Amaneció en la colonia un hueco gigantesco, bardeado, como si la ciudad hubiera perdido uno de sus dientes. Nunca se repone la ciudad de lo que ha perdido. Quince años tardó en ponerse en pie, los árboles que lo rodeaban tardaron más de veinte en ocultar el deterioro de su fachada. Nadie recuerda muy bien cuándo desaparecieron sus letras art deco, del frontispicio que dominaba el parque.
Los habitantes de la pequeña calle de Cadereyta, a mediados de la década de los sesenta ya estaban acostumbrados a la mole de quince pisos que les extendió una sombra de varias décadas. No era el esplendor de su arquitectura, pensada para verse de muy lejos, lo que apareció al fondo de la callecita de casas de dos pisos, tímidas ante el gran muro formado por tiras blancas que lo hacían ver como la parte trasera de un refrigerador imposible.
John Stephen Akhwari sí lo vio de frente en el año de 1968. Era el único de los maratonistas que quedaba en la competición. Hacían 35 minutos que su más cercano rival había terminado la prueba, en el Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria. Sabía inglés, por lo que las las letras P-L-A-Z-A, aunque no le decían nada, no le parecieron tan extrañas como a algún habitante de la ciudad que mirara un gigantesco anuncio en swahili. El tanzano Akhwari, llegó a la meta rengueando, una hora y veinte minutos más tarde que el ganador de la prueba. Su desastrosa participación es recordada como símbolo de la perseverancia y el valor. Un fracaso tan escandaloso que se convirtió en leyenda. Sólo quedaban algunos reporteros en la pista del estadio cuando entró, con la rodilla derecha vendada, caminando con la serenidad de los vencidos.
En torno al Edificio Plaza se habían reunido cientos de personas para ver pasar a Abebe Bikila esa tarde. Pero el etíope se había retirado de la prueba de forma inesperada en el kilómetro 17. Bikila era el campeón olímpico de la disciplina. Había establecido el récord mundial en Tokyo 64 y cuatro años antes, en Roma, había llegado en el primer puesto, concursando sin zapatos. Bikila declaró a la prensa italiana que desde muy joven, cuando se aburría, perseguía animales por el campo etíope hasta que caían exhaustos y él regresaba a casa con un extra para la cena.
Pero en México fue él quien se rindió, mucho antes de llegar a la meta. La multitud, bajo el coloso de piedra, vio llegar a su compatriota Mamo Wolde y lo alentó en mitad de un fuerte despliegue militar. Wolde no dejaba de voltear hacia atrás, esperando a Bikila, luego se decía que debía haberlo rebasado mucho antes. Pero cuando se topó de frente con el edificio y la multitud que lo esperaba supo que iba en primero y apenas sonrió.
Todos en la fotografía han desaparecido, igual que el gigante del parque. Sólo un niño y su hermana mayor se han salvado de las demoliciones del tiempo y siguen sonrientes, aplaudiendo a un atleta que corre descalzo en algún lugar del tiempo.