LAS GOTAS SUICIDAS
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana, se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga, ya es una gotaza que cuelga majestuosa y de pronto zup ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad
en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran, me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, Edhasa, 2018.
NATURALEZA DEL MAL
Martín Lutero dio a la razón el calificativo de “puta”. La insultó en esta forma porque se presta a todos los fines. Pero se limitó a insultarla. Sade, en cambio, hace que la “puta razón” actúe, demuestra su prostitución, practica la lascivia con ella ante los ojos del público. En Sade la razón misma se hace voluptuosa cuando se muestra en sus transparentes sofismas. ¿Por qué no habría de estar permitido calumniar? Una de dos: o bien la calumnia está injustificada, y entonces brindará al afectado una buena ocasión para refutarla —con lo cual podrá hacerse más virtuoso todavía—, o bien contiene algún fundamento, y entonces es bueno advertir a los otros contra un mal mediante la exageración. […]
Rüdiger Safranski, El mal o el drama de la libertad, trad. Raúl Gabás, Tusquets, 2000.
ANATOMÍA HUMANA
[…] Andrés Vesalio, nacido en Bruselas en 1515, provenía de una familia de médicos y científicos. Su interés en la anatomía había empezado desde la infancia, cuando se dedicaba a disecar cuanto animal cayera en sus manos. Los profesores de Vesalio en París eran creyentes convencidos de la verdad de todo cuanto Galeno había escrito, aunque no coincidiese con sus propias observaciones. Antes que dudar de la gran autoridad negaban la pruebas que tenían ante los ojos. Vesalio, sin embargo, tomó una actitud distinta. Estaba decidido a descubrir la verdad por él mismo.
Vesalio recogió todos los huesos que pudo encontrar en cementerios y lugares de ejecución, y en poco tiempo fue capaz de identificarlos con los ojos cerrados. La Iglesia seguía oponiéndose a la disección humana, pero a veces era posible conseguir de las autoridades el cadáver de algún criminal. En París y, más tarde en Lovaina, Vesalio tuvo la oportunidad de disecar personalmente cuerpos humanos. Cuanto más observaba, más errores encontraba en los escritos de Galeno.
Vesalio fue nombrado profesor de anatomía en la Universidad de Padua, en Italia, cuando apenas contaba 24 años de edad, pero a pesar de su juventud estaba eminentemente capacitado para el puesto. La gente se agolpaba para escuchar sus conferencias y verle hacer disecciones en público. Vesalio sólo creía lo que veía con sus propios ojos y enseñaba a sus discípulos a hacer lo mismo. Ninguna autoridad podía sustituir a la observación directa.
Con este espíritu Vesalio intentó explicar los errores de Galeno. ¿Cómo era posible que el gran médico hubiera cometido tantas equivocaciones? ¿Es que la anatomía humana podía haber cambiado tanto? Finalmente, todo se aclaró. Lo que Galeno describía era la anatomía de los animales. El gran griego nunca había visto un cuerpo humano por dentro.
Nancy Rosenberg y Lawrence Rosenberg, Historia de la medicina moderna, trad. Federico Díez A., Editorial Diana, 1969.
EL HAIKÚ DE BASHŌ
El poema suelto, desprendido del renga haikai, empezó a llamarse haikú, palabra compuesta de haikai y hokku. Un haikú es un poema de diecisiete sílabas y tres versos: cinco, siete y cinco sílabas. Bashō no inventó estas formas; tampoco las alteró; simplemente transformó su sentido. Cuando empezó a escribir, la poesía se había convertido en un pasatiempo: poema quería decir poesía cómica, epigrama o juego de sociedad. Bashō recoge este nuevo lenguaje coloquial, libre y desenfadado, y con él busca lo mismo que los antiguos: el instante poético. El haikú se transforma y se convierte en la anotación rápida —verdadera recreación— de un momento privilegiado: exclamación poética, caligrafía, pintura y meditación, todo junto.
[…] La poesía de Bashō, ese hombre frugal y pobre que escribió ya entrado en años y que vagabundeó por todo el Japón durmiendo en ermitas y posadas populares; ese reconcentrado que contemplaba largamente un árbol y un cuervo sobre el árbol, el brillo de la luz sobre una piedra; ese poeta que después de remendarse las ropas raídas leía a los clásicos chinos; ese silencioso que hablaba en los caminos con los labradores y las prostitutas, los monjes y los niños, es algo más que una obra literaria: es una invitación a vivir de veras la vida y la poesía. Dos realidades unidas, inseparables y que, no obstante, jamás se funden enteramente: el grito del pájaro y la luz del relámpago.
Octavio Paz, “Prólogo”, en O. P. y Eikichi Hayashiya, Matsuo Bashō. Sendas de Oku, Barral Editores, 1970.
SOAP OPERA
[…] En 1879, un empresario norteamericano, James Gamble, inventó la barra de jabón. Harley Procter, el hijo de su socio, lo lanzó al mercado con el nombre de Ivory, y es hasta hoy uno de los productos estrellas de Procter and Gamble. En el siglo XX, el jabón se convirtió en uno de los productos de la publicidad televisiva, con un concepto básico, dirigido a las mujeres: “Si te ves limpia, podrás encontrar un buen partido”. Fue por eso que las telenovelas americanas, auspiciadas por compañías de jabón, empezaron a llamare “soap opera”.
Alonso Cueto, “Cosas del cuerpo”, Confesiones de un lector, Lápix editores, 2015.
CHINGAO
Cuenta el escritor y poeta Renato Leduc en Historia de lo inmediato, que durante una de sus estancias en París tuvo un romance con una noruega que “constantemente me preguntaba el significado de las palabras que me oía repetir en español. '¿Qué significa chingao?' —me preguntó alguna vez. En esos días los turistas yanquis habían puesto de moda un saludo o interjección. Alzaban el brazo al modo hitleriano y gritaban: ¡Jiupi! Por decirle algo, le expliqué: Es un saludo mexicano… Es algo así como el ¡jiupi! De los turistas norteamericanos. Yo había olvidado aquello, pero ella me lo recordó en su historia: 'Paseaba yo con algunas amigas y amigos en las playas de Hanko (Hanko es el Acapulco de los noruegos). Paseaba ahí en esos momentos el príncipe Olaf y su familia. Había muchos turistas yanquis en la playa que saludaban al príncipe gritándole ¡Jiupi..! El príncipe, que es muy sencillo y muy popular, contestaba a todos levantando el brazo. Yo dije a mis amigos: Conozco un saludo mexicano mucho más expresivo que ése: ¡Chingao…! Y cuando pasó el príncipe frente a nuestro grupo le gritamos ¡Chingao…! Se detuvo un momento y se nos quedó mirando… Volvimos a gritar ¡Chingao…! Entonces el príncipe sonrió, alzó el brazo, pronunció un suave ¡Chingao…! y siguió caminando.'
Y luego dicen —comentó un joven diplomático al que referí este cuento— que no hace uno labor de extensión universitaria”.
Renato Leduc, “El canciller y las vikingas”, Historia de lo inmediato, Lecturas Mexicanas, FCE, 1984.