Guerra civil, de Alex Garland

FILO LUMINOSO

Frame de la película "Guerra civil"
Frame de la película "Guerra civil" Foto: Top.webp

Toda obra de ficción especulativa que merezca ese nombre debe erigirse al mismo tiempo en la realidad y en una conjetura sobre el futuro. Si a esto se le da una perspectiva política y doctrinaria específica, usualmente se cae en el panfleto y la propaganda. Guerra civil, cuarto largometraje del director y guionista británico Alex Garland (ExMachina, 2014; Annihilation, 2018; y Men, 2022), parte de la irritación y angustia en el Zeitgeist provocada por la próxima elección estadunidense, entre el presidente actual Joe Biden, quien está colaborando con un genocidio sin precedente, y un ex presidente megalómano con 91 acusaciones criminales que intentó invalidar la anterior elección al incitar a una rebelión. Partiendo de una situación distópica como ésta, Garland nos sitúa en el caos de una guerra civil pero se enfoca en la mirada del corresponsal de guerra, como la última línea de defensa de la verdad en tiempos de noticias falsas y de la angustiosa decadencia del periodismo.

Lee Smith (Kirsten Dunst) que además de compartir oficio, pasión y nombre con la gran fotorreportera Lee Miller (quien se retrató en la bañera de Hitler y fotografió la liberación de los campos de concentración de Buchenwald y Dachau), es una veterana que ha cubierto batallas, catástrofes y desgracias en países remotos. “Cada vez que sobrevivía una zona de guerra pensaba que estaba mandando un mensaje preventivo a casa: no hagan esto”. A fuerza de invadir países, promover intervenciones, desestabilizar regímenes y crear una obsesiva cultura armamentista nacional e internacional, la plaga de insurrección armada llega finalmente a Estados Unidos. El presidente (Nick Offerman) se ha reelegido ilegalmente para un tercer mandato, ha eliminado al FBI y ha bombardeado a sus propios ciudadanos. De alguna manera California y Texas han dejado de ser polos políticos opuestos y han constituido la Western Alliance, mientras que Florida pelea su propia guerra. La actual división entre estados rojos y azules pierde sentido. El país está en ruinas y una buena parte de la población vive negando el colapso del Estado. En esa atmósfera de caos, nihilismo y cinismo, Lee lleva marcado en el rostro su hastío y desilusión, sin embargo sigue creyendo en su función por lo que junto con su colega de Reuters, Joel (Wagner Moura), decide viajar desde Nueva York hasta Washington D.C. para tratar de obtener la última entrevista del presidente a manera de testamento de una era. Ambos apuestan a que esta entrevista revele la causa que llevó a la nación a la psicosis militarista y las masacres sin sentido. De esa manera tenemos un road movie dentro de una cinta bélica, en un escenario apocalíptico —una obsesión que persigue a Garland desde sus guiones de 27 días después (Danny Boyle, 2002) y 27 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007). La narrativa comienza pausadamente y culmina en una serie de secuencias intensas, dignas de la dinámica de un videojuego.

Lee emprende el viaje con Joel y los acompañarán el periodista veterano de “lo que queda del” New York Times, Sammy (Stephen McKinley Henderson) y la fotógrafa novata y admiradora de Lee, Jessie (Cailee Spaeny), quien logra seducir a un muy borracho Joel para que la invite. El recorrido sirve como una inmersión en el infierno de una guerra de oportunismo y radicalización de odios y paranoia, que no de ideas. Asimismo, es un viaje iniciático y un canto del cisne de Lee, Sammy y Joel, representantes del periodismo tradicional. Jessie, quien se mantiene fiel al uso nostálgico de rollos de película y de revelar personalmente sus fotografías en blanco y negro, pierde la inocencia al ser testigo de batallas, de la miseria humana y de verse a sí misma en una fosa común, en la fabulosa secuencia con Jesse Plemons que se ha vuelto emblemática no sólo del filme sino de la actual fractura moral e ideológica. Es ahí cuando un asesino disfrazado de soldado con las manos cubiertas de sangre y empuñando un arma les pregunta: “Son americanos pero ¿qué clase de americanos?”, y ahí la guerra asume su carácter racial y etno-nacionalista.

Garland nos sitúa en el caos de una guerra civil pero se enfoca en la mirada del corresponsal de guerra

Garland enfatiza la importancia de la fotografía, asumiendo que la construcción de la memoria depende de imágenes emblemáticas. Además, como Internet también está en ruinas, la transmisión de video se vuelve poco confiable. Lee tiene el instinto para perseguir la esencia de la historia y ver más allá de las apariencias con el fin de descifrar el momento. Sin embargo, en la capital de su país dividido, el escudo emocional que ha ocultado sus sentimientos a lo largo de toda su carrera se desmorona. Joel, quien es un junkie de la adrenalina, también pasa por una crisis que reactiva su humanidad. Mientras tanto, Jessie va nutriendo su ambición, osadía y capacidad para desconectarse del sufrimiento concentrándose en las imágenes que captura y la narrativa que éstas elaboran de su guerra.

Algunos han visto a Guerra civil como una cinta cobarde que evita comprometerse y que descontextualiza la violencia y los antagonismos actuales. Nada más erróneo, aquí no se trata de plantear el origen del conflicto ni de tomar partido por facción alguna (por justa que parezca), ya que lo que se expone es el culto a la guerra como un fetichismo y una oportunidad para cumplir los deseos más crueles y brutales que se resumen en: “Alguien está tratando de matarnos y nosotros estamos tratando de matarlos a ellos". Garland no se hunde en las trampas e inconsistencias de la política estadunidense y con razón, ya que de hacerlo la narrativa sucumbiría a la intolerable insensatez de lo inmediato, al frenesí de las hordas MAGA o a la frívola autocomplacencia demócrata. Entre los logros de Lee está haber fotografiado la “Masacre de Antifa”, que intuimos es una acción policiaca o militar en contra de jóvenes antifascistas, aunque bien podría ser leída como lo opuesto: liberales armados matando fascistas. Eso crea una historia de fondo que es totalmente ambigua y no invita a escoger bandos. Lo que intenta es reflejar el trabajo del periodista, sin romanticismo ni pretensiones, como un profesional que no toma partido y tan solo “registra lo que sucede y deja que otros pregunten”, incluso cuando sus propios colegas son las víctimas. Esta situación se ha explorado con distintos matices en El año que vivimos en peligro (Peter Weir, 1982), Bajo fuego (Roger Spottiswoode, 1983), Los campos de la muerte (Roland Joffé, 1984), Antes de la lluvia (Milcho Manchevski, 1994) y A private War (Matthew Heineman, 2018), por sólo mencionar algunas de mis películas favoritas.

Hablando de ironías devastadoras, la cinta se estrena cuando casi 35 mil gazatíes han sido asesinados por el ejército israelí en una campaña de venganza desproporcionada en la que la prensa internacional ha sido proscrita y más de cien periodistas palestinos han muerto por bombas y balas manufacturadas y provistas por Estados Unidos.