Entre otras muchas cosas, un clásico es un libro con la capacidad de contradecirse, un alegato que contiene su propia refutación. Esto permite, en una lectura dócil, que todo lector —es decir, toda época— encuentre en él un argumento de autoridad para demostrar lo que quiera demostrar. Se trata de un ejercicio irresistible de cuya práctica, por supuesto, yo no me voy a privar. Sin embargo, por pertinentes que resulten las citas, por elocuente que sea el desarrollo argumentativo, por enfáticas que parezcan las conclusiones, interpretar un clásico será siempre una actividad peligrosa, pues uno mismo, sin advertirlo, ya se está rebatiendo. De esta forma, a pesar del crítico, la lectura de un clásico siempre será compleja por inconclusa. A diferencia de los libros que tienen las cosas tan en claro que sólo permiten una sola interpretación, los clásicos obligan a tomar postura: propician una lectura libre y, se sabe, la libertad es problemática y exigente. Es lo que tienen los clásicos: nos gritan lo que queremos escuchar, pero también susurran lo que preferiríamos no leer.
ESTE AÑO LA VORÁGINE cumple cien años de elogios y de ataques, de ser puesta como ejemplo de novela moderna y de novela anticuada, de ser leída como texto de denuncia y como tratado de antropología. Todo ello es verdad, con la salvedad de que La vorágine es eso y algo más. Dentro de ese “algo más”, que engloba una multitud de acercamientos posibles, y tras releer una vez menos la novela de José Eustasio Rivera —porque la relectura de determinadas obras es tan novedosa que borra las lecturas anteriores—, me llamó la atención especialmente la visión que la obra captura y desprende sobre la cultura escrita y la legalidad en Latinoamérica. Ambos temas constituyen dos de los ejes a través de los que se ha interpretado el texto, por lo que estas notas no pretenden ser sino una continuación de estas lecturas.
Junto con otras novelas criollistas, se ha visto en La vorágine un ejemplo más de la vieja dialéctica latinoamericana de civilización contra barbarie. El mismo protagonista, el soberbio y mal poeta Arturo Cova, advierte que conforme huye de Bogotá y se interna primero en los llanos y después en la selva ocurre una transformación no sólo del paisaje, sino sobre todo de las abstracciones que lo rigen, como el marco legal e ideológico. Después de todo, él se encuentra huyendo, junto con Alicia, su pareja, de una legalidad corrupta que ordenó su arresto para imposibilitar su romance con ella, comprometida a la fuerza con un viejo poderoso. Que Cova tenga que huir de una justicia vendida al mejor postor nunca lo hace cuestionarse el carácter civilizado que por descontado le asigna a la ciudad, y, sin importar que en los llanos goce de una libertad que no tiene por qué perder, quiere “volver a las tierras civilizadas, al remanso de la molicie, al ensueño y a la quietud”. Paradójicamente, los llanos le ofrecen la libertad que la ciudad, con toda su civilización, le arrebataría arbitrariamente.
Gracias a La vorágine, se conoció el sistema de esclavitud por medio del cual se extraía el caucho y que supuso el exterminio de varios grupos indígenas.
Todavía en los llanos, que funcionan como un espacio de transición entre la ciudad y la selva, una especie de purgatorio donde el cielo y el infierno están más o menos presentes y ausentes, quedan rastros de un sistema legal que muestra sus limitaciones. Por ejemplo, en un momento dado, un comisario contacta con Cova y le entrega una notificación que debe firmar. Todo en la breve escena es absurdo: el comisario cuenta que aceptó ese mal trabajo porque está preso por robar ganado en el pueblo que representa, y ni él, el representante de la ley, ni Cova, el de la literatura, llevan consigo un instrumento tan esencial a su oficio como lo es una simple pluma, como bien advirtió Sylvia Molloy en su imprescindible estudio sobre La vorágine. Para conseguirla, no se les ocurre nada mejor que afirmar que “adelante la conseguimos”, o sea, más lejos de la ciudad y más cerca de la selva, como si el carácter asignado a cada geografía empezara a invertirse.
