Presentación y traducción de Héctor Iván González
Si coincidimos en que la entrevista puede ser un género literario, que no se limita al periodismo elemental, y que busca abrir un espacio para expresarse con profundidad, y si acordamos que la conversación es una más de las bellas artes, estaremos de acuerdo en que el recientemente fallecido Bernard Pivot (Lyon, Francia, 1935-Neuilly-sur-Seine, 2024) fue todo un precursor. Dentro de la estirpe de los entrevistadores televisivos, como el ex embajador de España en México, Joaquín Soler Serrano (Murcia, 1919-Barcelona, 2010) que con su programa A fondo sentó frente al micrófono a Jorge Luis Borges; a los escritores del boom latinoamericano; a Juan Rulfo, a Octavio Paz, a Alfredo Zitarrosa y a Juan Carlos Onetti. O como el programa Los siete locos, que conducía Cristina Mucci, y que el gobierno de Javier Milei acaba de sacar del aire en Argentina. De todos ellos, Bernard Pivot fue uno de los pioneros de la difusión cultural, la promoción de libros y programas educativos en televisión, que en sus programas Ouvrez les guillemets [Abra comillas], Apostrophes [Apóstrofes] y Bouillon de culture [Borbotón de cultura] entrevistó a varias personalidades artísticas del mundo. En Apostrophes organizó mesas redondas en las que daba paso al sano diálogo e intercambio de ideas, y realizó entrevistas personales, visitando a los escritores en sus casas, como sucedió con escritores como Lévi-Strauss, Solzhenitsyn, Yourcenar, Simenon, Cohen o Duras.
Durante más de treinta años, se transmitieron los programas de Pivot en televisión para el público francés con los que pretendía ampliar su horizonte. No hay forma de medir la cantidad de mesas redondas en las que la inteligencia, pero sobre todo una memoria colectiva, encontraba su sitio. Bernard Pivot entrevistó a los protagonistas de la Nouvelle vague o del cine estadunidense. En la ocasión en que Kirk Douglas fue a presentar –en perfecto francés– su libro de memorias Le fils du chiffonnier [El hijo del ropavejero], el actor desplegó una gran elocuencia y declaró que su objetivo no era convertirse en star, sino en un verdadero ser humano. También tuvo entre sus asistentes a Alain Delon, Fanny Ardant, Jean-Paul Belmondo y Marcello Mastroianni. Pero una de las participaciones más deslumbrantes fue la de Fabrice Luchini, quien no sólo es uno de los actores franceses más célebres, sino también un genio; desde hace años ha montado un espectáculo en el que recita pasajes completos de obras de Céline, lo mismo que comenta fragmentos de Jean de La Fontaine, de Jacques Derrida o de Roland Barthes. Quizá la valoración más importante de la trayectoria de Bernard Pivot venga del propio Luchini, quien le agradeció el hecho de haber acercado durante tantos años a los autores más grandes de la literatura contemporánea a un numeroso público.
En la promoción cultural, para convencer hay que estar convencido, y Pivot lo estaba, del valor de la literatura, del respeto al lenguaje y a las expresiones artísticas. Es difícil encontrar una figura que haya logrado durante tantos años mantener el arte y el diálogo en el centro del foro. No es gratuito que su figura haya fincado un antecedente para quienes se han dado a la tarea de hablar de temas que puedan parecer complejos o inasibles al televidente flemático, pero que, en todo caso, lo convencerá de que vale la pena dejar la pereza atrás y dinamitar la imaginación.
Vuelvo a las ideas de Luchini de que no se practicara la condescendencia en la televisión, pues la incomprensión es una respuesta legítima, e incluso una sana promesa de volver a un tema. Nada indica que lo que no se entienda en un momento, no llegue a comprenderse con constantes idas y venidas.
Bernard Pivot presentó a autores que parecían imposibles de entrevistar. Uno de ellos Vladimir Nabokov, a quien le solicitó una entrevista a sabiendas de que no se la concedería. Bernard Pivot relata que a Nabokov lo animó que hubiera entrevistado a Aleksandr Solzhenitsyn, quien ya se encontraba refugiado en Vermont, Estados Unidos, después de haber sido encarcelado en el gulag como preso de conciencia. Su obra Archipiélago Gulag (1973) conmocionó al mundo al denunciar la existencia de inhumanos campos de concentración en Rusia. La noticia cimbró a los intelectuales que defendían al régimen.
