Nuevas CorazoNadas

El libro más reciente de Ana Clavel es una reunión de minificciones, descritas por la propia autora como “historias de unas cuantas palabras o escasas líneas capaces de abrir universos de imaginación sugerente” (CorazoNadas, Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México / Universidad Autónoma del Estado de México). Estas microficciones hablan de todo tipo de corazones, reales y ficticios

Portada del libro "CorazoNadas" de Ana Clavel
Portada del libro "CorazoNadas" de Ana Clavel Foto: Especial

EL CORAZÓN DE LOS OCIOSOS Y LA MINIFICCIÓN

“Soñé con un lugar maravilloso donde la gente dormía toda su vida y sólo se despertaba para ir a su propio entierro. ¿Qué te parece?”, me contó mi hijo adolescente, perezoso por las vacaciones escolares. Le respondí: “Eso es una minificción”. Tal vez él esperaba que lo reprendiera por levantarse tarde, pero yo comencé a fraguar unos apuntes para una miniteoría del microrrelato y le dije que lo haría coautor. Lo miré alejarse muy orondo a sus actividades, mientras me regocijaba de no haber caído en la trampa de los usos perversos de la virtud.

Estoy segura de que un dicho como “el flojo y el mezquino andan dos veces el camino” fue creado por alguien que odiaba a los que se detenían a la vera del camino para contemplar el misterio de una flor en sombra, en vez de irse directo a la fábrica a producir ramos artificiales… O alguien que no sabe de la “morosidad” necesaria para urdir una novela, una teoría científica, un cuadro, una balada o, incluso, una minificción. De hecho, los perezosos suelen ser muy creativos. Como sabía Sir Winston Churchill, gracias a ellos tenemos los mejores inventos de la vida diaria.

El corazón de los ociosos va de la mano con remojar una magdalena en una taza de té y desencadenar todo un universo en siete tomos de memoria fulgurante como lo hizo el autor de En busca del tiempo perdido. Se sabe que Marcel Proust, aquejado de asma desde niño, era un perezoso que dormía mucho de día y escribía por las noches acostado en su cama hasta setenta horas seguidas —innumerables tazas de café de por medio— para forjar un fresco de historia y sociedad parisina, cuyo tema principal sería la memoria y el tiempo. En su momento, Jean Cocteau definiría la obra proustiana como una “miniatura gigante”.

Y precisamente, una suerte de miniatura gigante es como yo definiría una buena minificción. Una historia de unas cuantas palabras o escasas líneas capaz de abrir universos de imaginación sugerente. Aunque hoy en día se ha puesto de moda por la velocidad de nuestras vidas virtuales, alentada por las ocurrencias chispeantes de usuarios de X-Twitter que se ejercitan en mensajes no mayores a 140 caracteres, la minificción es vista por muchos otros con desconfianza o abierta mala fe.

Alberto Chimal, autor que domina el mi-crorrelato, escribió hace años una defensa juguetona del género titulada “Tolstoi descubre las cualidades de la minificción”. El afamado autor de Guerra y paz y Ana Karenina no conoció la minificción, pero sí el ocio creador. Así pues, ese texto sobre Tolstoi es una ironía hipotética: lo que el autor ruso pudo haber ponderado de ese género de haberlo conocido. Y es que el microrrelato es difícil precisamente por su brevedad. Por eso, siguiendo el juego de Chimal, podríamos imaginar el siguiente minitexto: “Le preguntaron a Tolstoi por qué no escribía microrrelatos. Respondió con desaliento: ‘Lo diré de corazón: llevo toda la vida intentándolo… pero sólo me salen larguísimas novelas’”.

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