La manita

OFICINA DE OBJETOS PERDIDOS

La manita Foto: Cortesía del autor

En el año de 1934, La Manita era un claro en la espesura de la ciudad y sus chabolas. Más de noche que de día, era un lugar poblado de gente extraña. Se podía adivinar la caída de la tarde porque iban quedándose sólo los que eran de ahí y el lugar tenía un respiro que apenas duraba el atardecer.

Era una plaza pequeña de hacía cientos de años, allá por el rumbo de La Merced. Muy cerca de su centro, la ciudad había conservado por cinco siglos uno de sus espacios vacíos. De las ciudades, como de los muros, sólo se conservan bien los huecos.

Durante el día todos llevaban bajo el sombrero algo que hacer y se cruzaban sin mezclarse ni distraerse, como las hormigas. Todo se disponía en filas o montones. Las filas avanzaban y los montones se iban desgastando como las dunas. En 1934 La Merced aún tenía la vida del puerto que fue un día.

Pero de noche le caían encima todos los siglos a La Manita y además de los borrachos, los más propensos a ver fantasmas, en los edificios y las calles contiguas, rondaban figuras huidizas y siluetas extrañas. De noche las calles próximas parecían más altas y más angostas. En cualquier rincón había una mujer con todos sus hijos o un perro dormido. Una gallina delataba, picándole las botas, a dos militares con la cara y los trajes del color de la pared. En la noche era notorio cuáles eran los zaguanes que se tragaban y escupían a los visitantes.

La madrugada del 9 de junio, tres hombres salieron de una cantina y llevaron hasta la plaza, a patadas y empujones, a uno de los parroquianos. