El hechizo de París

Victor Hugo escribió que “París es un maremágnum donde todo se pierde y todo desaparece en el seno del mundo como en el seno del mar”. Tocan a su fin Los Juegos Olímpicos de París 2024. La gran ciudad museo se convirtió por unos días en un templo deportivo. Jorge Estrada revisa algunos encuentros de grandes escritores con el hechizo de París y la luz sobre sus obras.

El hechizo de París Arte digital a partir de una fotografía de P. Clapot / Cliché Les Editions du Mécène > Belén García > La Razón

Victor Hugo escribió que París siempre está enseñando los dientes, “cuando no gruñe, ríe”. Una ciudad que crece sobre sí misma. En sus callejones, sus cafés, sus magníficos edificios y su eterno río Sena, ahí se esconden los anhelos de la civilización occidental, así como sus grandes derrotas. En el campo de la literatura, corrientes como el realismo, el romanticismo, el surrealismo o la nouveau roman; en filosofía el existencialismo y, ¿por qué no?, el materialismo histórico; en la plástica, las vanguardias son sólo algunas de las grandes ideas que llevan en el alma la traza de París. Todos los artistas llevaron en el centro de su arte a la inalcanzable capital francesa. París ríe.

Hace unos días, cuando las delegaciones deportivas de cientos de países surcaron el Sena, se recordó en la prensa la terrible matanza de París de 1961, la represión sangrienta de una manifestación de argelinos ocurrida en la capital francesa durante la Guerra de Independencia de Argelia. Una guerra que se libró también en el mundo de las ideas y ganó fama mundial al enfrentar a Camus y a Sartre, terminando con su amistad para siempre. París gruñe.

En Las ilusiones perdidas, Balzac tituló así un capítulo central: “Un gran hombre de provincias en París”, y anticipó, a través del personaje principal, Lucien Chardon, las emociones de miles de hombres y mujeres que, como él, llegaban a París en busca de un poco de su genio. Ahí Balzac escribió lo siguiente:

Una mañana bastante fría del mes de septiembre bajó por la Rue de La Harpe con sus dos manuscritos bajo el brazo. Fue a pie hasta el Quai des Grands Augustins, se paseó a lo largo de la acera, mirando alternativamente el agua del Sena y las librerías, como si un genio bueno le aconsejara lanzarse al agua antes que lanzarse a la literatura.

PROUST EN LOS SALONES 

Un nombre inauguró el siglo XX en París: Marcel Proust. En busca del tiempo perdido, obra publicada a lo largo de los primeros veinte años del siglo es, sin lugar a dudas, una novela capital de las letras. Pero el talento del parisino quedó de manifiesto a lo largo de toda su literatura y desde tiempo antes que ésta quedara eclipsada por el genio de su obra mayor.

El indiferente y otros relatos, reúne seis cuentos escritos por Proust publicados originalmente en revistas literarias de la época o en su libro Los placeres y los días, de 1896. Estos cuentos ahondan en la imaginación, y el mundo interior de los personajes que rara vez se relaciona o se nutre de lo que acontece en el exterior dejando claro así uno de los temas proustianos por excelencia: la incapacidad de conocer realmente a los demás, la incapacidad de comprenderlos.

Como es común en Proust, este libro sucede en los salones de París, en la ópera de Garnier y en los jardines de la capital francesa, desde donde el escritor pudo reflexionar sobre el esnobismo de la sociedad burguesa a la que perteneció, sus buenos modales, sus rituales de cortesía y sus protocolos sociales que, para los tiempos del escritor, se mostraban ya intempestivos.

CIORAN LLEGA A PARÍS

“El ser es mudo y el espíritu, charlatán. Eso se llama conocer”, escribió Cioran en Adiós a la filosofía y otros textos. En París, el escritor de origen rumano Emil Cioran escribió muchos de sus libros y aforismos. En la capital francesa debió escribir éste que dice: “Todo el mundo me exaspera. Pero me gusta reír. Y no puedo reír solo”.

