Un espectro ambulante

El 19 de abril de hace 200 años murió George Gordon Byron, Lord Byron, gran representante del romanticismo inglés. Byron logró reunir a escritores de la talla de Mary Shelley, autora de Frankenstein y John William Polidori, autor del relato “El Vampiro”, que cambió la figura de ese personaje para siempre. Abrumado por los rumores que corrían sobre su personalidad, en 1816 Byron abandonó Londres. Murió en Grecia en 1824, a los 36 años. Elías Corro nos invita a recordarlo como un gran nadador, a partir de una carta

Lord Byron (1788-1824). Foto: iberlibro

“Esta mañana nadé de Sestos a Abidos”, escribió George Gordon el 3 de mayo de 1810, mientras navegaba a bordo de la fragata Salsette. “En línea recta no hay más que una milla; pero la corriente la hace peligrosa, tanto así que dudo que el amor conyugal de Leandro no se enfriara algo en el trayecto hacia el Paraíso. Lo intenté la semana pasada, y fracasé –a causa del viento Norte y de la asombrosa rapidez de la marea–, no obstante que he sido un nadador potente desde la infancia. Pero esta mañana, estando la corriente más tranquila, lo logré y atravesé el ‘ancho Helesponto’ en una hora y diez minutos”.

Doscientos años después de escrita esta carta, la heroica leyenda de Byron reunió a más de un centenar de nadadores para atravesar el estrecho entre Europa y Asia Menor, desde la playa de Eceabat en la península de Gallipoli hasta el puerto de Canakkale en Asia. El Helesponto ya se había convertido en Dardanelos y es factible que pocos de los nadadores supieran la historia de los desdichados amores míticos de Hero y Leandro.

¿Será cierto que el tiempo transformó a Byron en el abuelo del moderno nado en mar abierto? No sé qué diría Philip Hoare, narrador y nadador.

Byron tenía veintidós años de edad y la anécdota de su intima proeza náutica se integró al itinerario del Grand Tour de este joven aristócrata en Portugal, España, Malta, Albania, Grecia y Asia Menor. Para entonces, el joven admirador de la poesía de Alexander Pope, ya dominaba el griego moderno [“romaico”] y empezaba a hacerse sus primeras ideas sobre los otros:

Me agradan los griegos, los cuales son unos canallas en potencia, con todos los vicios de los turcos, pero sin su valentía. Aún así, hay algunos que son arrojados y todos son bellos, muy parecidos a los bustos de Alcibíades; las mujeres no son tan bellas. Puedo maldecir en turco; pero salvo una majadería espantosa y “chulo” y “pan” y “agua” en ese idioma mi vocabulario no es muy grande. Son muy corteses con los extranjeros del rango que sean, de contar con la debida protección; y como yo cuento con dos sirvientes y dos soldados, nos llevamos con gran éclat. Una vez estuvimos en peligro por los ladrones y otra por un naufragio, pero siempre escapamos.

AHORA, AL LLEGAR AL BICENTENARIO luctuoso de Byron, ¿quién se detiene en los tomos de sus extensos poemas narrativos, Childe Harold o Don Juan, ¿quién se demora en la lectura de sus numerosas narraciones en verso, como "El corsario", y a quién interesan el misterio de Caín o la tragedia de Sardanapalus? O bien, parafraseando la pregunta que Byron hizo a su amigo Thomas Moore: “¿Qué haces ahora, Lord Byron? Suspiras o demandas, rimas o seduces, cobras o arrullas, Lord Byron?”

En el interminable fin de fiesta de la modernidad, sin embargo, destaca la atención que merecieron las cartas de este poeta y activista romántico: el reclamo de la persona sobre la estela del poeta. En 1911 apareció la traducción al francés de Jean Delachaume, impresa por Calmann-Lévy en un ejemplar de cerca de quinientas páginas, y por esta vía llegaron a los lectores mexicanos del Tiempo de Victoriano Agüeros algunas de esas cartas de Byron, incluida naturalmente la de su travesía a nado en los Dardanelos. La amplitud de voces que Byron desplegó en su correspondencia, en ocasiones tan aguda, sorprendente, salaz, impredecible y viva como su poesía, atrajo diversas rondas de lectores, todas ellas hermanadas por sus diferencias. Tómese el caso de las que seleccionó y estudió cuidadosamente Jacques Barzun (1907-2012) para Grosset & Dunlap en 1953. O bien la meticulosa criba que realizó Jaime Gil de Biedma (1929-1990) con las cartas venecianas de Byron (1816-1819), traducidas y editadas y prologadas por Eduardo Mendoza (1943) para Tusquets en 1999.

En la historia de los románticos ingleses, como alguna vez escribió el crítico literario inglés Maurice Bowra, Byron ocupa un lugar propio. Para los europeos que crecieron en el siglo xx, como la generación del citado Barzun, Byron era el máximo representante de todo el movimiento romántico, así como el autor con mayor renombre en su colorido elenco. Un sujeto que supo reunir en su ubicua persona pública las cualidades esenciales de un movimiento literario que nació asociado al deseo de recuperar la sencillez del lenguaje y quien, con su persuasivo ejemplo, logró imponer la agenda romántica en el mundo civilizado que incluía lo mismo a Goethe que a Pushkin que a Victor Hugo. Muy bien. Sólo que desde el punto de vista inglés –sigue Bowra– Byron era una suerte de espectro ambulante salido del siglo xviii y esto poco tenía que ver con la consagración romántica de la imaginación y el verbo.

Ni antiguo ni moderno, como señaló Goethe. ¿Qué haces ahora, Lord Byron? Ni suspira ni demanda ni rima ni seduce ni cobra ni arrulla. En el mejor de los casos tal vez sea el secreto impulso en cada brazada que se empeña en conquistar el Helesponto de nuestro descontento.