Miguel Méndez y el renacimiento chicano

Para Casamadrid, Miguel Méndez se alza como una de las mejores voces de la literatura chicana, lo que le valió ser nominado a los premios Nobel y Príncipe de Asturias. Sus valores estéticos e ideológicos están contenidos en “el mundo de la frontera” que describe. Los chicanos se dividen entre dos realidades: dos culturas cercanas geográficamente y al mismo tiempo distantes; una comunidad que vive el desarraigo, desprovista de historia, enajenada, fragmentada, que desconoce su origen y va perdiendo sus tradiciones

Movimiento chicano.
Movimiento chicano. Foto: AARP

Amediados del siglo pasado la cultura chicana era vista, al menos en la capital del país, como algo exótico, alejado del centro y poco artístico. Lo chicano era más bien pachuco, y lo pachuco era pocho y de baja estofa. El referente más cercano fue la descripción de los mexico-norteamericanos realizada por Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950), donde aludía a la población de origen mexicano de Los Ángeles y comparaba su sensibilidad con la de un péndulo que “ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin compás”. Paz describía a los pachucos como “bandas de jóvenes que no quieren volver a su origen mexicano” pero que tampoco desean “fundirse a la vida norteamericana”. Lo más cercano al mundo norteño, en la Ciudad de México, eran los filmes del Piporro.

Esta visión, un tanto peliculesca y romántica sobre el mexicano del otro lado de la frontera, del migrante y de los nacionales habitantes en la franja fronteriza que colinda con Estados Unidos, contrasta con la realidad de un pueblo sometido en su propia tierra y discriminado por los moradores de ambos lados de la frontera. Recordemos que apenas un siglo atrás, en 1848, México perdía el territorio que hoy comprende los estados de California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah, y partes de Colorado, Oklahoma, Kansas y Wyoming. A este despojo territorial habría que sumar la anexión de Texas, estado que se independizó en 1845 y luego pasó a formar parte de los Estados de la Unión.

LAS FAMILIAS MEXICANAS que habitaban aquella parte de México de pronto se vieron extranjeras en su propia tierra; y, luego, las decenas de miles de migrantes que arribaron allende el Río Bravo, tampoco fueron bien recibidas. Miguel Méndez nació en el condado de Cochise, al sureste de Arizona, el 15 de junio de 1930, y ahí vivió hasta los cinco años, cuando su familia tuvo que emigrar hacia México por causa de la Gran Depresión. Habitaron en el poblado de El Claro, el primer ejido fundado en todo el país, durante 1917, en la zona desértica de Sonora. Ahí, aprendió el oficio de jornalero con su padre, y el de albañil junto a otros migrantes. Ya con 14 años, Miguel regresó a Estados Unidos, donde continuó laborando; ahora, como oficial de albañilería.

Autodidacta desde pequeño, el joven Miguel era un ávido lector y manejaba perfectamente tanto el inglés como el español; trabajaba de día y leía siempre, vorazmente, de noche. Su mejor compañía era la radio: “Amigos, ésta es la xew; la voz de América Latina desde México”, escuchaba diariamente gracias a la perfecta dicción del legendario locutor Leopoldo de Samaniego. De su misma edad y fundada en septiembre de 1930, con 50 mil watts de potencia radiada, la “W” podía captarse a lo largo y ancho de la República Mexicana. La emisora se convirtió en un referente cotidiano para todo el país, incidiendo en las costumbres y pautas de consumo de los radioescuchas, y contribuyendo a la educación sentimental del mexicano.

PROFUNDO INVESTIGADOR de su obra, el filósofo Roberto Sánchez Benítez señala que su narrativa invoca los “dos sentidos que tiene el pasado: la historia y la memoria que de la vida se desprende y se liga en el río del tiempo”. De sus libros, sobresalen las novelas Peregrinos de Aztlán (1974), Entre letras y ladrillos (1996) y El circo que se perdió en el desierto de Sonora (2002). La primera es para la literatura chicana; en su prefacio, Méndez señala el origen de su escritura en su condición de “mexicano, indio, espalda mojada y chicano”.

La segunda, es una autobiografía novelada, donde narra sus experiencias en las labores agrícolas y de construcción desde 1945 a 1970 (el propio Méndez edificaría, con paletas, llanas, cinceles y mazos, algunos de los muros de la Universidad en Tempe, institución en la que impartió cátedra y donde residiría). La tercera novela aquí mencionada, El circo que se perdió en el desierto de Sonora, narra el deambular, bajo el signo de la errancia, de una trupe circense por el inclemente desierto de Sonora. Esta novela, una obra maestra de la literatura en castellano y ejemplo señero de la intertextualidad literaria, le valió ser nominado al Premio Nobel y al Premio Príncipe de Asturias, al igual que sucediera con su estimado amigo y alma gemela, Camilo José Cela, con quien convivió cercanamente temporadas en México y España.

Los protagonistas de la obra mendeciana son, como bien lo señala el analista Daniel Fernández, “indígenas, vagabundos, prostitutas, drogadictos, desamparados; en suma: la gente que vive marginada en la zona fronteriza”; en tanto que, para Gustavo Sáinz, se trata de personajes “duros, vulnerables, maliciosos, insólitos, inocentes, sabios o tontos, que enriquecen la literatura contemporánea gracias al extraordinario talento de un narrador de pura cepa”.

Méndez no sólo impartió cátedra y conferencias magistrales en varias universidades de distintos países, sino que también escribió libros para alfabetizar a los niños migrantes de uno y otro lado de la frontera. Su casa, en el campus de la Universidad de Arizona, fue hogar y refugio para muchos investigadores que llegaron, de todas partes del mundo, para conocer su obra. Su fallecimiento, el 31 de mayo de 2013, pertenece también al renacimiento chicano, y es seña para el medio literario en ambos lados de la frontera.