Decaer implica deteriorarse, y lo decadente exhibe el deterioro en pleno proceso. Sin embargo, el arte decadente decimonónico (particularmente el literario) que buscaba, a decir de José Juan Tablada, “el refinamiento de un espíritu que huye de los lugares comunes” para acceder a un estado “suprasensible”, asumió con frenético descaro el contrasentido: alcanzar lo sublime en medio de la enfermedad, la violencia, los excesos, y los variados claroscuros que, bajo el escándalo, conviven en una interioridad laica (pero con devoción por la trascendencia) y científicamente asediada (por imponente, esquemática, y que enfrentó la experimentación sensible a todo indicio metafísico, Dios incluido).
Sobre estos refinamientos decadentes trata la novela Lo que los monstruos nos hicieron de José Mariano Leyva. El terrible asesinato de una mujer en la Ciudad de México de 1901 conduce al detective y conferencista Servando de Lizardi, euclidiano y soberbio positivista, a descubrir el rostro del infame asesino. Lizardi tiene el apoyo de una niña que fue el único testigo pero a la que, traumatizada, se le dificulta expresarse. La arrogancia científica de Lizardi convive con el desconcierto que le generan las pistas dejadas por el asesino: fotografías de la tortura sufrida y el libro Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827), del inglés Thomas de Quincey. El desconcierto conducirá a Lizardi (frenólogo convencido) a explorar disciplinas que, para la mentalidad científica de principios del siglo xx, eran adversas al dato duro del método experimental: la psiquiatría y el arte decadente mexicano.
LIZARDI ACUDE EN BUSCA de consejo a su mentor, un eminente médico que trabaja con rayos x, pero también y de mala gana a un psiquiatra (de padre espiritista) y un escritor decadente, enemigos vocacionales que, conforme avanzan sus investigaciones, se vuelven recursos periciales (para la hermenéutica del crimen) imprescindibles, pero también grandes amigos, sobre todo cuando Lizardi termina trabajando en un circo de Coyoacán. El asesinato de la mujer no fue una experiencia bella (al modo que plantearía De Quincey), sino un experimento científico. Para Leyva, la ciencia del recién superado siglo xix adolece aún de imaginación (o superstición) y crueldad. Lo que termina por salvar a las víctimas es la visión humanista de la pedagogía y la psicología, sugerentes novedades del siglo. Leyva añade a su obra una especie de apéndice que fundamenta históricamente los lugares y modos de pensar de una época. El apéndice es, también, una marca personal, y no literaria, que advierte, con discreción, un diálogo de más de quince años entre el autor y la historia cultural del Porfiriato.
El diálogo inaugural fue El ocaso de los espíritus. El espiritismo en México en el siglo XIX (2005). Bien documentado y que, además de recordar la afición que demostraron escritores mexicanos como Alberto Leduc (decadente) y Pedro Castera, analiza la misión teórica del espiritismo: demostrar científicamente, mediante la electricidad y el magnetismo (novedades decimonónicas), la existencia de inteligencias parlantes. Su misión fue edificar moralmente el mundo, con la asesoría de los muertos, particularmente ilustres, como San Agustín. Esta visión recibió la crítica severa de la Iglesia y de los propios científicos positivos, y de este modo es que tal vez el psiquiatra humanista Rogelio Campuzano de la novela, se mantuvo suspicaz cuando su padre espírita lo llevó a una sesión.
En 2013 Leyva publicó Perversos y pesimistas. Los escritores decadentes mexicanos en el nacimiento de la modernidad, un estudio exhaustivo sobre el desasosiego y el tedio de los artistas decadentes de finales del siglo xix, enfrentados al contexto frío e imparable de la ciencia, ausente de trascendencia y materialmente prometedora, pero desoladora. Los resultados estéticos de este grupo fueron lúgubres, grotescos o sádicos. La postura decadente fue social y deliberadamente controvertida, al grado en que figuras como Atenedoro Monroy (para México) y Pompeyo Gener (para España), consideraron esta literatura como la evidencia de una patología mental. En tal contexto es que puede entenderse la reacción arrogante y escandalizada del detective Lizardi.
Leyva añade a su obra una especie de apéndice que fundamenta históricamente los lugares y modos de pensar de una época.
Leyva, desde 2005, ha incursionado en el estudio de las formas de pensamiento en torno a la cultura (arte y ciencia, sobre todo) del último cuarto del siglo xix mexicano, y lo ha hecho desde la historia y de la creación literaria que, desde su visión, no deja de ser también un documento histórico. La diferencia entre la totalidad urbana de una época, reconstruida en Panorama mexicano. 1890-1910 por el más recalcitrante y comprometido de los decadentes, Ciro B. Ceballos (Cirobé, muy citado por el autor), y la totalidad urbana y de ideas, hecha por él, estriba en lo que T.S. Eliot indicó sobre cierto privilegio que el presente tiene sobre el pasado, ya que el primero tiene un conocimiento tal del segundo, “como no puede acreditarlos el conocimiento que el pasado tiene de sí mismo”. Leyva ha aplicado una virtud de este privilegio: acceder a las fuentes que permitan construir una totalidad de ese pasado más integral, y no precisamente desde la visión tan fragmentaria, como natural, de ser juez y parte de una época. Acaso José Mariano Leyva sea nuestro Cirobé decimonónico, pero desde este primer cuarto del siglo xxi.