Viajar en taxi una ciudad y un mundo

“Algunos taxistas son excelentes narradores, relatan con destreza los encuentros y experiencias durante los frenéticos trayectos en esta ciudad caótica. Otros son más bien taciturnos y poco comunicativos, pero a veces realizan confesiones. Y hay a los que les gusta fungir como psicólogos improvisados que a la menor provocación dan consejos basados en sus experiencias que, aseguran, son únicas”. Los taxistas son los sorpresivos protagonistas de esta crónica urbana que nos ofrece Bibiana Camacho

Paisaje urbano una obra de Frida Kahlo
Paisaje urbano una obra de Frida Kahlo Imagen: Frida Kahlo

La ciudad es una bestia enorme. Nosotros somos minúsculos bichos que la habitamos. Es fácil desaparecer en sus pliegues y sitios ciegos. Pero también es posible hallarse de frente con alguien ideal para compartir destino.

Hace tiempo, luego de una noche de fiesta en el Barba Azul, abordé uno de los taxis que esperaba captar a los trasnochados del lugar. Subí, confiada, porque el chofer era un anciano con pinta respetable. En cuanto arrancó, después de escuchar mis indicaciones, descubrí que no viajaba solo. Me espanté, en segundos, pasaron terribles imágenes e ideas catastrofistas por mi cabeza. Entonces, la copiloto volteó y me ofreció una amplia sonrisa. Resultó que era una de las ficheras que había trabajado esa noche en el Barba Azul. Era una mujer mayor, cuidadosamente maquillada, con el cabello cano levantado en un chongo adornado por una enorme flor artificial y vestida de lentejuelas.

Me contaron que se conocían desde hacía treinta años, pero que apenas, pocos meses atrás, habían iniciado una relación amorosa. Ella le acariciaba la mejilla o el brazo, mientras él hablaba. El chofer trasladaba a clientes a lo largo y ancho de la ciudad, mientras ella taloneaba, poquito, agregó ella, porque ya me canso. Y al final de la jornada, se refugiaban en el carro y en la complicidad de los clientes para acompañarse. Lo mejor de la relación, decían, era que no tenían otro compromiso más que cuidarse, darse cariño, narrarse su día a día y, en el mejor de los casos, agregó ella: no morir solos.

A pesar de que estaba convencida de llegar directo a la cama a dormir, todavía estuve un rato despierta mirando hacia la ventana y pensando que las grandes historias pueden empezar en cualquier momento, muchas veces a destiempo.

HAY TAXISTAS QUE EN CUANTO reciben al pasajero inician un monólogo y no paran. En ocasiones aprovechan al público cautivo para adoctrinar. Otras veces, se limitan a poner música cristiana, evangélica o de la religión que profesen a todo volumen. Hablan con entusiasmo de su credo, ahondan en las bondades de unirse a dicho culto. Me ha tocado bajar con las manos llenas de propaganda, tarjetas y estampas.

Un conductor me habló durante un trayecto de casi una hora de la necesidad de acercarse a la palabra de dios, del inminente fin del mundo, del pecado, de la sociedad corrupta y lujuriosa, del término de una era, del sacrificio. Su discurso, primero en un susurro como si rezara, fue aumentando en intensidad. Al llegar al destino, prácticamente gritaba, vociferaba. Temí que perdiera el control y que nos estrelláramos con algún otro carro o frente a un muro. Cuando quise pagarle, descubrí que estaba en una especie de trance, tenía la mirada extraviada y manoteaba en busca del cambio. Logró juntar las monedas con dificultad, sus extremidades estaban agarrotadas. Nunca supe si perdió el control una vez que dejó de conducir o si así manejó todo el trayecto. Tomé el cambio y miré cómo se alejó a toda velocidad, todavía con una letanía a gritos y con la música ensordecedora. Un tenue malestar indescriptible me acompañó durante el resto del día.

En Medellín, un chofer de taxi aseguró que su sueño de vida era viajar a Guadalajara para visitar y, de ser posible, permanecer en la colonia alrededor del gran templo de La Luz del Mundo. Mi compañero y yo nos miramos estupefactos porque justo en ese momento su líder Naasón Joaquín García, había sido detenido en Estados Unidos acusado de graves cargos. Tímidamente le preguntamos si confiaba en el líder a pesar de las acusaciones en su contra. Bonachón, contestó que era un ardid del poder para desprestigiar a un santo. No agregamos nada.