Evidentemente, entrevistar a Solzhenitsyn era un acto de resistencia en un país como Francia en que los intelectuales –profundamente antiestadunidenses– apoyaban a Rusia. También es cierto que los jóvenes de izquierda se alejaron del Partido Comunista Francés y simpatizaron con China y los países a los que Estados Unidos hacía la guerra, como Corea y Vietnam. Mayo del 68 en Francia fue la cúspide de este cambio de política. El ánimo político estaba realmente agitado, por lo cual darle voz era un acto de valentía de Pivot.
Como tal, Pivot admitió que, una vez que había entrevistado a un ruso “imposible”, trataría de convencer a un segundo, Nabokov. Para ese momento, Vladimir y Véra Nabokov vivían tranquilamente en un hotel en Suiza. A decir de Nabokov lo apacible de esta vida hacía que fuera prácticamente impensable aceptar trasladarse a París y ser entrevistado en TV, dos cosas que el autor de La defensa odiaba profundamente. Fue tanta la insistencia de Pivot, vía carta, que Nabokov accedería, siempre y cuando las condiciones de la entrevista las pusiera él.
De entrada, el conductor debía enviar por adelantado las preguntas, a las cuales el autor de Habla, memoria respondería por escrito y leería en francés. Desde luego, esto era contravenir las reglas básicas del periodismo. Después de titubear, Pivot aceptó. Otra de sus peticiones era beber un poco de whisky durante la transmisión, pero, como Nabokov no quería aparecer como un dipsómano, ni fomentar el consumo de alcohol en el público francés, Pivot tendría que colocar el licor en una tetera y servirlo en una taza como si fuera una infusión. “A final de cuentas, el whisky y el té tienen el mismo color”, remató de forma lúdica el ruso.
Evidentemente, entrevistar a Solzhenitsyn era un acto de resistencia en un país como Francia en que los intelectuales –profundamente antiestadunidenses– apoyaban a Rusia
La entrevista no solamente es un documento incomparable, también es un espacio donde hay un despliegue de inteligencia y de sentido del humor sorprendentes. Nabokov hizo un trayecto autobiográfico recordando todos los países por los que había pasado en su peregrinar huyendo de la Revolución bolchevique, a la que calificaba como una tiranía. El programa televisivo no solamente es rico en anécdotas, también presenta a un Vladimir elocuente y aforístico, a pesar de que gran parte de sus respuestas ya estaban escritas; incluso, al salirse del guión, era aún más irónico. También es fascinante su concepción del lenguaje y su capacidad políglota.
También salta a la vista el estilo periodístico de Bernard Pivot que, de pronto, puede parecer un poco ramplón: “¿Nabokov, usted se siente más ruso, inglés, estadunidense o francés?” O “¿Lolita es hermana [espiritual] de Ada?”. Cuando uno escucha las preguntas de Pivot puede pensar que es un tanto ingenuo. Sin embargo, ese estilo siempre le funcionó. No se enredaba en preguntas rebuscadas, era directo, llano, en ocasiones cándido. Si uno piensa en otras formas de preguntar, donde el periodista tiene la pretensión de fingir ser un conocedor, el resultado es que el entrevistado se encierre en su concha y ya no colabore. En cambio, con la aparente inocencia de Pivot, el escritor se abría de capa y expresaba ideas o teorías que, muy probablemente, no hubieran surgido de otra manera. Con Nabokov, el periodista se dejó llevar por las aguas profundas y la fina picardía del ruso. Así también lo hizo el público que respondía sonriente a todas sus diabluras culteranas.