Poco después, Cova se topa con un juez, y el encuentro no puede ser más significativo. El aspecto del funcionario de la justicia es igual de grotesco que su opinión de la población a la que debería de salvaguardar:
El tísico rostro del señor juez era bilioso como sus espejuelos de celuloide y repulsivo como sus dientes llenos de sarro. Simiescamente risible, apoyaba en el hombro el quitasol para enjugarse el pescuezo con una toalla, maldiciendo los deberes de la justicia que le imponía tantos sacrificios, como el de viajar mal montado por tierras de salvajes, en inevitable comercio con gentes ignorantes y mal nacidas, dándose al riesgo de los indios y de las fieras.
Como si esto no bastara para cuestionar el orden legal de la ciudad civilizada, sin perder el tiempo, el juez exige un soborno: “¡Pónganse ustedes, incondicionalmente, al servicio de la justicia y cámbienos estas bestias por otras mejores!” La justicia, así, aparece como un aparato débil, risible, iletrado y corrompido, que sólo se pone a funcionar cuando se trata de interferir en las relaciones afectivas de dos personas, soborno de por medio.
ESTE ORDEN QUEBRANTADO contrasta con el que Cova se encuentra una vez que penetra en la selva y en las caucherías. Gracias a La vorágine, se conoció en todo el continente el sistema de esclavitud por medio del cual se extraía el caucho y que supuso el exterminio de varios grupos indígenas del Amazonas. Por supuesto, la difusión de las atrocidades cometidas por los empresarios caucheros poco tuvo que ver con la abolición de dicho sistema, que terminó cuando los ingleses lograron robar algunos miles de semillas de la planta del Amazonas para cultivarlos en sus colonias de Asia a un menor costo. Pero, contra lo que se ha repetido, el régimen de esclavitud imperante en las caucherías no respondía a la anarquía y la barbarie, sino que se trataba de un aparato reglamentado hasta en sus más mínimos detalles. Podría pensarse que se trataba de un sistema ilegal, pero no es así: era un sistema que construyó su propia legalidad, ajena a la que oficialmente regía en el país, pero con la incontestable ventaja de que éste sí se aplicaba con toda severidad. Esta realidad no escapa a Clemente Silva, el fugitivo de los caucheros que, en su huida, se adueña de la novela al arrebatarle la voz a Cova y contar su vida y describir el sistema de explotación:
El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de la región, no pueden cambiar de dueño antes de dos años. Cada individuo tiene una cuenta en la que se cargan las baratijas que le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona el caucho a un precio irrisorio que el amo señala. Jamás cauchero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está en guardar el modo de ser siempre acreedor. Esta nueva especie de esclavitud vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos.
Como todo sistema legal, el de las caucherías se basa en un texto escrito. Si la ciudad civilizada tiene su constitución y sus códigos para gobernar legítimamente, la selva también tiene sus libros oficiales, los que deciden la suerte de sus habitantes. De esta forma, la esclavitud no responde a un ejercicio arbitrario del poder ni a la barbarie asociada a la naturaleza, sino a un registro metódico que valida a las propias leyes y que determina el destino de los trabajadores y de sus familias, tal como cuenta también Clemente Silva: “Mas el crimen perpetuo no está en las selvas sino en dos libros: En el Diario y en el Mayor. Si Su Señoría los conociera encontraría más lectura en el DEBE y en el HABER”.
El poder definitivo de la escritura sobre la vida no escapa de ninguna manera a Clemente Silva, quien, desesperadamente, intenta emplearlo a su favor. Silva recorre el Amazonas colombiano y brasileño buscando a su hijo, quien logró escapar de un empresario cauchero sólo para ser capturado y vendido por otros. Para poder contactarlo, Silva graba mensajes en los árboles de caucho, con la esperanza de que alguna vez su hijo pueda leerlos. Sin embargo, al no ser una escritura oficial y legitimada, ni tener un soporte —físico pero también ideológico— sólido y autorizado, es borrada por los guardias de seguridad o se desvanece con el tiempo.
