Entre los años cincuenta y sesenta del siglo xx no hubiera sido improbable encontrarse en el Zoológico de Chapultepec con Juan José Arreola (acompañando al dibujante Héctor Xavier) y Augusto Monterroso. Puede la imaginación juntarlos en el recorrido, aunque sus paseos reales, entre jaulas y animales, ocurrieran con una década de diferencia, pues Punta de plata, el libro de Arreola (luego titulado Bestiario) se publicó en la Universidad Nacional en 1959 (por razones legales, con fecha de 1958); y La oveja negra y demás fábulas, del guatemalteco, apareció en Joaquín Mortiz en 1969.
Son dos libros con muchas cosas en común; y la primera es que fueron pensados, si no escritos, al deambular por ese espacio común. Cuenta Arreola:
No es mi propósito, sino decir sencillamente que acompañé a Héctor Xavier en algunas de sus resueltas correrías de dibujante frente a difíciles modelos. Hemos visto Chapultepec a todas horas del día y a las bestias animadas o melancólicas” (Punta de plata, Joaquín Mortiz, 2018, p. 9).
Monterroso, por otro lado, consultó al entomólogo Eugenio Pereda Salazar, al domador Alberto Jiménez R. y a Luis Reta, experto en costumbres de las aves nocturnas, y con ellos, o solo, consiguió tener libre acceso al Jardín Zoológico de Chapultepec, con autorización previa de las autoridades, que “permitieron al autor, con las precauciones pertinentes en cada caso”, pasearse entre las jaulas, “a fin de que pudiera observar in situ determinados aspectos de la vida animal que le interesaban” (La oveja negra y demás fábulas, ERA, 2023, p. 7).
Entre todas las imágenes recordadas, dice Arreola preferir el atardecer,
cuando el silbato de los guardias anuncia que ha terminado la jornada contemplativa y se inicia la enorme sinfónica bestial”. Leo: “Los cautivos entonces gruñen, braman, rugen, graznan, bufan, gritan, ladran, barritan, aúllan, relinchan, ululan, crotoran y nos despiden con una monumental rechifla al trasponer las vallas del zoológico, repitiendo el arroz que los irracionales dieron al hombre cuando salió expulsado del paraíso animal” (p. 9).
Es decir: un mismo espacio, observado (con pocos años de distancia) por dos autores, produjo un par de títulos en los que la experiencia de visitar el zoológico y mirar detenidamente a los animales se traduce en ejercicios de prosa breve o “pequeños poemas en prosa”, como los llamaría Baudelaire, similares ambos títulos en eso (ya en dos aspectos: el sitio elegido y la técnica empleada) y a la vez muy diferentes. ¿Qué pasó ahí? Veamos.
Un espejo depresivo
Encontramos primero a Arreola y Monterroso ante la jaula de los monos. El primero recuerda al alemán Wolfgang Köhler, quien “perdió cinco años en Tetuán tratando de hacer pensar a un chimpancé”.
Ya muchos milenios antes, considera Arreola, “los monos decidieron acerca de su destino oponiéndose a la tentación de ser hombres”. Sigue: “No cayeron en la empresa racional y siguen todavía en el paraíso: caricaturales, obscenos y libres a su manera. Los vemos ahora en el zoológico, como un espejo depresivo: nos miran con sarcasmo y con pena, porque seguimos observando su conducta animal” (p. 87).
La fábula arreoliana, que parte del encuentro entre Köhler y el chimpancé, tiene moraleja:
“El homo sapiens se fue a la universidad alemana para redactar el célebre tratado sobre la inteligencia de los antropoides, que le dio fama y fortuna, mientras Momo se quedaba para siempre en Tetuán, gozando una pensión vitalicia de frutas al alcance de la mano” (p. 87).
Volver a Arreola y Monterroso con el pretexto de estos paseos zoológicos es asomarse de nuevo a ese universo portátil del poema en prosa
Arreola piensa en Momo y Köhler; a un lado suyo, Monterroso tiene otras cosas en la cabeza. Hay varios textos sobre monos en La oveja negra y demás fábulas. Está primero “El Mono que quiso ser escritor satírico” (pp. 14-17), y que no pudo serlo pues se dio cuenta de que cada debilidad descrita acusaría a algún allegado suyo o incluso a él mismo. Viene luego “El sabio que tomó el poder”, en el que un Mono convence al León para que le ceda la jefatura de la selva, puesto que “lo aventajaba en descendencia y, por supuesto, en sabiduría” (pp. 27-28), por lo que intercambian el cetro por la pluma, con resultados no siempre benéficos para el intrigante:
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores (p. 28).
Y está, finalmente, “El Mono piensa en ese tema” (p. 73), que es una pregunta múltiple, de diecinueve líneas, en torno al tema del escritor que no escribe… lo que nos recuerda, al paso, aquella historia ya muy conocida, referida por José Emilio Pacheco, del bloqueo que tuvo Arreola para concluir Punta de plata, libro que estaba contratado por la Universidad Nacional y por lo que había recibido incluso un pago previo.
Uno, pues, ante las mismas jaulas, y al ver a aquellos seres en sus meditaciones o sus piruetas, piensa en los límites entre humanos y chimpancés, aquello que nos hace semejantes y distintos; y el otro pasea mentalmente por asuntos directos de la humanidad que aplica a esa fauna.