Años después, antes de terminar su programa Bouillon de culture, Pivot planteaba estas diez preguntas a sus entrevistados:
1. ¿Su palabra favorita? 2. ¿La palabra que más odia? 3. ¿Su droga favorita? 4. ¿El único ruido que soporta? 5. ¿El ruido que no soporta? 6. ¿Su blasfemia favorita? 7. ¿Mujer u hombre que debería aparecer en un billete? 8. ¿El oficio que nunca le gustaría realizar? 9. ¿Planta, fruto o animal en el que quisiera reencarnar? 10. Si Dios existiera, ¿qué le gustaría que le dijera antes de morir? Un interrogatorio que los ponía en situaciones comprometedoras o divertidas.
Bernard Pivot fue miembro de la Academia Goncourt, se volvió el garante de la ortografía francesa al presentar o prologar diccionarios, gramáticas y participar en algunos concursos televisivos de ortografía.
Fue uno de los fundadores de la revista Lire y autor de varios libros, como …mais la vie continue […pero la vida continúa] (2022), que habla de Jurus, un personaje que, al llegar a una edad avanzada, vive episodios hilarantes unos, y otros no tanto. Traduzco aquí uno de los capítulos de ese libro, esperando rendir justicia a quien sólo me queda por decir: à bientôt, Monsieur Pivot:
DE ALGUNAS VENTAJAS Y PRIVILEGIOS
En el Metro o en el autobús, mi actitud es algo peculiar. Me divierto cuando debería ruborizarme. ¿Han notado que al envejecer uno se sonroja cada vez menos, incluidas las mujeres, quienes son aun más propensas que los hombres a ruborizarse espontáneamente? Las emociones son más lentas, también la sangre.
Si algún pasajero no me cede su asiento, tengo dos posibles reacciones.
Puedo alterarme, enfurecerme. Mi cabello blanco, mis arrugas, mi aspecto cansado, mi cuerpo maltrecho, ¡carajo! ¿Nadie se apiada de todo esto? ¡Bola de nalgas guangas!
Puede que me jacte por parecer lo suficientemente fornido y vigoroso para no despertar compasión. ¡Aún eres atractivo, por supuesto! ¡Aún estás lleno de vida, se nota, no inspiras lástima, y eso no es poco decir!
En el caso contrario, si una jovencita o un hombre se levanta para ofrecerme su asiento, acepto el gesto altruista de dos maneras.
Puede que, orgulloso, los rechace deshaciéndome en agradecimientos, en el momento que dejo que aquel muchacho me humille públicamente llamando la atención de los demás pasajeros a costa de mi edad y mi físico. Se vuelve a sentar un poco ofendido, desamparado, probablemente humillado por sus vecinos de asiento a quienes mi negativa ha librado del remordimiento de conciencia y de envidia que los inundó cuando se había levantado.
Puede que acepte el asiento una vez desocupado y, agradeciéndole a mi benefactor, lo maldiga en mis adentros al haberme infligido en público ese agravio. Brindar ayuda al prójimo, es inferiorizarlo mientras uno se engrandece. ¡Bien jugado! ¡Es él quien debería haberme agradecido por aceptar su ofrecimiento! Mientras me siento, surge en mí el reproche por haber preferido el confort a la dignidad.
¿Mi reacción está supeditada a mi humor o a mi condición? No, al trayecto. Si se trata de dos o tres estaciones, acompaño mi rechazo con una sonrisa reluciente, de lo que se puede deducir que mi juventud no está tan lejana como parecería. En el caso de una decena de estaciones, mi templanza cede frente al ultimátum de mis piernas.
Tienen elementos para tildarme de retorcido, de ser un cínico que no está en mi esencia. Pero así somos los viejos: complicados por algunos momentos, quisquillosos, arbitrarios, arrogantes. Nos aprovechamos a fondo de las circunstancias en las que aún nos queda poder o influencia, gozamos de ellas inmoderadamente. Esto se nos mete en la cabeza un poco, y es bueno, muy bueno.
Es que sacamos algunas ventajas de nuestra provecta edad, en gran parte resultado de nuestro aspecto. Nuestra cara arrugada es una credencial de identidad, nuestra fragilidad, un pasaporte. Se nos brinda atenciones, se nos deben proporcionar cuidados. Sin contar con los privilegios de las tarjetas VIP. Aunque éstas eximen de leyes y reglamentos. Con lo preciosas que son, porque son una obligación y el premio de todos, el poseerlas no acarrea las emociones vivaces cuando la vida nos brinda ocasiones de poner a prueba la influencia ejercida por nuestra apariencia, como cuando entramos en un autobús o un vagón del Metro repleto.
