Que no te muerda un perro en domingo

Esta crónica de Rogelio Garza es la narración de un patético episodio en el que fue víctima de la mala suerte y del pésimo sistema de salud pública de nuestro país, poniendo en evidencia sus servicios de atención negligentes y el desabasto de medicamentos tan elementales. Toda una odisea para conseguir una vacuna contra el tétanos

Foto de un perro correteando a una persona en bicicleta
Foto de un perro correteando a una persona en bicicleta Foto: Campeones de Aranjuez

Me mordió un perro del monte. Una mordida sin complicaciones, en apariencia. Lo grave fue conseguir la vacuna. Increíble que en pleno siglo xxi, en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, conseguir una vacuna tan básica se convierta en un viacrucis público y privado contra el reloj. Tan sólo fue una probadita de nuestro antisistema de salud que resulta surrealista, ignorante e indolente. Pero en domingo es más indiferente que un perezoso echando la siesta. Ahora tengo una idea de lo que viven los enfermos y sus familiares cuando no consiguen los medicamentos debido a las instituciones incapaces, ineficientes e inhumanas.

En noviembre de 2023 llevé a Liz a dar una vuelta en bicicleta de montaña. Pedaleamos por veredas del bosque, subidas que parecen eternas y caminos de tierra, hasta los pueblos mexiquenses de Jilotzingo, Espíritu Santo y Santa María Mazatla. Lo normal es que salgan los perros de rancho a ladrar y a veces te persiguen unos metros. “No hacen nada”, le he repetido a Liz, “sólo te ladran y corren tras de ti”. Nunca me habían mordido, pero esa mañana, por hocicón, me clavaron los colmillos. Sucedió a las afueras de Mazatla, apareció una manada de seis perros silvestres que se alborotaron al vernos pasar. Uno se dejó venir y en un parpadeo me mordió el tobillo izquierdo. La naturaleza es perra. Fue una mordida tan rápida que ni cuenta me di si no es porque al perro se le atoró mi calcetín en el hocico. Con los zapatos de clip no tuve tiempo de sacar el pie del pedal para sacudirlo de una patada. En ese parpadeo me dejó cuatro dentelladas frontales como bandera de Black Flag, rodeadas de cuatro puntos en cada esquina. Sangraba. Una familia que pasaba por ahí vio la acción. “¿Es de ustedes o saben de quién es?”, pregunté para saber si estaba vacunado. “No, esos perros vienen del monte”, dijo la señora. Y así me chingué pedaleando un regreso épico, herido en el talón, como Aquiles.

Al principio subestimé la mordida. Según yo, lavarla bien y desinfectarla con alcohol bastaría. No era de pánico, pensaba que este tipo de inyección se podía comprar en cualquier farmacia o clínica y asunto resuelto. ¿Qué podía malir sal? Vaya ignorancia e ingenuidad de alguien que nunca ha pisado un hospital como paciente ni padecido una enfermedad grave. Pero mayor fue la ignorancia con la que me topé en farmacias, clínicas y hospitales respecto a la vacunación en estos casos. Y lo peor, en domingo… y en lunes y en martes. De regreso pasamos a tres farmacias, al preguntar en el mostrador me miraban con cara de interrogación y no, no había ningún tipo de vacuna disponible, así que sólo compré alcohol y algodón. Supuse que eso bastaría por el momento, pero Liz me hizo entrar en razón y empecé a frikearme: el perro no tenía dueño, no sabíamos si estaba vacunado, era posible que no, y si venía del monte podía transmitirme cualquier cantidad de infecciones que portara en el hocico. Entonces pude imaginar algún virus viajando en mis venas a toda velocidad.