Movido por el miedo
Hay leones, sí, en Arreola y Monterroso. Ya apareció uno, al que le devolvió el poder el Mono. Hay uno más en el libro del guatemalteco, “El Conejo y
el León” (pp. 11 y 12), los cuales, conejo y león (para Monterroso en mayúsculas por su carácter como personajes), son observados por un célebre Psiconanalista (sic), semiperdido en la selva, quien presenció esto:
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo (p. 12).
Para concluir el Psicoanalista, luego de ver esta escena, que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro, pues “uno ruge y hace gestos y amenaza al Universo, movido por el miedo”, y el otro “advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y después de todo no le ha hecho nada” (p. 12).
Arreola cree que el león sobrelleva a duras penas la terrible majestad de su aspecto; dice que el cuerpo del edificio no corresponde a la fachada y es como su alma, bastante perruno y desmedrado. Más:
El león se presenta intempestivamente en los banquetes salvajes y a base de prestancia pone en fuga a los comensales. Luego devora solitario y lleno de remordimientos los restos de una presa que nunca captura personalmente. Si de ellos dependiera, todos los leones que ambulan por la selva estarían ya enjaulados, triturando fémures y costillares de caballo tras de innecesarios barrotes. En fin de cuentas, nunca son tan felices como al verse hechos de mármol y de bronce, o estampados por lo menos, en los alarmantes carteles del circo (p. 59).
Prosas e imágenes
Al definir sus Obras, Arreola prescindió a los dibujos de Héctor Xavier y transformó Punta de plata en Bestiario (1972); Monterroso, sin acompañante gráfico, acudió a diversas fuentes bibliográficas para ilustrar sus textos. En esa relación entre prosas e imágenes también se debaten estos dos títulos. Pueden leerse con o sin ilustraciones, aunque esa comunión los enriquece.
Quizá esto no debe ir más allá. Las coincidencias entre Arreola y Monterroso son varias (las ya dichas: lugar y género), mas el producto surgido de ellas es distinto. Una cosa es Punta de plata (o Bestiario) y otra La oveja negra y demás fábulas. Se trata de dos prosistas geniales, practicantes maestros entre nosotros del poema en prosa y la microficción, que en los años cincuenta y sesenta del siglo xx acudieron al zoológico de Chapultepec para mirar desde sus muy personales universos a esa fauna encarcelada que, a la vez, melancólicamente, a ratos también los observaba, sin poder dejar (los animales) testimonio escrito de esos otros asombros.
Penélope teje y desteje
El motivo de estas líneas fue el regreso a los estantes de novedades de La oveja negra y demás fábulas, en una edición de bolsillo pulcra y atractiva, libro que en cuanto a los personajes va más allá del jardín zoológico. Arreola se desvió poco de su objetivo, acaso porque tenía alguien que lo controlaba, el joven José Emilio Pacheco transformado en amanuense del maestro, impulsándolo a cumplir la fecha límite de entrega. Diez años más tarde, y acaso sin esas fatigas, Monterroso puede ir a otros sitios literarios, como le ocurre cuando visita a Homero y la Odisea.
El texto “La tela de Penélope, o quién engaña a quién” es una pieza redonda en que se invierten las premisas comunes, y se llega a un cierre peculiar. Es una pequeña bomba en que la experiencia literaria de volver a Homero tiene una o varias vueltas de tuerca: se inicia con la propuesta de que Penélope tenía una afición prácticamente incontrolable a tejer, “costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas”. Así que, para huir de esa soledad impuesta por la práctica del tejido, su marido, Ulises, sale a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
A los pretendientes también les hace creer Penélope que ella tejía mientras Ulises viajaba, y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, “como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada” (p. 23).
Y he ahí la segunda vuelta de tuerca: tomar literalmente aquello que dijo Horacio en su Poética: Quandoque bonus dormitat Homero, que incluso Homero dormitaba; es decir, que también el gran Homero podía distraerse o equivocarse, porque ese dormir es metafórico, pero en la fábula se vuelve concreto.
La gracia del texto, en este caso, está en ese juego doble de lecturas: inversión de valores o premisas, en el comienzo, y el giro radical de una expresión culta llevada a lo prosaico. Todo en una página.
El fabulista Monterroso va más allá del espacio geográfico del zoológico Chapultepec, y puede hacer personajes a un espejo neurótico, a un apóstata arrepentido, al rayo que cae dos veces en un mismo sitio, al Mal o al Bien… Toma literalmente, como lo hizo con Horacio, aquello de meterse con Sansón a las patadas, o ese otro dicho de que al que cría cuervos le sacarán los ojos… para cerrar con esa fábula (“El Zorro es el más sabio”) que parece referirse a Juan Rulfo de un Zorro que había publicado sólo dos libros, con los que se dio por satisfecho; pero le pedían otro y él se daba cuenta de las malas intenciones, pues pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer” (p. 97).
Y no lo hizo. Ni Rulfo ni el Zorro lo hicieron. Astutos ellos.
Volver a Arreola y Monterroso con el pretexto de estos paseos zoológicos es asomarse de nuevo a ese universo portátil del poema en prosa o la escritura fragmentaria con su magia sintética, que parecen empresa no ardua (por las escasas líneas en que se solventan) pero resultan territorio de extremas dificultades, con muchos practicantes en la actualidad, mas pocos, poquísimos, grandes maestros. Lo son, sin duda, Arreola y Monterroso. Aún hoy insuperables.