Cioran llegó por primera vez a París en 1937, gracias a una beca. En esa ciudad encontró un segundo hogar y se quedó hasta convertirse en uno de los más famosos moralistas franceses, a pesar de lo que él mismo decía de su relación con el país. En una entrevista realizada en 1980, imposibilitado de volver a su país de origen, declaró:

Yo no quería volver nunca más a Rumania cuando llegué a Francia. Mi terror era ser deportado. Tenía terribles y delicados diálogos con el agregado militar rumano en París, que me citaba periódicamente y que trataba de beneficiarme con la gloria de las arenas, sugiriéndome enrolarme en el ejército hitlerista rumano. Y alargaba la rosa sin despertar sospechas mientras iban perdiendo la guerra. Hasta que la perdieron del todo… Cuando llegué a París, de inmediato comprendí que el interés de esta ciudad, era la posibilidad que ella me ofrecía de vivir al lado de gente propiamente ociosa. Yo mismo soy un ejemplo de ocioso: nunca trabajé en mi vida, nunca tuve un oficio, salvo una vez, durante un año en Rumania, cuando enseñé Filosofía en Brasov. Fue insoportable. Y esa fue igualmente la razón por la cual vine a París. En su propio país, uno debe hacer algo, pero no necesariamente cuando uno vive en el extranjero. Yo he tenido la dicha de vivir más de cuarenta años de mi vida en la ociosidad y sin Estado. Lo que hay de interesante en París es, yo creo, que uno puede, que uno debe vivir como un extranjero radical, de modo que uno no pertenece a una nación, sino solamente a una ciudad. Yo me siento en cierta manera parisino, pero no francés —sobre todo no francés…

A cambio de su trabajo, Joyce le pagó a Beckett con doscientos cincuenta viejos francos, un abrigo usado y cinco corbatas de las que quería deshacerse. Aun así Beckett se volvió imprescindible para toda la familia Joyce

En un ensayo titulado “Sobre Francia”, escrito al poco tiempo de haberse instalado en París, Cioran escribió: “No creo que me interesaran los franceses, si no se hubieran aburrido tanto a lo largo de su historia, pero su aburrimiento está desprovisto de infinito. Es el aburrimiento de la claridad. Es el cansancio de las cosas entendidas”.

Emil Cioran, eterno extranjero en París, escribió que “sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos”.

BEAUVOIR SUEÑA CON LA MUERTE

Existen obras literarias deslumbrantes y una de ellas es la de Simone de Beauvoir. Sus novelas La invitada o Los mandarines lograron gran prestigio, y su largo ensayo El segundo sexo es una obra central del canon feminista y un libro humanista que cimbró la vida intelectual del siglo XX.

Sus memorias, divididas en tres tomos: Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida y La fuerza de las cosas, probablemente sean su trabajo intelectual más importante. Su vida es la vida de París de la primera mitad del siglo XX. Hacia el final del tercer tomo, la intelectual francesa escribió lo siguiente:

En el fondo del espejo me espía la vejez; y es fatal, me atrapará […] También me infecta el alma. He perdido el poder que tenía de separar las tinieblas de la luz, consiguiendo, al precio de algunos tornados, cielos radiantes. Mis rebeliones se desaniman por la inminencia de mi fin y la fatalidad de las degradaciones; pero también han palidecido mis felicidades. La muerte ya no está en la lejanía de una ventura brutal; asedia mi sueño; cuando estoy despierta siento su sombra entre el mundo y yo: ya ha comenzado. He aquí lo que no preveía: eso comienza pronto y corroe. Tal vez concluiría sin mucho dolor, cuando las cosas me hayan abandonado, de modo que esta presencia a la que no quisiera renunciar, la mía, ya no será presencia ante nadie, y no será nada y se dejará barrer con indiferencia. Uno tras otro han sido masticados, se rompen, quieren romper los lazos que me retenían en la Tierra.