EMPECÉ A BUSCAR EN Google y a llamar por teléfono a clínicas, hospitales y farmacias de Naucalpan, Atizapán y Tlalnepantla para saber dónde me podían vacunar o vender la vacuna. Fue como caer en una espiral de ignorancia, mía y de las personas con las que conseguí hablar. De unas veinte llamadas sólo en tres sitios me contestaron. Nadie sabía qué vacuna tenían que ponerme, incluso me recomendaron llamar a los antirrábicos y preguntar si ahí me la podían poner. “Pero si no soy perro”, repliqué, “se necesita otra vacuna”. Toda la tarde estuve pegado al buscador y al teléfono marcando sin tener resultados. Cerrado porque era domingo. Le llamé al médico general que me suele atender y sólo me dijo que desinfectara la herida y fuera a mi centro de salud más cercano a que me vacunaran. Le llamé a otro doctor que me recomendaron y me dijo exactamente lo mismo. Marqué a todos los centros de salud y clínicas del imss de los tres municipios que encontré en línea, en ninguno contestaron o se escuchaba la grabación: “el número que usted marcó no existe”. En urgencias de clínicas y hospitales ni siquiera contestaron. En dos hospitales de cinco estrellas a los que logré comunicarme sólo dijeron que llamara el lunes, a ver si tenían vacunas porque el laboratorio estaba cerrado. “Oiga, pero mañana a lo mejor ya estoy enrabiado o muerto”, dije muy sarcástico. “Pues sí”, dijo con total frialdad la voz al otro lado de la línea. Entonces Liz le llamó a un amigo, el veterinario que atiende a sus perros, el único que me indicó lavar la herida con jabón Zote y aplicar una curación con Microdacyn y una gasa. Así es, el veterinario me dio mejores instrucciones para tratar la herida. También me indicó ir al centro de salud que me tocaba. Ya era de noche y después de cenar pasamos a la farmacia para armar la curación. El lunes buscaría el centro de salud, a esa hora lo único que quedaba por hacer era la curación que Liz me aplicó antes de dormir.

Pero el lunes tenía que ir sí o sí a una junta presencial en la agencia que estaba en Lomas Virreyes. Fui a una de esas juntas que pudo ser una videollamada o un correo, esperando encontrar la vacuna en la Ciudad de México porque en el Estado ni de broma. Pasé a dos clínicas del IMSS cercanas, eran de especialidades y no vacunaban ni lograban decir en dónde. Volví a agotar las posibilidades en Google, entonces supe que necesitaba una inyección de acción rápida (inmunoglobulina antirrábica). Ahora sí me contestaban el teléfono, pero nadie la tenía. En ninguna clínica privada del Estado de México ni de la Ciudad de México a las que marqué la tenían disponible. Lo peor es que cada vez que me contestaban tenía que contar la historia del perro. “¿Usted vio morir al perro de rabia?” No. “Entonces no es necesario vacunarse.”

Empecé a ponerme nervioso, seguro de que el virus ahora sí fluía en mi torrente sanguíneo a toda velocidad, infectando todo, y de que en la noche me iba a transformar en el Hombre Perro de Naucalpan

REGRESÉ A MI DEPARTAMENTO en la tarde. Saqué la lista de todos los centros de salud a la redonda (estaba seguro de que en el que me correspondía no la iban a tener) y pedí un taxi. Le pedí al conductor que me llevara al centro de salud que me correspondía, el que está en Avenida José María Morelos 112, en el centro de Naucalpan, el municipio más inseguro del país. Ya habían pasado más de 24 horas de la mordida y la herida tampoco pintaba bien porque se ponía roja, azul, morada y dolía. Empecé a sugestionarme, por fortuna el taxista me hizo la conversación. También le conté la historia del perro y me dijo que a él le sucedió algo parecido cuando pisó un clavo oxidado descalzo, se tardó más de dos días en conseguir la vacuna del tétanos. “Creo que es la misma vacuna”, comentó en su cháchara. Pasamos a mi centro de salud y me esperó afuera. Tenía que explicar el motivo para registrarme y pasar a formarme a la sala de vacunación, atestada de personas que iban por las vacunas de la influenza y el covid. A todas las bateaban, en plena campaña de vacunación y las vacunas no llegaban. Así que enviaban a todo el mundo a su casa, que volvieran la próxima semana. Y se vació la sala. Cuando me tocó turno volví a contar la historia del perro, era el único que no iba por influenza o covid. Pero, como lo temía, tampoco la tenían. Al salir le pedí al taxista que me llevara al siguiente centro de salud a unos veinte minutos: ocurrió lo mismo, no había vacunas, de ninguna. A todos nos rechazaban a la voz de regrese la próxima semana. Y yo pensaba que en una semana me iban a tener que amputar el pie o algo así. Atardecía y empezaba a sentirme enrabiado, en todo el lunes no había conseguido la vacuna. Aunque tratara de mantener la calma empecé a ponerme nervioso, seguro de que el virus ahora sí fluía en mi torrente sanguíneo a toda velocidad, infectando todo, y de que en la noche me iba a transformar en el Hombre Perro de Naucalpan. Entonces me hice la pregunta inevitable: ¿y si no encuentro la vacuna y en serio me pongo mal? Le pregunté al taxista si podíamos continuar la búsqueda el martes a las nueve de la mañana, se solidarizó y me dijo que sí, seguro de que la íbamos a encontrar.

