UNA ROSA PARA JOYCE
Joyce, al terminar [un] relato, en Trieste, se lo leyó a su más importante alumno particular, el ingeniero Ettore Schmitz, y a su mujer, Livia. Ésta, emocionada sin palabras, se levantó y fue a buscar una rosa para Joyce: algún día, su cabellera se convertiría en la corriente del Liffey en la imaginación de Joyce y ella misma se transformaría en “Anna Livia Plurabelle” de Finnegans Wake. Pero no habría motivos para que –como escribió Joyce al marido– éste empuñara celoso ningún arma: todo entraba en una comunidad espiritual y literaria entre los tres. En efecto, Schmitz, propietario de una gran empresa de pinturas navales, era hombre literario y, al reconocer, en las clases, el talento de su mercante di gerundi, le confío que había publicado hacía tiempo dos novelas que no habían tenido ningún eco, Una vita y Senilità, bajo el seudónimo –como el lector ya habrá caído en cuenta– de “Italo Svevo”. Joyce, cuando las leyó, le citó de memoria algunos pasajes, afirmando que ni el mismo Anatole France los mejoraría, y le dio a leer a su vez, con el púdico pretexto de que sirvieran de ejercicio de inglés, sus propios escritos. Svevo, entonces, bajo apariencia de ejercicio escolar, y en un inglés ligeramente torpe, le redactó un admirable análisis crítico. Más adelante, Joyce sacaría a Svevo de su tumba literaria y le permitiría ser famoso en Francia y en Italia: pero nada igualaría a la dignidad de aquellos dos escritores semidesconocidos reconociéndose mutuamente en su genialidad, pero, dentro de una mesura analítica digna de la mejor crítica profesional.
José María Valverde, Conocer Joyce y su obra, Editorial Dopesa 2, 1978.
CONFESIÓN
26 de junio, 1966.
Quiero escribir cuentos, quiero escribir novelas, quiero escribir en prosa. Pero no puedo narrar, no puedo detallar, nunca he visto nada, nunca he visto a nadie. Tal vez si me obligaran a ver, si me obligaran a expresar fielmente lo que veo. La poesía me dispersa, me desobliga de mí y del mundo. Pero contar en vez de cantar. No sé. Es como el lápiz mágico con el que soñaba de niña: que supiera, solo, multiplicar y dividir. Así ahora, me gustaría escribir novelas en el estilo más realista y tradicional que existe. No sé por qué me parece que una novela así es un verdadero acto de creación. Porque la poesía no soy yo quien la escribe.
Alejandra Pizarnik, Diarios, Edición a cargo de Ana Becciu, Lumen, 2003.
LIGEREZA
¡Nuestro mundo occidental! Cuando veo las figuras de hombres y mujeres moviéndose con desgana tras los muros de su prisión, resguardados, recluidos por unas breves horas, me siento asombrado ante la capacidad potencial para el drama que todavía hay en esos débiles cuerpos. Tras los muros grises hay chispas humanas, pero nunca una conflagración. ¿Son hombres y mujeres, me pregunto, o son sombras, sombras de marionetas pendientes de cuerdas invisibles? Aparentemente, se mueven en libertad, pero no tienen dónde ir. Sólo en un ámbito son libres y en él pueden errar a voluntad… pero todavía no han aprendido a alzar el vuelo. Hasta ahora no ha habido sueños que hayan alzado el vuelo. ¡Ni un solo hombre ha nacido lo bastante ligero, lo bastante alegre, como para dejar la tierra! Las águilas que batieron sus poderosas alas por un tiempo estrellaron pesadamente contra la tierra. Nos aturdieron con el batir y el zumbido de sus alas. ¡Quédense en la tierra, águilas del futuro! Se han explorado los cielos y están vacíos. Y lo que yace bajo la tierra está vacío también, lleno de huesos y sombras. ¡Quédense en la tierra y naden otros centenares de miles de años!
Henry Miller, Trópico de cáncer, trad. Carlos Manzano, Plaza & Janes, Barcelona, 1996.
CARTAS
Fue tal la emoción de Goethe, que se apresuró a comunicar la noticia de su nueva amistad al joven Fritz von Stein, sin duda para que éste la comunicara a su madre. Como Goethe recibió tal carta el 28 de agosto, escribió a Schiller: “Jamás se me ha hecho mejor aguinaldo de cumpleaños… Compartiré con usted cuanto hay en mí. Pues, mientras más me convenzo de que mis ambiciones superan las fuerzas de un hombre y la duración normal de una vida, más anhelo depositar en usted mil proyectos, no sólo para darles segura guarda, sino para que usted les comunique nueva vida y nuevo vigor”.
Alfonso Reyes, Trayectoria de Goethe, FCE, México, 2014.
AMULETO
La obra [artística] fue trasladada a hombro por los miembros de esa Compañía desde Cortona a Arezzo, y Luca [Signorelli], aunque anciano, quiso asistir a la colocación de la misma. Durante su estada en la ciudad, deseó volver a visitar a sus parientes y amigos. Se hospedó en la casa de los Vasari, siendo yo un niño de ocho años, y recuerdo al bondadoso anciano, tan gracioso y fino, que cuando oyó decir al maestro que me enseñaba las primeras letras que yo, en la escuela, sólo me ocupaba en dibujar figuras, se volvió hacia mi padre diciéndole: “Antonio, si no quieres que Giorgino se convierta en un inútil, hazle estudiar dibujo; pues aunque estudie las letras, el dibujo sólo puede serle útil y darle honor y placer, como a todos los hombres de bien”. Luego, dirigiéndose a mí, dijo: “Estudia, pequeño pariente”. Habló de muchas otras cosas, que no repetiré, pues sé que no he realizado, ni remotamente, las esperanzas que el buen viejo puso en mí. Al saber Luca que yo sufría de fuertes hemorragias nasales, las cuales a menudo me producían desvanecimientos, me puso con mucha ternura un amuleto en el cuello. Eternamente me quedará grabado este recuerdo de Luca.
Giorgio Vasari, Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, trad. Julio E. Payró, Editorial Cumbre, 1979.
MUERTE CERCANA
Una pesadilla me arrojó fuera de la cama. Cuatro sujetos salidos de no sé donde pretendían violarme. Ya me habían despojado del cinturón y se empeñaban en bajarme los pantalones. Yo gritaba, manoteaba, pateaba y en una de ésas me vi en el piso de la recámara. Mi cabeza había rebotado contra la madera dura de un sillón y yo sentí que me abrí en pedazos. Me asustó un calor desconocido que me recorría la espalda. Quise mover las manos y las encontré sin fuerza. Los dedos también estaban inertes. Algunos de mis hijos ahí presentes me pidieron que procurara moverme a fin de acomodarme en una silla. El propósito resultó inútil. Me encontraba paralizado.
El viaje en ambulancia hasta Médica Sur fue a toda velocidad, enloquecedora la estridencia chillona de la sirena del vehículo. Me acompañaban dos de mis hijas. Yo sentía la muerte y la deseaba como una obsesión. No tuve un pensamiento para Dios o el más allá, una añoranza para Susana, algunas palabras silenciosas para mis hijos, para mis amigos
hermanos, para los muchos que me han dañado. Tampoco supe del arrepentimiento por la vida torpe que había llevado. La ambulancia llegó finalmente y, en el quirófano, la oscuridad me envolvió.
Julio Scherer García, “Morir a tiempo”, Periodismo para la historia, Antología, Grijalbo, 2024.