BECKETT Y JOYCE

En diciembre de 1937 Beckett llevó su maleta de mala suerte y ambiciones literarias hasta París. Entonces decidió llamarle por teléfono a James Joyce. Lo unía con el maestro una admiración ambigua y un respeto dominado por el miedo y la necesidad de reconocimiento. Sin muchos preámbulos, en esa llamada Joyce le pidió a Beckett que le corrigiera junto con Giorgio, su yerno, las pruebas del obsesivo libro en el que había trabajado años, Finnegans Wake. Según las cartas que Beckett le escribió a sus amigos, le dolía saber que siempre sería el eterno alumno. Se encerró varios días y terminó la corrección de las pruebas, pero era sólo el principio de aquella intuición que tomó dimensiones insospechadas. A cambio de su trabajo, Joyce le pagó a Beckett con doscientos cincuenta viejos francos, un abrigo usado y cinco corbatas de las que quería deshacerse. Aun así Beckett se volvió imprescindible para toda la familia Joyce, hasta el día en que le anunciaron que Joyce había muerto en Zurich de una úlcera perforada. La poesía francesa de Beckett está formada por una veintena de poemas agrupados en Poemas 1937-1939 y Seis poemas 1947-1949. En conjunto, cuentan la depuración del fracaso y una visión extraña del dolor. Su materia es la esencia de los peores años de su vida. Cada poema encierra en su ambición erudita, claves privadas que nadie entenderá si no conoce a fondo su biografía y los retratos de quienes lo acompañaron en ese tiempo aciago. Allí aparecen con intermitente monomanía, escondidos en giros y acertijos íntimos, James y Nora Joyce, su madre, su hermano mayor y Peggy Guggenheim con quien sostuvo un amor fugitivo sólo interrumpido por la fuerza de la casualidad. La conoció en una de las cenas que ofrecían los Joyce. Guggenheim se dedicaba al arte, había abierto una galería en Londres y otra en París. Una noche excepcional, Beckett le dio su libro de relatos y engañado por el entusiasmo le contó de la novela que traía entre manos, Murphy, y le dijo que estaba seguro de que se convertiría en un éxito. En su libro de memorias trucadas, Out of This Century, Guggenheim describió así al joven al Beckett:

Una frutería en París

Un irlandés grande y delgado, treintón, de enormes ojos verdes que nunca te miraban. Usaba lentes y parecía siempre lejano, como si estuviera ocupado en resolver algún problema intelectual. Hablaba muy bajo, pero nunca decía una estupidez. Se vestía mal. Era un escritor frustrado, un intelectual puro [...]. Estábamos destinados a no ser felices juntos más que por poco tiempo.

Un día de 1938, Beckett caminaba acompañado por la calle de Orleans. Un hombre se acercó a pedirles dinero. Ante la negativa de Beckett, el hombre le enterró un puñal en el pecho. Sus amigos pidieron auxilio por las calles desiertas. Una mujer les ayudó y les abrió las puertas de su casa. Minutos más tarde, una ambulancia recogía a Beckett entre la vida y la muerte. La mujer, una pianista dedicada a la enseñanza de la música, era Suzanne Déchevaux-Dumesnil. Así conoció Beckett a la mujer que lo acompañaría los próximos cuarenta años de su vida. De estos raros acontecimientos está hecha su poesía francesa:

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SARTRE Y CAMUS, ADVERSARIOS

Las más intensas batallas del pensamiento se dan en mitad de la barbarie. A mediados del siglo XX, una vez más, el campo de las ideas tuvo por capital a París. El avance del nazismo sobre toda Europa parecía implacable en junio de 1940, cuando el ejército francés se rendía ante la Wehrmacht y se instauraba el régimen colaboracionista conocido como la Francia de Vichy.

Dos filósofos fascinantes, dos escritores notables protagonizaron una disputa intelectual y un debate extraordinario en el corazón del siglo XX, bajo la sombra rojinegra del Tercer Reich.

Albert Camus y Jean-Paul Sartre se conocieron durante el verano del 43, en el Theatre de la Cité. Camus se presentó ante Simone de Beauvoir y Sartre, al terminar una de las representaciones de su obra de teatro Las moscas. La ciudad estaba ocupada por los nazis desde hacía tres años. Sartre y Beauvoir ya habían desistido de su agrupación clandestina Socialisme et Liberté y sólo mantenían una firme, aunque cómoda, oposición intelectual al régimen colaboracionista. En junio de 1943 faltaban sólo unos meses para que apareciera El ser y la nada, la obra filosófica central del existencialismo francés. El mito de Sísifo, de Camus, había aparecido un año antes. Camus se estableció en París a mediados del mes de agosto y comenzó a pasar tiempo con la pareja de filósofos franceses. La amistad comenzaba a fraguarse. Sartre y Camus intercambiaron elogios en las páginas de la prensa. Lo más desconcertante de la ocupación nazi fue la naturalidad con que los parisinos parecían acostumbrarse al nuevo régimen. Los nazis cuidaron de París como a la niña de sus ojos y París se dejó querer.

