales —psiquiátricas, neurológicas, biológicas— pero ya se ubica a la mente y no al alma como el origen de los problemas. Tal vez ya no era un demonio, tal vez era una profunda depresión que los literatos románticos de ese momento se encargaron en señalar como los nuevos demonios. La plaza de los endemoniados cedió paso entonces a la plaza de los mente captos. Y el término sobrevive hasta el día de hoy en su variación ofensiva: mentecato.
El insulto tiene su historia. Una historia judeo–cristiana, diría Freud.
Dos años después de decretada la libertad de culto en México, en 1862, se tradujo al español el libro La mujer fuerte: conferencias dedicadas a las señoras de las sociedades de la caridad. El autor era el obispo francés Jean-François-Anne Landriot. Un religioso con alma progresista: creador de instituciones educativas y de varios asilos para ancianos. La lejanía geográfica del autor no impidió que su libro tuviera resonancia en América Latina. El historiador Juan Camilo Rodríguez Gómez cuenta que en Colombia los libros de Landriot se volvieron una especie de libros de consulta durante muchos años. En México, la obra fue publicada por la librería de Don Narciso Bassols en Puebla.
A decir del título, los discursos estaban destinados para un público específico, pero su éxito supo arraigarse en medio de la coyuntura de la secularización. Las ideas responden de manera directa y sin hipocresía al modelo femenino que dictaba el orbe católico: La fortaleza de la mujer reside en ser la espina dorsal de la familia. La discreción debe ser su mayor virtud. La contemplación se considera un rasgo femenino. La búsqueda de armonía, también. Pero al mismo tiempo, comenzaba a abrir la puerta a comportamientos que solían ser inaceptables desde el púlpito, como que las mujeres pudieran seguir el designio de la moda: “Poseer
un objeto de moda, comprar y lucir un vestido de brillantes colores no os procurará sin embargo ese gozo, esa tranquilidad y alegría interior que os dará el haber tendido vuestra mano al necesitado”. Las groserías, malas palabras o chismes ya no eran por completo mal vistas en las bocas femeninas, Landriot sólo señalaba que, lo que en el círculo de amigas o conocidas no tenía mayor repercusión, en personas “menos educadas” podría ser mal interpretado. El progresismo de Landriot nos sabe a poco. No tiene la contundencia de una ley aprobada en el Senado. Se centra en detalles de la discreta vida cotidiana y no de la rotunda vida política. El autor estaba modernizando un discurso religioso que se encontraba amenazado por el laicismo, aunque aún faltaran cuarenta años para que Friedrich Nietzsche declarara la muerte de Dios inaugurando así la filosofía moderna. Pero el entusiasmo de las lectoras no tenía mucho que ver con la defensa institucional, sino que, a pesar de lo que a ojos contemporáneos nos pueda parecer, el libro de Landriot abría resquicios que pocas veces antes se habían contemplado.
Rodríguez Gómez señala como uno de los ejes centrales de La mujer fuerte el “carácter de ellas en contraposición a la malicia de los hombres”. La mujer deja de tener al diablo adentro, pero ahora es responsable de contener con su piedad y fortaleza el demonio del carácter de los hombres a quienes, por cierto, se les dedican muy pocas páginas en el estudio, como eximiéndolos de toda culpa y como si no fueran susceptibles de recibir consejos.
Ocho años después del decreto de libertad de culto y sólo seis después del libro de Landriot, en 1868, se publica otro manual: La mujer en las diversas relaciones y la sociedad. Apuntes para un libro, de Severo Catalina, académico español quien también fue ministro de Marina, de Fomento, y diputado. Catalina ya pertenece más al mundo laico. El púlpito de las iglesias comienza a ser sustituido por el estrado de las cátedras y se comienza a transferir la responsabilidad —y el poder— de quienes podían hacer señalamientos morales. Hasta 2018, su libro se había reimpreso 115 veces. Leído el día de hoy, aún aparecen cuestionamientos que resultan completamente válidos y que nos ponen en aprietos.
