Ser norteño sale caro.
Esta es la historia de un hombre que enloquece todos los días por enfrentarse al calor.
Existen personas con complejo de lagartija de National Geographic. Seres que son capaces de caminar sobre brasas ardientes, dormir sobre un comal o tragar mole sin sentir agruras. Malditos faquires de vitrina. Los odio. Los envidio. Los odio y los envidio. En mis cuarenta y seis años de vivir en el desierto no he podido ser team calor.
Cada año es lo mismo: un deshidratarse de oquis, empapar de sudor hasta el asiento del carro, volverse irascible como octogenario con dolor de próstata, gastar una pequeña fortuna en electrolit que no quitan la sed nomás empalagan. Ya sabe uno la que le espera. Sin embargo, este 2024 le han soltado más la correa al diablo. En Towers alcanzamos los cuarenta y cinco grados a la sombra y se ha desatado una epidemia de escasez de hielo que duele como la ley seca misma.
BAJO ESTAS INCLEMENCIAS no existe nada pior que quedarse sin aire acondicionado. Y eso fue lo que le ocurrió a éste, su redactor de confianza.
Hace un par de años relaté, en este mismo espacio, mi búsqueda del Santo Grial de los aparatos de aire. La providencia fue indulgente conmigo y lo encontré.
Un artefacto con una hélice del tamaño de un disco de arado que se chupaba 3 mil pesos de luz al bimestre. Pensé que nunca volvería a padecer calor. Pero la vida siempre dispuesta a darme de guamazos me demostró lo contrario.
Los tinacos que surten el agua de mi edificio están en el techo. Y pa acompletarla son negros. Les pega el sol todo el pinche día. Ya no necesitamos hervir agua para café. Basta abrir el grifo y llenar una taza para que se disuelva a la velocidad de la ignominia. Lo hemos comprobado. Dicha agua entra en el aparato de aire y moja el celdek. El aire que sale de los ductos es del mismo calibre que el aliento de Satanás. El departamento agarra la consistencia de un auténtico temazcal. Veinte mil pesos gastados a lo lelo.
Desde diciembre pasado lo guaché venir. Pero no me quedé en la cantina a esperar a fingir demencia, como el chapulín de la fábula de La hormiga y la cigarra. Mi perro y yo dimos largos paseos en busca de un lugar para rentar. Me bajoneaba tener que renunciar al depa. Lo he empollado durante doce navidades. Desde El karma de vivir al norte todos mis libros los he escrito aquí, incluida la mitad del El menonita zen, la otra micha la urdí en Coyoacatlán.
SOBRE MÍ PESA UNA MALDICIÓN. Soy basura del centro. Me resisto a salir del primer cuadro de la ciudad. Misteriosamente no encontré nada que se ajustara a mis necesidades. El tiempo pasaba y la época de calor se aproximaba a la velocidad de la angustia. La solución, lo sé ahora, estaba ahí, pero me negaba a reconocerla. No existe nada menos punk que un minisplit. La pesadilla del aire acondicionado. El símbolo del aburguesamiento rampante. Si la gente de los barrios bravos aguanta sin minisplit, yo también puedo, me he repetido como un mantra y he seguido adelante. Como lo hacen aquellos que no se pueden permitir una comida en Rosetta.
De sopetón llegó el mes de abril y el termómetro comenzó a hincharse con lujuria. Encargué a mi perro en casa de la mamá de mi hija y empecé a peregrinar por los sofás de mis amigos con aire acondicionado. Conciliar el sueño en mi depa era imposible. Bastaba con acostarme cinco segundos sobre el colchón para sentirme una gordita de chicharrón prensado sobre el comal. Durante el día recalaba en la cantina. Desde las doce del día, antes incluso que abriera al público, ya estaba acomodado bajo las mieles del aparato de aire. Entraba a los cajeros sin necesidad de retirar dinero, visitaba los Oxxo sin comprar nada. Así como otros chupan wifi de donde se pueda, yo me refrescaba en los lugares que tuvieran aparatos prendidos a veinte grados.
Y así hubiera podido pasar todo el verano, hasta mediados de septiembre. Como una versión actualizada de El nadador de Cheever. Yendo de piscina en piscina de aire acondicionado. Entonces ocurrió lo del Jersey. El aparato de aire en casa de la mamá de mi hija se despedorró y al perro le quiso dar un golpe de calor. Vomitó y estuvo débil, echado toda una tarde, sin ganas de nada. Cuánto calor puede aguantar un punk, me pregunté. Pero el perro qué culpa tiene. Mi alcoholismo, de por sí entusiasta, estaba siendo exacerbado por mis visitas diarias a la cantina. Así que la mejor solución, para el perro, para mi hígado y para mis amigos, era que pusiera un minisplit en mi cuarto.
Te mienten. Juegan con tu mente. Con tus sentimientos. Y con tu tranquilidad
COMENZÓ UNA NUEVA DANZA. Una tan horrible como el calor mismo que me aquejaba. No existe persona más irresponsable que un técnico del aire. Te mienten. Juegan con tu mente. Con tus sentimientos. Y con tu tranquilidad. Ojalá en el infierno haya un nivel reservado para ellos. Orita sí muy nalguitas, te cobran lo que quieran. Orita sí, son los reyes. Los más solicitados. Pero ya nos veremos en enero, culeis. Cuando anden tocándome la puerta para preguntarme si no tengo un trabajito que darles. Que si me barren la banqueta. Que si me lavan el carro.
Hablé con cuatro y los cuatro me dieron presupuestos distintos. Un desmadre. El primero quería que nos colgáramos de afuera directamente. Tas loco, bato, le dije, me agarra CFE y me cae la voladora. A mi amigo la Tóxica lo agarraron con un diablito y pagó 80 mil pesos de multa. Y eso ya con descuento. Uno dijo que debía subir un cable desde el medidor hasta mi depa. Traducción: cuatro pisos. Más traducción: un dineral. Más carísimo que una Mac nueva. Más aparte el minisplit. Mejor me mato. Y así acabamos rápido con este cablerío.
Una vez más, sé que no lo merezco, pero mi perro sí, fui salvado por la mano del destino. Me topé con un morro que toca la trompeta en un conjunto de cumbia que además sabe instalar minisplits. Resultó que teníamos conocidos en común. Sólo para venir a hacer un “diagnóstico” se tardó quince días. Y una semana más en venir. Me plantó varias veces. Pero en cuanto vino no paró hasta terminar el trabajo. Tuve que lisonjearlo con caguamas y hamburguesas al carbón. Al final hasta un ejemplar de Mantén la música maldita me bajó. Pero por fin se ha cumplido mi sueño drogado. Dormir cobijado como si estuviera en un hotel cuatro estrellas.
Tardé mes y medio en concretar la bendita instalación. Hemos arrancado junio con pingüinos correteando por el cuarto. Ahora estamos aquí embutidos mi hija, mi perro y yo. Y no salimos más que para ir al baño. Este verano, como ninguno, me ha hecho plantearme más en serio que nunca largarme a vivir a otra ciudad. Algo que no consiguió ni la guerra vs. el narco. Quizá sea el calor el que me haga correr de una vez por todas.