Baumgartner, viejo y solo, sin hijos, encontrará en la memoria un refugio. No es que en su presente no viva episodios dignos de alimentar la vida, lo que sucede es que sabe que en el pasado se encuentra lo más significativo, lo más importante. Por ello, sus “pensamientos… retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria”.
La memoria es su patrimonio. Intransferible por naturaleza. Es su compañía caprichosa, pero imprescindible e inescapable. Acude a ella de manera errática y busca en ella comprensión a lo acontecido y abrigo ante la inercia de una existencia sin horizonte y escaso entusiasmo. Es un profesor universitario y escritor sin dificultades económicas, pero, sabe, que lo más interesante se encuentra a sus espaldas y que el futuro pinta sólo como la proyección de un presente rutinario.
Es “un mundo perdido”, pero es su mundo. El mundo en que se formó, en el que conoció y vivió con Ana, su pareja con la que “empezó la verdadera vida”, y que murió 10 años atrás. Se trató de una muerte inesperada, súbita, accidental. Después de la cual se instaló en él no sólo el duelo, sino la confusión luego de más de treinta años juntos. Se trató de un tajo radical que edificó un antes y un después. Ella, traductora, escritora, poeta, fue brújula y ancla en su vida y su desaparición trastocó incluso sus hábitos. Lo paralizó. Baumgartner revisa los papeles de Ana y se topa con relatos de su primera juventud. “Aquellos recuerdos juveniles danzando por las páginas del amarillento manuscrito lo conmovió profundamente.” Recordar resultaba la tarea más gratificante. Encontraba sentido en lo que para otros sería, por su propia condición, desconocido o insulso. Al “leer las palabras de Ana le pareció oír su voz, que se alzaba desde el papel y se dirigía en efecto a él, a pesar de que hubiera desaparecido, de que estuviera muerta para siempre y nunca le diría otra palabra hasta el fin de sus días”. Ana no está, pero su recuerdo lo acompaña; le produce una cálida nostalgia que resulta sedante. Esos papeles, fragmentarios, privados, son “un tributo al reino perdido de la juventud”.
LO SABE: EN EL INSÍPIDO FUTURO le quedan algunos pocos años de vida. Teme a las fallas que puedan producirse en su cuerpo o en su mente, a las posibles dolencias y a las emergentes incapacidades, a que no pueda “leer, pensar, escribir” y que incluso sus recuerdos se borren.
Baumgartner tiene la fortuna de construir una nueva relación con Judith, mujer más joven que él, madre de dos hijos, profesora de cine en Princeton. Renace, se ilusiona, y resuelve pedirle matrimonio. Un intento por empezar de nuevo. Pero Judith “no solo abandona a Baumgartner por otro hombre, sino que también se marcha de Nueva Jersey rumbo a California”. Fin de la efímera y placentera ilusión.
Es entonces cuando el pasado lo invade todo. Tiene problemas con la memoria de corto plazo. “Busca sus lentes mientras los lleva en la mano”.
La “ley de rendimientos decrecien-tes” es compañera de vida, todo lo cual lo empuja hacia un universo más plácido y no falto de vigor: el pasado que guarda él solo para él. Aparecen recreados su primer viaje con sus padres y hermana; su relación, de hermano mayor, con Naomi; su estancia en París; el “68 año apocalíptico de fuego y sangre”, algún episodio del segregacionismo difícil de remontar…
“Algunos momentos efímeros e indiscriminados persisten en la memoria”, pero otros, aunque se esfuerce han desaparecido. “Su graduación en la secundaria se le ha borrado por completo, el color
de su primera bicicleta se ha disipado”. La memoria resulta un receptáculo caprichoso con zonas profusamente alumbradas y otras empañadas por una espesa oscuridad. Tiene recuerdos “imperecederos de un pasado desaparecido”, vivo y facundo en su memoria. Estampas poderosas de la relación con sus padres. Un padre migrante, idealista, militante, que al quedar huérfano tuvo que abandonar sus sueños y dedicarse al negocio familiar, convirtiéndose en un “revolucionario fantasmal”. Su madre, sin parientes vivos carga una historia enigmática. Muy pronto huérfana de padre, migrante judío de Galitzia, su madre se volvió a casar y dejó a la hija al cuidado de un tío. Era una costurera sola cuando se conocieron los padres de Baumgartner. Ella no tenía un juicio adverso de la madre que la abandonó. Comprendía su dilema.
ESTAMPAS QUE DEJAN HUELLA, que conformaron lo que ahora es. En la etapa final de su vida los recuerdos lo son todo y la vida cotidiana una imposición sin relevancia. El viaje por la memoria que se remonta hasta el abuelo le permite observarse como el producto de una historia que lo supera y rebasa. Es fruto de una serie de encadenamientos que vistos en retrospectiva ofrecen un extraño orden a los acontecimientos y que en el último capítulo de la vida es lo único que perdura.
Una estudiante universitaria volverá a encender cierta chispa de vitalidad. La chica quiere revisar los papeles de Ana porque está haciendo un estudio de su obra y quizá –se entusiasma Baumgartner– pueda recuperar parte de su poesía inédita y publicar un nuevo libro. Se ilusiona con la llegada de la joven, remodela la casa, prepara y ordena los papeles de su mujer, y la vida parece de nuevo tener sentido.
Lo cierto, sin embargo, es que la memoria es el único patrimonio de ese viejo solitario.
1 Tomo la expresión del título del libro de Tony Judt, The Memory Chalet, traducido al español como El refugio de la memoria.