En las reuniones, somos a los primeros que se nos pide la opinión. A nuestro alrededor se siente la cortesía, incluso el respeto. Exageran la risa ante nuestras bromas. Asienten a nuestros comentarios con reiteradas inclinaciones de cabeza. Se nos cita con gusto. A menudo voltean a mirarnos para establecer una complicidad que parecería zalamera en la junta. Si no son los más estruendosos, nuestros aplausos son buscados y apreciados. Nunca tenemos la necesidad de arriesgarnos a los empujones del buffet, nos traen una copa rebosante y un plato bien servido. Van por nuestro abrigo al armario. Nos ofrecen pedir o parar un taxi cuando nos marchamos.
Todo esto es muy agradable, por Dios, a condición de permanecer sensible a las mieles de la comedia social. El viejo Cicerón lo era: “Aquí tenemos unas pruebas de respeto que pueden parecer frívolas, pero que, para nosotros, tienen su precio: nos visitan, se busca nuestra compañía, se abren a nuestro paso, nos ceden el lugar, se ponen de pie en nuestra presencia, se nos escolta, se nos consulta y se nos acompaña”. (Saber envejecer, 45 a.C.).
Me gusta que me digan que no represento la edad que tengo.
La repetición de algo que es más una adulación que el resultado de una observación escrupulosa me convence finalmente de que es verdad. Los espejos, sobre todo por la mañana, me confirman lo contrario. Pero que la panadera diga espontáneamente: “Apenas le decía ayer a su marido, señor Jurus, que de verdad usted no parece de su edad”, y yo experimento una cosquilla de orgullo.
Repentinamente he formado parte de la categoría de los sensibleros que, salvo por un milagro, ya no pueden esperar nuevas declaraciones de amor. Ni cumplidos profesionales ni felicitaciones posteriores a victorias políticas, artísticas o deportivas. Debo contentarme con palabras de cortesía o de amabilidad. Las recibo con agrado y gratitud. En este aspecto, el pan de esa panadera me parece el más crujiente.
Estoy convencido de que envejezco menos rápido que mis amigos, quienes tienen la certeza de que se mantienen mejor que yo. Antaño, uno se calmaba pensándose más inteligente, más travieso, más audaz, menos convencional que sus amigos de aquel entonces. Ahora uno se consuela pretendiendo ser de esos señores que saben esquivar los golpes bajos de la edad con más dirección y belicosidad.
No nos queda más que el privilegio que más apreciamos, seguir aún vivos. ¡Hemos perdido a algunos en el camino! No eran ni más ni menos merecedores que nosotros. Su pase no era de tanta duración. Cuando sale, de su bolso o su bolsillo, el premio mayor, es demasiado tarde. Nosotros, ahí la llevamos. Por poco. “Toco madera”, me dice Octo en cada ocasión. Nuestro grupito de viejos amigos tiene la suerte de no estar compuesto más que de hombres y mujeres en pie aún, ni atados a una cama ni postrados en un sillón, rodante o no. Es cierto, con enfermedades ocultas, con debilidades, con incomodidades, con hándicaps maliciosos o secundarios, pero de pie, activos, vivientes. Mientras esto dure. La mayoría de nosotros teme menos morir que padecer una parálisis permanente o estar disminuido a tal punto que la existencia ya no tenga alegrías. Ya no distinguir los días de las noches porque la noche se habrá devorado el día, ese es nuestro mayor temor. Apreciamos más que nunca la plenitud del tiempo.
Por momentos, una cuestión me cimbra: ¿Quién será el primero de todos nosotros en partir? No creo ser el único que se lo pregunta. Hacemos comparaciones. Hacemos cálculos. Hacemos proyecciones. Hacemos extrapolaciones. Es idiota y vano. Pero hace bien, sobre todo cuando nos beneficiamos con el pronóstico.