En Los paraísos artificiales, Charles Baudelaire llamó al vino y al hachís “medios de multiplicación de la individualidad”. A lo largo de la historia los seres humanos hemos creído que es posible trascender nuestra conciencia. Añoramos ampliar nuestras percepciones de un universo que sentimos pero que no podemos tocar. Las sustancias químicas que alteran la forma en la que percibimos el mundo han jugado un papel crucial en esta búsqueda.
Hoy, la crisis del fentanilo en Estados Unidos ha vuelto a poner sobre la mesa el debate de la legalización o despenalización. Todo el mercado negro de estupefacientes y estimulantes está contaminado por este opioide cuyo poder supera al de la heroína en 50 a 1. En México sabemos bien lo que nos dejó la política prohibicionista que empezó en el 2006 y sigue hasta el día de hoy con su cauda de muerte y destrucción. Es una guerra que convierte en criminales a los drogadictos y cuya acción bélica frente a miles de células criminales las ha fortalecido hasta el punto en que detentan un armamento realmente poderoso y cuyas redes se extienden hasta China.
HACE MUCHOS AÑOS, EL 2 DE JUNIO DE 1984, Fernando Savater escribió en un artículo publicado en El País lo siguiente:
¿Qué se ha logrado con la prohibición de las drogas? No desde luego acabar con su consumo o tráfico, sino hacerlas más caras, más adulteradas y más interesantes: de un lado la rutina reprimida, de otro lo prohibido y peligroso… Dejemos de lado la hipocresía mojigata: numerosísimos líderes políticos, grandes capitanes de industria, artistas, profesores de universidad… y por supuesto policías y magistrados, toman habitualmente cocaína o heroína sin por ello hacer cosas más raras o reprobables que el resto de la población. No sé si tomar unas copas o pincharse de cuando en cuando mejora a nadie; admito que la salud pueda resentirse: pero el que cualquiera se convierta por ese medio en una piltrafa babeante de forma obligatoria es obviamente falso.
Para Savater lo más sencillo es culpar al adicto: “Pasto de sociólogos y psicólogos, de médicos y policías, de jueces, sacerdotes y políticos, esta dócil criatura mitológica (el drogadicto), es sentimentalmente tan polivalente como un cuchillo de excursionista: infunde pánico, inspira compasión, suscita desprecio, merece castigo o readaptación, es objeto de estudio, simboliza y expresa como un logotipo penalizado los males de este siglo que le conjuró”.
Hoy, la crisis del fentanilo en Estados Unidos ha vuelto a poner sobre la mesa el debate de la legalización o despenalización
LAS SUSTANCIAS QUE CONSUMIMOS e ingerimos son fundamentales en nuestro papel como ciudadanos. Aunque votar sea el acto más emblemático en términos de ciudadanía, comer y beber son actos mucho más importantes en este aspecto. Así lo afirma Thomas Szasz en su libro Nuestro derecho a las drogas: “Si nos dieran a escoger entre la libertad para elegir qué ingerimos y a qué político votamos, pocos (si hubiera alguno) escogerían lo segundo”. Y sigue, “¿por qué hemos cedido a nuestros gobernantes la capacidad de legislar sobre nuestros derechos más personales, como es el derecho al libre consumo y a la libre intoxicación?”
Szasz sitúa el origen de la prohibición contemporánea de las drogas en la cruzada que arrancó en Estados Unidos entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Dicha cruzada está ligada directamente con la prohibición de las imágenes consideradas obscenas que se dio entre las décadas de 1880 y 1914; este último año fue además en el cual se publicaron las primeras restricciones sobre el opio, la morfina y la cocaína. Estados Unidos se erigió entonces como el modelo y censor de la civilización moderna.
Hay en los argumentos de Szasz uno que vale la pena destacar: los vicios no son crímenes. Sí, es verdad que un vicio puede tener consecuencias de orden criminal, pero el vicio, en su definición más estricta —un acto por el que un hombre se daña a sí mismo o a su propiedad—, no es un daño o perjuicio a otra persona o a su propiedad. Dice Szasz que en este asunto solemos oscurecer las diferencias entre el vicio y el crimen y con ello también la diferencia entre persuasión pacífica y coacción gubernamental. En este sentido, escribe:
Una persona no se siente virtuosa cuando realiza un acto particular cuya alternativa está prohibida por ley. Por ejemplo, una persona con tendencia a la obesidad que sigue con éxito un régimen se siente orgullosa de su logro, que le sirve de continuo recordatorio sobre su capacidad de autodisciplina. Si la obesidad (“adicción a la comida”) fuera tratada como un delito, al igual que la adicción a las drogas, las personas no obesas obedecerían simplemente a la ley en vez de ejercitar su autodisciplina.
¿Abusar del consumo de sustancias que han sido ilegalizadas puede considerarse una enfermedad? Szasz dice que no, y que sobre esa ilusión es que los gobiernos han creado una serie de reglamentaciones e instancias burocráticas que poco van a ayudar a los seres humanos a progresar en términos éticos, de autodisciplina y libertad.