Fue una de las noches más largas e inquietas que he tenido, la mordida me punzaba y la seguía desinfectando como me indicó el veterinario. Me sentía incómodo, imaginé todo tipo de cosas y me tomé la temperatura por si acaso. También avisé en el trabajo que estaría ausente, en un correo informé a todos de la situación. Cuarenta y ocho horas después, el barquero y yo emprendimos la cacería de la vacuna. Llegamos a otro centro de salud, cumplí con el protocolo lleno de esperanza, y salí más enrabiado porque no tenían vacunas. El taxista me tranquilizaba, un tipo empático con el que entablé contacto para futuros viajes. La esperanza era inútil, pero él tenía fe en que la íbamos a encontrar y supongo que eso ayudó del algún modo porque fue en el cuarto centro de salud, en el corazón del Molinito, donde finalmente encontré la dichosa vacuna. Respiré aliviado. A diferencia de la mayoría de las personas con las que había tratado, la doctora que me atendió era muy amable. Me pidió ver la mordida. Me hizo algunas preguntas, le conté la historia y en conclusión era un perro silvestre. Ella fue la que me explicó que en estos casos se pone la vacuna del tétanos. Vaya, el taxista sabía más que el personal de clínicas y hospitales que contestaban los teléfonos. En casos más severos, me aclaró, mordeduras en la cara o cuello, o que el animal haya muerto de rabia, entonces se pedía una vacuna que requiere autorización y se despacha en Toluca. Me pidió mi cartilla de vacunación. Seguramente estaba en la casa de mi mamá, pero le aseguré que tenía todas las vacunas oficiales, incluidas las tres del covid. Arrancó una hoja de su cuaderno, mientras me explicaba que el refuerzo de todas las vacunas era importante a lo largo de la vida, y armó un mini programa de vacunación contra la mordedura en tres episodios. Por fin sacó la vacuna y me aplicó en el hombro derecho la primera. Me indicó que volviera en un mes para la segunda inyección y listo, la pesadilla terminaba para mí.

Foto de un perro callejero
Foto de un perro callejero ı Foto: CienciaMX

NO SENTÍ NINGÚN EFECTO colateral después de la vacuna, lo único que me dio el piquete fue tranquilidad porque al fin eliminé la idea de un virus circulando por mis venas. En diciembre le llamé a mi barquero, nos hicimos compas de inyección, y me llevó de regreso con la doctora maternal para la segunda dosis. ¿Y qué creen? En plena temporada invernal, con las infecciones respiratorias a tope, no había vacunas de influenza ni covid. Con todo y la flamante mega farmacia, que sólo ha surtido 341 recetas desde su creación, y después de leer encabezados como: “Admiten 45 millones de recetas sin surtir” o “Vacunación en México: Gobierno dejó a 6 millones de niños sin vacunas”, estoy casi seguro de que tampoco habrá vacunas el próximo noviembre que regrese al refuerzo anual. La verdad es que tuve suerte pero, por lo que veo, millones no la han tenido ni la tendrán en un sistema de salud que nunca fue como el de Dinamarca, y mucho menos pueden pagar los precios de las vacunas en las farmacias. Después de que a mi mamá le diera herpes zóster en febrero de este año, logré encontrar la vacuna: tres mil ochocientos pesos en una piadosa farmacia con nombre de santo.

Algunas personas con las que he platicado primero la emprenden contra el can que posiblemente fue abandonado: pinche perro culero. Pero no, la naturaleza qué responsabilidad, pinche sistema de salud culero que no te puede atender ni ofrecer lo básico y te condena a emprender este tipo de odiseas hasta encontrar un medicamento o una vacuna. O a morirte. El Sistema Nacional de Vigilancia Epidemiológica (sinave) informó que en 2023 tres niños en Oaxaca contrajeron rabia por mordeduras de murciélago, dos de ellos murieron. En 2024 van dos casos: en febrero, en Cancún, un hombre de sesenta y siete años que rescataba gatos fue mordido por uno infectado. Al sentirse mal fue a la Cruz Roja y a cuatro consultorios privados y, sin embargo, murió. En abril, un niño en Michoacán fue mordido por un murciélago infectado mientras dormía. Cuando lo pudieron atender era demasiado tarde y murió. Inverosímil que hoy mueran personas de rabia, después de ser atendidas hasta en cuatro consultorios privados.

La mordida tardó en sanar casi dos meses y quedó la huella, era más profunda de lo que parecía. A veces molestaba porque era a la altura del tenis, recordándome el encuentro con la naturaleza y nuestro circo de la salud. Lo que no creo que vaya a sanar es eso, la salud en México, sino todo lo contrario. El canijo me dejó su marca y una buena lección: que no te muerda un perro en domingo.