La precarización laboral arrasa a profesionistas, técnicos, oficinistas y personas con oficios varios. Una vez, me topé con un chofer que insistió, no sin cierta vergüenza, en que se trataba de un trabajo temporal. El antes encargado de la planeación estratégica de negocios había sido víctima de recorte de personal. Me aseguró que él era el sostén de la empresa, que sin duda se vendría abajo en cuanto contrataran a un recién egresado sin experiencia. Te voy a dar un ejemplo, me dijo: “¿Ves ese puesto de garnachas afuera de la estación del metro? Bien, ese espacio pequeño en la calle puede rendir altos ingresos”. Hizo cálculos del tránsito diario de personas en horas pico, estableció la cuota a la delegación, sueldos raquíticos para dos o tres mujeres traídas de algún pueblo pauperizado; necesitadas, ignorantes, de preferencia analfabetas. Luego calculó la materia prima, el gas, el transporte. Y concluyó que ese puesto le debía dar a su dueño, si sabía administrarlo, entre 80 mil y 100 mil pesos mensuales, libres.

Pocas veces he sentido tanta repugnancia. Mientras se detenía para que me bajara, agregó “nomás hay que saber explotarlos, ni se enteran, son como bestias de carga”. Estuve a nada de soltarle una patada. La indignación me persiguió durante varios días. Era un charlatán, sin duda, pero un charlatán con ideas repulsivas, peligrosas.

El resto del trayecto se mantuvieron en silencio y al llegar al destino, la pasajera le regaló un pan de dulce del que prefería deshacerse porque estaba a dieta. El taxista guardó el pan en la guantera

LOS TAXIS SON LUGARES ÍNTIMOS, a diferencia del transporte público donde el aglomeramiento, los empujones, la prisa y el servicio irregular impiden que reparemos en los demás. El objetivo siempre es llegar, llegar cuanto antes y ganar tiempo. Los taxis son espacios reducidos, donde siempre se siente la presencia de un individuo. El pasajero percibe, de alguna manera, la esencia del taxista, y el chofer la del o los pasajeros. A veces se dan conversaciones divertidas. Mis favoritas son las historias que rozan lo paranormal. ¿Cuántos fantasmas rondarán por las calles?

Un conductor me platicó que solía reunirse con sus colegas en una ruinosa fábrica abandonada en la colonia Olivar del Conde, antes o después del turno, para platicar, beber una cerveza, fumar. Un día, escucharon un estruendo de derrumbe. Decidieron no indagar, era peligroso, estaba oscuro y no llevaban linternas. Dos noches después, el taxista llegó al lugar y lo encontró vacío; por la radio se enteró de que habían cambiado el punto de reunión. Antes de marcharse, encendió un cigarro, y cuando ya casi lo había consumido por completo, sintió un escalofrío en la nuca, que resbaló por la columna vertebral para convertirse en terror. Miró hacia el tétrico edificio y vio salir a un muchacho con la ropa desgarrada y una terrible herida en la cabeza. Hacía un esfuerzo por caminar a prisa, como si huyera de algo, pero su cuerpo torpe y desarticulado se lo impedía. Cuando el taxista reparó en su mirada fija, el horror lo movilizó y se marchó de ahí tan pronto como pudo. En cuanto se encontró con sus compañeros, les suplicó que lo acompañaran, quería volver, se sentía culpable por no haber ayudado al herido. Se hizo un silencio espeso e incómodo, nadie lo miraba a los ojos. Entonces se enteró de que aquel estruendo que escucharon antes, acabó con la vida de los niños de la calle que a veces dormían entre las ruinas. Uno de ellos, con la cabeza reventada.

Imagen de un taxi desde el interior
Imagen de un taxi desde el interior

Otro taxista me contó que había conducido a una señora durante diez años a su trabajo, de lunes a viernes. La recogía en el oriente de la ciudad y la llevaba a Santa Fe. Conocía al marido y a los hijos. Era una relación cordial y profesional. Un lunes, como siempre, llegó a las 6:15 de la mañana; la señora salió puntual, ataviada con su vestuario de oficina, y él percibió el ligero y familiar perfume de flores. La notó un poco taciturna y le preguntó si estaba bien. La señora le comentó que estaba muy cansada, luego de una noche de insomnio. El resto del trayecto se mantuvieron en silencio y al llegar al destino, la pasajera le regaló un pan de dulce del que prefería deshacerse porque estaba a dieta. El taxista guardó el pan en la guantera. Ya en la noche, en casa, recordó el pan y lo buscó sin hallarlo. ¿Me lo habré comido?, se preguntó sin darle muchas vueltas al asunto.

Al otro día llegó de nuevo a las 6:15 a recoger a su cliente, entonces una vecina le dijo que el día anterior, a las 4 de la mañana, la mujer se había sentido muy mal, la habían llevado al hospital y habría muerto aproximadamente tres horas después. Es decir, en el momento en el que él la trasladaba por última vez a su lugar de trabajo.