Si la ciudad civilizada tiene su constitución y sus códigos para gobernar legítimamente, la selva también tiene sus libros oficiales, los que deciden la suerte de sus habitantes
LA IMPORTANCIA DE LA ESCRITURA tampoco escapa a los caucheros, quienes evitan la circulación y la lectura de cualquier texto impreso que pueda cuestionar su régimen. Por una parte, ellos mantienen en secreto los libros en los que se reglamentan las leyes que rigen a las plantaciones y en los que se llevan las cuentas de los trabajadores esclavizados y, por otra, reprimen con una violencia extrema cualquier tentativa de acceder a una escritura que escape de la administrativa. Por ejemplo, en un pasaje de la novela, se cuenta que los trabajadores se pasaban de mano en mano un ejemplar de un diario de Iquitos, en el que un periodista denunciaba sus condiciones de trabajo y exigía la intervención gubernamental. Dado que la mayoría de los trabajadores eran analfabetos, la lectura de las hojas gastadas del diario se hacía en voz alta, casi como una asamblea. Sin embargo, una de esas lecturas colectivas fue descubierta por los caucheros, quienes castigaron ejemplarmente a los lectores y oyentes clandestinos: “Al lector le cosieron los párpados con fibras de cumare y a los demás les echaron en los oídos cera caliente”.
Paradójicamente, en la ciudad civilizada la ley es esquiva y sus representantes ni siquiera tienen una pluma con la que ejercer la autoridad de su escritura, mientras que, en la selva, el orden legal que la rige —fundamentado en una escritura secreta pero real, es decir, completamente controlada— se aplica con el rigor inquebrantable de una violencia despiadada. Parecería que ambos sistemas se oponen, pero en realidad se justifican mutuamente: la ciudad, con sus buenas intenciones, necesita la crueldad de la selva como contraste y para fundamentar las bondades de su letra muerta, mientras que la selva impone su represión conforme a sus propias reglas, amparada en la debilidad del poder central. En este sentido, la verdadera civilización letrada es la de los caucheros, pues su poder emana de la escritura y se ejerce a través de ella, a la que controlan en todos los sentidos. Si por barbarie entendemos la violencia ejercida contra la población despreciada tanto por el juez y por los caucheros, entonces ésta se desprende de la civilización que los caucheros sí pudieron establecer, a diferencia de los poderes oficiales. La barbarie surge de la civilización y se fundamenta en sus mecanismos de gobierno, en especial, en la escritura.
Las legales no son las únicas escrituras que se contraponen en la novela; de hecho, si partimos de la base de que toda novela cuenta una transformación, la más radical que sucede en La vorágine es la de la escritura de su propio texto. En las primeras páginas, cuando Arturo Cova y Alicia abandonan la ciudad y recorren el campo, las descripciones son bucólicas e idílicas, casi una parodia de un modernismo que para entonces ya estaba agotado, pero insistía en ver cisnes azules en cualquier paisaje que se volviera literatura: “Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites, veía parpadear las estrellas”. Paulatinamente, con los primeros ataques de malaria y ante el descubrimiento del nuevo orden, esta retórica se abandona y se sustituye por la de la crudeza de la violencia, por la de la velocidad de la narración, por el caos afiebrado y revuelto de voces al que alude el título, es decir, por las “páginas truculentas”, como Cova califica a su propio escrito, pues recuérdese que La vorágine, con toda intención, se presenta con el viejo recurso del manuscrito transcrito y que habría sido redactado por su protagonista, convertido así también en narrador y autor.
Dentro del texto, todo se ha transformado, de los personajes —ahora enfermos y envilecidos— a la retórica —cada vez más confusa y violenta también ella—, pasando por el orden legal —ahora implacable con unos en
beneficio de otros—. Pero Cova y los suyos ya no tienen escapatoria y prosiguen su huida hasta culminar con esa legendaria última frase de la novela: “¡Los devoró la selva!”. Una selva de árboles y serpientes, claro, pero sobre todo de signos y escrituras, de leyes y retóricas, de la que habría que ver ya no si los personajes de La vorágine lograron salir, sino si la que sigue inmersa en ella no es la realidad latinoamericana.