El 3 de junio de 1924 Franz Kafka respiró por última vez. A cien años de aquel día, la memoria del escritor checo sigue más vigente que nunca, no sólo porque encabeza las listas de los autores más leídos alrededor del orbe, sino porque su literatura tiene mucho que decirnos aún sobre lo más profundamente humano; la soledad, el rechazo, y, también, lo absurdo de nuestra existencia. Mucho se ha dicho, pues, sobre sus letras, pero se habla menos de su veta artística.
“Era mucho más indiferente, o más aún, hostil hacia sus dibujos que a su producción literaria. Cualquier cosa que yo no rescatara era destruida. Le pedía que me diera sus ‘garabatos’, o yo los rescataba del bote de basura." Así describió Max Brod cómo fue que reunió lo que se convertiría en una significativa colección de dibujos de Franz Kafka. Amigo de sus años escolares, y con quien mantendría una entrañable relación a lo largo de toda su vida, Brod fue también a quien el escritor le pidió expresamente que destruyera toda su obra tras su muerte —incluidos sus dibujos. Desde luego que la promesa de la amistad no resistiría el paso del tiempo y es gracias a ello que hoy tenemos la fortuna de gozar de las letras de Kafka y, recientemente, también de sus trazos, prácticamente inéditos, hasta su publicación en 2022.
A PRIMERA VISTA, EL POCO INTERÉS que mostraba Kafka por sus dibujos podría hacernos pensar que no los consideraba una obra seria, pero lo cierto es que detrás de esas líneas encontramos quizá su primera ambición creativa. Antes de iniciarse propiamente en la escritura, el hoy célebre tomó cursos de dibujo e historia del arte durante sus años universitarios, entre 1901 y 1906. Si bien hoy sabemos que sus talentos estaban mejor dirigidos a la pluma que al lápiz, no debemos desestimar del todo su obra artística. En ella se aprecia un gran sentido para entender la figura humana y su movimiento, lo cual transmite con escasos trazos. También muestra un conocimiento de la perspectiva, a pesar de su simpleza, y de las tendencias artísticas. Más allá de la crítica de arte, o de imaginar lo que pudo haber sido un universo paralelo con un Kafka pintor, lo interesante de revisar aquellos trazos en tinta y grafito es que nos permite una ventana a otro aspecto de un personaje del que pareciera que todo está dicho. Solemos pensar en Kafka como un hombre afligido, torturado por la opresiva sombra de su padre, por la imposibilidad de dedicarse a su mayor pasión, la escritura, y por el aislamiento de sentirse un extranjero en su propia ciudad, su cultura y su familia. Todos esos fueron rasgos de su carácter y existencia, pero en su ingenuidad casi infantil y en su sentido del humor caricaturesco, sus dibujos nos muestran otra cara: la de un personaje que no sólo sabía reír, sino hacer reír a otros. Nos invitan, en resumen, a dejar de perfilar un solo lado de la historia, o una historia única, citando a la escritora Chimamanda Ngozi Adichie. Los dibujos de Kafka nos demuestran, entonces, que un hombre puede ser lo que dictan sus demonios, pero también sus risas. Y eso, sobre todo cuando hablamos de un personaje histórico leído siempre a la luz de la discriminación y la enfermedad —física y mental—, es muy poderoso.