Catalina aborda, por ejemplo, la “modestia de las mujeres” y sugiere que este rasgo, en un mundo que se vuelve cada vez más escéptico —laico—, es considerado un acto de vanidad. Como si el nuevo mundo no aceptara la honestidad de las virtudes. Un orbe que tiene siempre doble moral y un propósito más allá del evidente. De manera muy temprana y bajo la misma óptica, critica el “amor impuesto” por los padres, principalmente. Y dice que en ese convenio no puede haber sino desdicha cuando la hija se enamora de quien le venga en gana. “Si la educación llegara entre nosotros al punto al que debiera llegar, los padres serían los primeros confidentes de sus hijas; no estaría este honor reservado a los pajes
y servidoras.”
En México, en 1862, se tradujo al español el libro La mujer fuerte: conferencias dedicadas a las señoras de las sociedades de la caridad. El autor era el obispo francés
Jean-François-Anne Landriot.
ESA EDUCACIÓN ERA RARA en 1868, pero también treinta años después en países como Francia, donde las mujeres son las más rabiosas escritoras de correspondencia. En ella, vierten las confesiones que no pueden hacer a sus padres o a los maridos que estaban en la habitación contigua. Así lo constataron Michelle Perrot y Anne Martin-Fugier cuando revisaron uno de los archivos postales galos para plasmar los resultados en su Historia de la vida cotidiana correspondiente al volumen que va de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Cierto es que Severo Catalina obvia algunos detalles que en 1868 lo hubieran puesto en un lugar muy incómodo, como que el matrimonio “moderno”, aquel establecido por vínculos amorosos y no por el apareamiento de apellidos o la suma de fortunas, tiene un componente sexual. Así, la confidencia entre un padre y una hija, en las puertas del terreno laico se complicaban. Incluso el día de hoy, la idea de que los padres sean los mejores confidentes de sus hijas no termina de ser bien visto. Sigue teniendo cierta carga inmoral. Muchas hijas cuentan parcialmente sus miedos y sus anhelos amorosos. A veces a sus hermanas y sus primas, a veces a su madre, pero pocas veces a grupos donde haya hombres. A la sexualidad, como a la locura, le llevó más tiempo dejar de ser patrimonio eclesiástico.
Los dos libros editados en el arranque de la secularización, regalan una óptica interesante. Mientras el obispo empuja los límites de su burbuja religiosa hacia el progresismo, acercándose al pensamiento laico, al catedrático le resulta imposible mantener el arraigo de atavismos conservadores. Ambos ayudan a ver las cosas desde un punto de vista más moderno, pero al final no pueden escapar de la envoltura de su momento histórico. Más todavía: el hecho mismo de analizar —muchas veces sentenciar— la condición femenina, recuerda demasiado a la idea de que la mujer es propiedad indiscutible del hombre. Bien es cierto que a mediados del XIX eran muy raros los casos en los que las mujeres opinaban sobre su propia condición, pero había otros recursos que podrían haber utilizado para darles voz. Aun así, ambos libros tuvieron un apabullante número de lectoras que encontraron en aquellas líneas una liberación aunque a la par no cuestionaban su bien aprendido corpus moral.
LA MUJER PATRIÓTICA
En 1917, mientras Venustiano Carranza redactaba la Carta Magna, otro revolucionario, José Domingo Ramírez Garrido escribía Al margen del feminismo, publicado en Mérida por los Talleres Pluma y Lápiz. Como Landriot y Catalina, Ramírez Garrido también era un progresista acotado por su investidura, en este caso militar. Un militar que comulgó con las ideas de los hermanos Flores Magón, después fue maderista y que tuvo el destello de escribir un par de artículos en donde advertía de la traición que Victoriano Huerta estaba pergeñando a Madero y que Madero leyó sin darles mayor importancia.
