ANTES Y DESPUÉS
El 12 de agosto de 2022, Salman Rushdie se preparaba para dictar una conferencia cuando un joven subió al escenario y lo atacó con un cuchillo. Gracias a la intervención de Henry Reese, su anfitrión, y de varias personas del público, el agresor fue detenido. Antes, sin embargo, en 27 segundos, le asestó quince puñaladas en el cuello, pecho, brazos, mano, boca y en un ojo. Habían pasado un poco más de 33 años de la sentencia de muerte (fetua) que el Ayatola Jomeini había dictado contra Rushdie cuando apareció su libro Los versos satánicos.
Salman Rushdie decidió escribir un libro sobre esa agresión que lo colocó a las puertas de la muerte para desentrañar el caldo de cultivo que genera esa pasión criminal, diseccionar las secuelas que dejó en él y plantear la existencia de un antes y un después en su vida. Rushdie recrea su traslado en helicóptero, la atención de emergencia en el hospital, las múltiples intervenciones, el lento y tortuoso proceso de rehabilitación, el acompañamiento de su esposa Eliza Griffiths (poeta, novelista, fotógrafa), sus hijos y su hermana.
El atentado lo convirtió, de nuevo, en lo que no deseaba ser. En sus palabras: “me ha convertido una vez más en alguien que yo me había esforzado mucho en no ser. Durante más de treinta años me he negado a ser definido por la fetua y he insistido en que se me considere por los libros que he escrito… Casi lo había conseguido… Y heme aquí ahora, arrastrado por la fuerza a ese tema indeseado… Nunca podré librarme de eso…Siempre seré el tipo al que apuñalaron…”
En un lenguaje contenido pero expresivo y preciso Rushdie reconstruye el pasaje en el que osciló entre la vida y la muerte. El libro contiene muchas vetas, pero sólo me detendré en dos: la fragilidad y el acoso sobre la vida privada y las imperativas batallas públicas que se desprenden del relato.
LA PRIVACIDAD EN TIEMPOS ACIAGOS
Una serie de oportunas coincidencias hizo que conociera a Eliza. “El azar determina nuestro destino tanto o más que nuestras decisiones”. Casi en un tono de comedia romántica, Rushdie narra ese encuentro y su venturosa desembocadura. Gracias a él, escribe sin rubor, “me volví feliz”. “Fui feliz —fuimos felices— durante más de cinco años”. Las respectivas familias y los amigos de ambas partes los acogieron con gusto y lejos de la mirada del público vivían esa “felicidad profunda que prefiere la privacidad”, “que no requiere la validación ajena”.
Él había vivido, y en exceso, “esa implacable iluminación sin sombras” que supone el escrutinio recurrente sobre una persona. Y ella, persona discreta, jamás quiso estar en el centro del ojo público.
Rushdie constata, no sin un dejo de melancolía que “en los tiempos surrealistas que vivimos, la idea de privacidad ha pasado de ser algo que atesorar a convertirse, al menos en Occidente y sobre todo entre la gente joven, en una cualidad exenta de valor (o directamente indeseable). Si algo no llega al público, es que no existe”. Las personas tienen la necesidad de exhibirse y al parecer millones son unos probados voyeurs. Anuncian, incluso todos los días, lo que comen, los lugares que frecuentan, las reuniones familiares o con amigos, el cumpleaños de su perro, y eventos similares llenos de significado (por si anda distraído, esto último quiere ser irónico), y al parecer encuentran legiones que consumen eso por ocio, placer o necesidad de asomarse a las rutinas de los otros.
Eliza y Rushdie habían decidido “ser gente privada”. “Llevábamos la vida normal de unos neoyorkinos. Pero nada de redes sociales… Conseguimos pasar desapercibidos durante cinco años, tres meses y once días”. Era una vida privada “sin ocultarnos de nadie”. Y entonces sucedió el atentado y todo cambió. “Hizo trizas esa clase de vida.”
El acoso de la prensa y la necesidad de diseñar operativos de seguridad para cada traslado modificó de raíz sus prácticas. Por motivos de seguridad era preferible esconderse, para evadir a los medios, trasladarse de incógnito.
Esta es una época en la cual los medios han dejado de respetar las fronteras entre la vida privada y la pública e incluso han hecho de la vida íntima un entretenimiento. En muchos casos con la complicidad de las personas o actividades que requieren de esa exposición para ser “exitosas”. Las fórmulas del espectáculo se extienden a los diferentes terrenos de la vida e inundan desde la política hasta la academia.
RUSHDIE había vivido, y en exceso, esa implacable iluminación sin sombras que supone el escrutinio recurrente sobre una persona
DE LO PRIVADO A LO PÚBLICO
Para escapar de la trampa que lo ataba al atentado, para recuperar una cierta normalidad es que Rushdie decidió emprender la escritura del libro. Volvió a Londres y reactivó su cuenta de Twitter, ese “pozo envenenado”. Leyó la opinión de un profesor de Oxford “diciendo que quienes me defendían tenían una ‘idea neoliberal de la libre expresión’ ”, y no pocas voces que celebraban la agresión de la que había sido víctima.
Constató que su caso era parte de una “batalla más amplia” y que había que afrontarla. Por doquier aparecen narrativas para justificar lo injustificable. La agresión de Rusia a Ucrania, el supremacismo blanco en Estados Unidos, el sectarismo religioso en la India, “narrativas que privilegian a la mayoría y oprimen a las minorías”. Hay una guerra que es necesario emprender en muchos frentes: “contra el revisionismo fanático… contra las cínicas potencias… contra fantasías de un pasado idealizado… contra las contraproducentes mentiras”. Contra la intolerancia.
Para recuperar su vida, entiende, es necesario darle tiempo al tiempo, no abandonar las terapias y escribir. Escribir sobre su caso y sobre el ambiente ominoso que lo rodea.