Una ciudad con el mar al centro

OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

Una ciudad con el mar al centro
Una ciudad con el mar al centro Foto: State Library and Archives Florida

La Oficina de Objetos Perdidos, en el primer cuadro de la ciudad, tiene la suerte de estar alojada en un edificio de piedra. Es un antiguo convento que está fresco y bien iluminado desde hace varios siglos. El mobiliario de tablarroca, fierros y tapices contrasta con la altura de sus techos y las largas ventanas de otra época.

La ausencia de algún dependiente que responda el timbre de la recepción hoy es un alivio. Puedo descansar del calor en esta estancia, tomar un poco de agua en los conos de papel que están junto al garrafón del fondo y esperar sentado. Esperar no es nada para quien hace tiempo ha perdido algo. Juego con la foto que he de entregarle al dependiente, esperando que sepa algo del hombre que sonríe a la cámara, muerto hace un siglo, o de su pequeño restaurante.

El ventilador que lleva la cuenta del tiempo, oscilando en exactos lapsos repetidos, me sumerge en una tranquilidad inaudita, una tranquilidad que parece imposible allá afuera. Las marcas del tiempo y la humedad en el muro empiezan a sugerirme figuras, y con la corriente de aire tímido que va secándome el sudor de la nuca, cierro los ojos sólo un momento, arrullado por la pasmosa soledad de esta oficina.

“Siempre es una aparición inaudita el mar. En noches como ésta, la memoria de los lagos se enciende. El agua se acuerda y sube. Con el rencor de algunos siglos desterrada, seca, vuelve cargada de sal y sólo obedece a la luna. Recupera sus dominios y se aprestan las barcas que la gente conservó en algún lado. Es imposible esta ciudad con el mar al centro. Sin embargo, las aves y los peces no parecen de otra parte. Las garzas, que adornan los dinteles en parejas, miran sin entusiasmo las copas de los árboles que asoman su follaje al panorama. La Catedral asume su vocación de faro y se le ven bien las olas, rompiendo en sus paredes y prestándole lo blanco de su espuma.

Se está bien en esta barca, la verdad. Los habitantes están tranquilos cuando vuelve el mar y les recuerda al lago. El desfile de lanchas y cayucos, cargados de gente y flores, le devuelve a estos rumbos un paisaje ancestral, al que apenas le estorban los edificios.

Y la vida sigue debajo del agua también, aunque todos saben que estará sólo una noche o dos. Después, con el sol, se volverán a secar las piedras y acaso no vuelva nunca a haber un mar donde hubo un lago y una ciudad de noche.

De los comercios que están abiertos, ignorando al mar, una joyería destaca en su abandono submarino, con el oro de sus luces confundidas en el agua, como el tesoro de un naufragio. Sin embargo, los únicos que entran al pasaje de los arcos van a otro sitio sumergido y más oscuro. Es un tugurio que sólo existe en las noches de mar.

Dejo la barca, me sumerjo y nado hasta su entrada de cueva hechizada. Al interior, todos toman algo bajo el agua, en jarros de madera o pedrería, y me miran como peces detenidos y en sus ojos existe la sospecha de que tal vez sea yo un viejo conocido.”