En Conversaciones con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir recuerda aquellos años y aquellas fiestas:

Hacíamos pantomimas, comedias, diatribas, parodias, monólogos y confesiones; el torrente de improvisación nunca se acababa, y siempre se saludaba con aplausos entusiastas. Poníamos discos y bailábamos; algunos de nosotros como Olga, Wanda y Camus, muy bien; otros con menos gracia.

Albert Camus y Jean-Paul Sartre se conocieron durante el verano del 43, en el Theatre de la Cité. Camus se presentó ante Simone de Beauvoir y Sartre, al terminar una de las representaciones de su obra de teatro Las moscas.

Su desacuerdo fue ideológico. Hacía tiempo que París ya no era una fiesta. Camus obtuvo de Sartre y Beauvoir su entrada a la cultura parisina, al centro de la sociedad intelectual que rodeaba a la pareja de filósofos. Ellos, por su parte, supieron seguir el liderazgo de Camus cuando se trató de periodismo combativo. Él había sido dos años miembro del Partido Comunista de Argel y había ejercido el periodismo en Alger Republicain y Le Soir Republicain. En 1944 apareció de forma clandestina Combat, el diario de la Resistencia, que Camus dirigía y que le abriera las puertas a Sartre y Beauvoir para que empezaran a escribir la crónica de la liberación.

Emil Cioran fue muy duro con la sociedad francesa cuando declaró:

Los franceses vivieron estupendamente bajo la ocupación. Casi todo el mundo era colaboracionista. Ahora mienten descaradamente e inventan, con el piadoso olvido mundial, una historia de horrores y heroísmos que no tuvieron. ¿Sartre? Vivía cómodamente en pantuflas. Su amiga, Simone de Beauvoir surgía como una joven escritora talentosa: en plena ocupación apareció fotografiada recibiendo un premio literario en Niza.

El pleito definitivo vino después de la liberación, con la publicación de El hombre rebelde de Camus en 1951 y la Guerra de Independencia de Argelia. Sartre arremetió con todo en la prensa contra el libro de Camus. El libro, una dura crítica al marxismo estalinista, ofendía al intelectual defensor del comunismo europeo.

Passage Choiseul en una fotografía de 1916.

El valor de la democracia, para Albert Camus, siempre estribó en su modestia. Creía que la condición humana sólo podía mejorarse paulatinamente y pretender otra cosa, como hacían las ideologías utopistas, entre ellas el comunismo, era inmodesto. Esto acercaba a Camus al liberalismo político, el espíritu, a ojos de Sartre, de la sociedad burguesa.

En 1954 estalló la Guerra de Independencia de Argel y Camus, erigido en autoridad de paz, desdeñó al Frente de Liberación Nacional, los líderes de la insurgencia y promotores de la liberación violenta del país africano. Sartre, por el contrario, mostró su apoyo al nacionalismo argelino argumentando, elogiando su denuncia al colonialismo y justificando la violencia como una respuesta a la opresión histórica a los pueblos colonizados.

Fue hasta que Albert Camus recibió el Nobel de Literatura cuando respondió a los reproches de los argelinos revolucionarios que lo consideraron un traidor mientras que siempre agradecieron a Sartre su simpatía por la causa. Durante el discurso de aceptación, Albert Camus dijo lo siguiente:

Siempre he condenado el terror. Debo condenar también el terrorismo que se ejerce ciegamente, en las calles de Argel, por ejemplo, y que un día puede golpear a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre por encima de la justicia.

En 1961 Albert Camus perdió la vida en un accidente automovilístico. Sartre declaró: “Nunca estuve en contra de Camus. Probablemente fue el último buen amigo que tuve”.