Terminó el relato con un gesto sombrío, quizá más triste que espantado. Luego sacudió la cabeza, como para ahuyentar su miedo y aseguró, sin mucha convicción, que con frecuencia se le confundían los recuerdos.

Bajé perturbada. No he podido olvidar su historia. Pensé que su experiencia era reciente y me pregunté si se lo contaría a todos sus pasajeros para exorcizar el miedo y la confusión. Han pasado varios años, no es probable que me lo encuentre, mucho menos que lo reconozca, pero seguramente me paralizaría si de pronto en un trayecto, el chofer me narrara esa historia o una parecida.

Un día tuve que visitar a un coleccionista de arte en las profundidades de las Lomas de Chapultepec. Intenté aprovechar el recorrido para revisar la carpeta de su obra. Al taxista no le importó mi concentración. “Lástima que vamos para otro lado”, me dijo, “si no, le hubiera mostrado la casa que saquearon ayer”. La noche anterior una mansión de una conocida familia de empresarios había sido quirúrgicamente desvalijada sin violencia, sabían exactamente lo que querían y dónde estaba. “Claro”, agregó, “fue alguien de adentro, alguien de la familia. Eso no saldrá en el periódico. Por el momento tienen varias calles cerradas alrededor de la mansión con el pretexto de un arreglo de luz para evitar fisgones”. De pronto, la charla dio un giro inesperado. “La familia, dijo, la familia es lo más importante. Por eso yo tengo mano de hierro en casa.” Describió minuciosamente su disciplina, cómo nadie se atrevía a modificar la rutina, a menos que él lo aprobara. Después de una breve distracción, descubrí que me cuestionaba: “usted, por ejemplo, se ve que le cuesta trabajo obedecer. Tengo un sexto sentido para identificar a la gente desordenada y voluntariosa”. Me le quedé mirando fijo a la nuca y dejé de escucharlo. A los pocos minutos llegamos a mi destino. Lo último que alcancé a escuchar fue: “Hágame caso, para ser un miembro útil a la sociedad, sobre todo cuando se es mujer, hay que ser sumisa”. ¿Sumisa? Todavía recuerdo su mueca condescendiente, cuando me bajé. Su sermón se ha pulverizado en mi memoria, lo que sí recuerdo con claridad es la implacable seguridad con la que articuló cada una de sus huecas palabras.

Una amiga tuvo que recurrir al salto mortal cuando se sintió secuestrada por un taxista que no dejaba de asegurarle que era una mujer bellísima y que esa belleza no se podía desperdiciar

HASTA HACE ALGUNOS AÑOS, en la ciudad dominaban, en gran medida, los colores cambiantes de los taxis. En mis recuerdos están el amarillo, el verde, el guinda, el rosa. Con el ingreso de las plataformas de transporte, el movimiento en las avenidas y calles ha mutado de manera vertiginosa. Ahora basta con abrir una aplicación del celular para que en pocos minutos un auto de cualquier color nos recoja y nos lleve a nuestro destino.

Durante una temporada, Javier y yo montamos religiosamente un puesto en la Lagunilla, todos los domingos. A pesar de que el espacio era pequeño, los bultos para llevar se acumulaban. Un par de veces buscamos taxi en la calle, pero ya se sabe, resulta azaroso conseguirlo un domingo temprano. Optamos por recurrir a plataformas, sin mucho éxito. A veces cancelaban el viaje en cuanto descubrían nuestro destino. Otras, nos llevaban mal encarados, molestos por la sobrecarga. Los regresos solían ser más amables, los taxistas que transitan esa zona no tienen reparos en recoger a comerciantes al final de la jornada. Recurrí a un grupo de mujeres en redes que vende cosas, ofrece servicios y proporciona ayuda profesional. Ahí conocimos a R. Acordamos una tarifa fija y horarios de ida y vuelta para todos los domingos. R. tiene un trabajo estable de tiempo completo en una dependencia paraestatal, pero el sueldo es insuficiente, de modo que trabaja también durante las noches y fines de semana a través de dos plataformas de servicio de transporte. Niega con desdén que tema por su seguridad. Afirma que prefiere la noche, cuando la ciudad somnolienta permite un tránsito ágil. Y pese a la aparente aridez nocturna, si uno sabe buscar, halla zonas generosas de trabajo, como la Central de Abastos. Esa ciudad dentro de la ciudad nunca duerme y, de hecho, la actividad más frenética ocurre a partir de media noche y hasta el amanecer.

Una vez, nos contó, recibió una encomienda para transportar un paquete. Desde que vio al tipo salir con una caja de clínex envuelta en cinta canela, supuso que debía ser droga. Transportó el paquete, pero jamás lo tocó. Le dijo al tipo que se lo dio que lo depositara en el asiento delantero y cuando llegó a su destino le dijo al otro que lo tomara.

