En la fotografía más antigua que tengo de mí salgo sonriendo, posando ante la cámara. No sé cuántos meses tenía, no los suficientes como para saber que estaba siendo capturada por el lente. Recostada en una pequeña butaca, aparezco vestida con una blusa blanca, tejida, sin mangas, del pañal salen las piernas rollizas, los pies descalzos. Era la hora dorada, una luz ámbar inundaba el paisaje; los rayos del sol que atraviesan un ventanal me iluminan la cara. Mejillas sonrojadas, mirada perdida, alegre, ojos entornados, boca relajada, un gesto natural. No sé si estaba viendo hacia la Canon F-1, a mi madre que la sostenía, o a alguien que pasaba por ahí. Esa imagen reprodujo al infinito lo que tuvo lugar una sola vez y que nunca podrá repetirse. El tiempo fue interrumpido, inmovilizado, hubo una pausa. Quizás me robaron el alma.
Desde entonces he querido replicar esa foto, atrapar ese instante, el exacto momento que certificó mi presencia en el mundo. Los intentos han sido inútiles. Por eso me tomo a diario una decena de selfies, de forma obsesiva, ridícula, y los publico para mostrar mi fracaso. Sé que saturo mis redes sociales, aburro, me evidencio de más, me expongo, suprimo los límites entre lo público y lo privado. Lo que yo busco al creer que soy vista es comprobar mi existencia, testimoniar que aquí estoy, es una constatación de mí misma. En ellas me trato de significar, me multiplico sin lograr lo que persigo.
ENCUENTRO EL MOMENTO oportuno, el contexto, el lugar adecuado, el escenario ideal. Sigo las normas básicas de composición, la regla de los tercios, organizo los elementos de manera equilibrada, persigo la simetría en el encuadre. Pierdo horas haciendo las mil tomas; no quedan bien, son malogradas, fiascos visuales, residuos de aquello abstracto que aspiro aprehender en algo que tampoco es tangible. Me coloco en el centro, sostengo el celular al nivel de las cejas para una mejor perspectiva. Un ángulo, otro, elijo el mejor, giro hacia un lado, evito estresarme. Activo el temporizador, pasan diez segundos y click. Miro la pantalla, la acerco, salgo desvanecida, desenfocada, semejo un espectro. No hallo algún rasgo que me identifique con la bebé de aquel primer retrato al que tanto me he arraigado. Me habita una sensación de extrañamiento, me desconcierta, difiero de mí, no me reconozco del todo.
Algún día todas esas fotografías van a desaparecer. Arderán en fuego y quedarán cenizas, enterradas bajo las ruinas o perdidas en la nube virtual. Pero nadie podrá borrar lo que fui, aunque ya no me vean en mis selfies. Viviré en la huella de mis experiencias, en los recuerdos ajenos, cuando me sueñen y evoquen. La única certeza de mi paso por esta dimensión son mis descendientes, las semillas que cultivé, las amistades que forjé, las palabras que escribí, los libros que firmé. Trascenderé en ti, lector que me buscas en los textos que publico y en las fotos mías que tal vez recuerdes, donde no soy yo, pero tampoco otra, me parezco, aunque distinta, la de siempre y la de nunca. Gracias, y adiós.
*Un Waze para llegar a ti.