A pesar de ser un libro cincuenta años más joven que los anteriores, a pesar de tener el mismo impulso progresista, algo curioso pasa con Al margen del feminismo: suena más añejo. Más acartonado, más rígido. Mientras que el obispo y el catedrático intentaban la ligereza, el militar inicia con esta dedicatoria: “Para ti, madre adorada, que con tus sanos consejos has burilado en mi memoria el decálogo sagrado que norma los actos de mi vida”. A pesar del lenguaje de plomo, el breve libro tiene un propósito que mira hacia adelante: la participación política de la mujer. A diferencia del XIX, el XX fue el siglo de la política. El discurso ideológico superó con creces las amonestaciones religiosas, pero también los cuestionamientos poco prácticos del arte, las sugerencias académicas que se pensaban demasiado tímidas y parsimoniosas para construir eslóganes o consignas. Tal vez por ello, Ramírez Garrido usa como contundente argumento la maternidad para proponer la instrucción y participación política de las mujeres. Señala que la educación inicial de cualquier niño recae en las mujeres y que, por lo mismo, es necesario prepararlas: “Se impone, pues, pensar con seriedad en dar a la mujer una educación e instrucción tan completa como la del hombre”. La maternidad se vuelve un acto patriótico que tiene que ver más con el país que con la familia: “Mujer, tu patria te necesita, en tus entrañas está el destino del mundo”.
La maternidad se vuelve un acto patriótico que tiene que ver más con el país que con la familia: ‘Mujer tu patria te necesita, en tus entrañas está el destino del mundo
En el libro se habla de igualdad de géneros. Un rasgo extraordinario para 1918. Pero el valor se centra en la maternidad. Un rasgo que sujeta al autor a su tiempo. La gestación resulta un símbolo tan rotundo que se vuelve incuestionable en una discusión política. El progresismo político e ideológico busca la síntesis. La simplificación. En este discurso, los cambios son producto de un solo hombre —el presidente, el caudillo— y no forman parte de procesos más discretos, menos teatrales, que tengan que ver con entornos familiares, pulsaciones sexuales o intereses personales. La búsqueda de libertad individual debe ser cooptada por la consigna política general. Muchos historiadores han dedicado demasiado tiempo a explicar los procesos históricos desde esta óptica, siendo ellos también producto de su tiempo. Y en este esquema, la mujer como madre resulta el mejor eslogan político para abogar en favor de su condición. Crea un entusiasmo político. Simple, directo. Llegamos a un tiempo en el que hay más predilección por los entusiastas seguidores que por los adustos críticos o analistas. Nos reconfortan con su frenesí y nos ahorran tiempo con su síntesis política. Sin embargo, temas como la opresión de la mujer o la xenofobia o el maltrato infantil pierden mucho cuando se simplifican. Tienen que moverse dentro de los límites que los discursos políticos les dan. Curiosamente, conforme el siglo XX prosperó, se construyeron edictos ideológicos tan inamovibles como las encíclicas papales previas a la secularización.
Y no se trata sólo del discurso del poder. La batalla de facciones políticas nos da una sensación de movilidad que, sin embargo, olvida los procesos arraigados en la intimidad, la introspección y la parsimonia. Aquellos que muchas veces logran cambios más profundos y permanentes sin importar qué partido tenga la presidencia. A principios de los años ochenta, es decir, sesenta años después de publicado Al margen del feminismo, el compositor sonorense José de Molina sacó su canción Madres latinas. Una estrofa era contundente: “A parir madres latinas. A parir más guerrilleros. Ellos sembrarán caminos, donde había basureros”. Las mujeres, como fábricas, debían reponer a los hombres que caían muertos en la guerra de guerrillas. En el discurso político más básico, tenemos a mujeres que paren patriotas o a mujeres que paren guerrilleros. A pesar de que la política insista en convencernos con sus frases cortas de eslogan o consignas de marchas, el progresismo poco tiene que ver con esto.
Creer que con la secularización se eliminaron los modelos que mantenían el sometimiento de la mujer, es también un acto de soberbia del presente sobre el pasado. Más todavía: aquel período posterior a la libertad de culto suele ofrecer una discusión más rica y contrapunteada que la que se estancó con la seguridad del discurso ideológico que ahora se lanza desde las curules y las tribunas de las cámaras. Hace 164 años, México inició una aventura que causó una sublevación en las mentalidades y en la vida cotidiana. Es bueno recordar que nunca es tarde para volver a hacerlo.