El aspecto y nerviosismo de los involucrados los delataba. Cumplió su cometido sin mayores contratiempos y continuó tras el volante. En otra ocasión recogió a un tipo fuera de un antro. Iba nervioso y miraba obsesivamente hacia atrás, como si esperara descubrir que alguien lo perseguía. Inhalaba cocaína cada tanto y en algún momento sacó una pistola del saco y la colocó sobre sus piernas. R. no se inmutó, si algo ha aprendido, es a mantener la calma en la vida, en el trabajo, tras el volante, en la noche, en el día.

Ni todos los taxistas son confiables ni todos los usuarios. A un conductor que regularmente trabaja como chofer privado, se le hizo fácil subir a un par de muchachos recomendados por un conocido. En cuanto llegaron a una calle desierta en Cerro de la Estrella, un tipo les apuntó con una pistola. El de adentro, también sacó un arma. A punta de groserías, empujones y golpes lo despojaron de su vehículo y de su cartera. Se sintió estúpido y culpable porque siempre ha vivido en barrio bravo y convivido con jóvenes de esa calaña, ¿entonces?, se preguntó muchas veces, ¿cómo no detectó a los malandros? Los muchachos se marcharon a toda velocidad, pero ¿cómo saber si no volvían a rematarlo? ¿Cómo salir ileso de un lugar ajeno y remoto? ¿Cómo saber que no se toparía con otro grupo de delincuentes?

El oficio colinda muchas veces con la peligrosidad. En un viaje de regreso de una fiesta, un taxista nos platicaba a una amiga y a mí que unos clientes lo buscaban de vez en cuando para que condujera durante la madrugada mientras ellos tenían sexo. La escucha se tornó incómoda. Eso sí, aseguró, les cobro muy bien. Mi amiga le preguntó si no le daba miedo que los detuviera la policía, y el taxista dijo que él siempre podía alegar que les había pedido que se detuvieran, pero no le habían hecho caso. Nos miramos con temor, ¿qué había detrás de esta historia? Segundos después dijo que no le habíamos preguntado lo más importante. Carraspeó y aseguró que no, no sentía ninguna excitación, que le daba asco y que de no ser por el dinero jamás se prestaría a algo tan repugnante. El tono de su voz se tornó hostil y brusco; el hombre amable y simpático del inicio desapareció en un instante. Pero se recuperó de inmediato y al puro estilo del doctor Jekyll y el señor Hyde, volvió a la actitud amable y condescendiente. Nos bajamos en cuanto pudimos y ni siquiera esperamos el cambio.

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Una amiga tuvo que recurrir al salto mortal cuando se sintió secuestrada por un taxista que no dejaba de asegurarle que era una mujer bellísima y que esa belleza no se podía desperdiciar. Aprovechó un tope para saltar del vehículo en marcha. Al parecer, ese taxista actuaba por iniciativa propia, pero se sabe que algunos podrían contribuir a la trata de blancas.

AUNQUE CADA VEZ HAY más mujeres al volante, el oficio de taxista fue durante mucho tiempo de dominio casi exclusivamente masculino. Ante la precariedad rampante y la despiadada violencia contra las mujeres, han proliferado servicios de transporte por mujeres para mujeres. Mayté, por ejemplo, es psicoterapeuta y se dedica a la psicología clínica. Su consulta bajó estrepitosamente durante la pandemia, así que compró un carro para trabajarlo. Alterna ambas actividades. La principal es la psicología, pero también ofrece sus servicios de taxi seguro, exclusivo para mujeres y comunidad LGBT. Para crear confianza mutua, requiere origen, destino, nombre de la usuaria y número de pasajeras. Le ha tocado realizar mini mudanzas, recorridos turísticos, viajes foráneos, acompañamientos ILE (Interrupción Legal del Embarazo), también admite mascotas. Está abierta a cualquier destino y horario, siempre y cuando la valoración de su seguridad resulte positiva.

Aunque sus dos actividades son independientes, sin duda su carrera como psicóloga le facilita la comunicación con sus pasajeras. Si es necesario, escucha y consuela. Lo más importante, dice, es hacerlas sentir seguras y tranquilas durante el viaje. Es posible encontrarla como Solecita Rebelde en redes sociales.

La ciudad es un laberinto por el que circulamos cientos de miles de personas con historias, inquietudes, dudas, urgencias. Los oficios aparecen y desaparecen. El paisaje urbano se transfigura de un instante a otro. La movilidad permanece; la necesidad de acometer avenidas, periféricos, segundos pisos, pasos a desnivel, túneles, puentes, callejones y andadores mantiene el pulso y la circulación de este colosal monstruo asfáltico. Y las historias avanzan, se desplazan, retroceden, colisionan, nacen y mueren en un soplo.