González o el poder de las palabras

OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

Titular de El Universal Gráfico Foto: Cortesía del autor

Enrique González estaba contento. Veía el comienzo del trajín cotidiano en las calles de la colonia como la preparación coreografiada de otro día. Compró el periódico.

“Es causa de profunda alarma el súbito encarecimiento de la vida”, cabeceó El Universal Gráfico el martes 5 de junio de 1934. Pero el día estaba tranquilo y habían sido amables todos con quienes se había cruzado esa mañana. No encontró dichas señales de alarma y el periódico seguía costando 5 centavos.

LO ABRIÓ POR LA MITAD cuando estuvo sentado en la banca del Parque General San Martín, delante del alto reloj art déco. El reloj desapareció detrás del papel. Un anuncio a plana completa de la cigarrera El Buen Tono ofrecía Campeones Rojos. 10 centavos el paquete de 18. En la plana contigua una nota llamó su atención: “Chofer poseído del vértigo de la destrucción”. Leyó la noticia. “Un chofer sembró el pánico ayer por la tarde. Su nombre es Enrique González y se halla prófugo…” Sintió una punzada en el estómago y se le nubló la vista cuando leyó su nombre en el diario. Aunque no podía ser. Él no manejaba un camión, no estaba prófugo y ayer por la tarde estaba jugando al ajedrez en la Ciudadela. Hizo un esfuerzo por enfocar y siguió leyendo “…manejaba el camión de la planta pasteurizadora Roma y según el acta levantada por las autoridades de la 8ª fue a chocar con el automóvil Chrysler que manejaba el señor Evaristo Reyes Ramírez y que en aquellos momentos se hallaba parado para que descendiera una señorita”.

Esa misma mañana, Enrique González dormía la mona en una obra negra de la colonia Peralvillo. Recordaba poco, cuando logró abrir los ojos hinchados de la noche anterior y el episodio del camión le aparecía en escenas inconexas pensó, con la cabeza a punto de estallar, que eran parte de un sueño frenético. Volvió a recostarse y se quedó dormido. Eran las 9 de la mañana.

ENRIQUE GONZÁLEZ TUVO QUE LEVANTARSE y dar una vuelta por el parque. Pensaba en la señorita que se salvó de la furia del chofer enloquecido. Sus tribulaciones se calmaron frente a la Fuente de los Cántaros. Pensó en Andrea Palma y la imaginó en blanco y negro, librando por un pelo la carrocería de un camión gigantesco. Pero la gran mujer de piedra que lo miraba desnuda le cortó la ensoñación, y la angustia que volvió a apoderarse de él lo llevó a la banca más cercana para terminar de leer la nota. “El pesado camión le pegó en la parte trasera al ‘Chrysler’, ocasionándole desperfectos, y antes de que el conductor de éste se repusiera, el chofer de aquél arrancó tratando de huir, imprimiéndole tal velocidad que metros adelante chocaba contra el Studebaker manejado por el señor Pedro Araiza. También en este caso se aprovechó del desconcierto, para escapar, huyendo a una velocidad fantástica y perdiéndose a sus perseguidores”. Todo el día estuvo nervioso Enrique González. Lo estremecían los ruidos habituales de la ciudad y se encerró, contrario a sus costumbres de peatón, toda la tarde a pensar en lo que había hecho.

González cedió al tormento de sus yerros a las 8 de la noche y se presentó a la comisaría para entregarse.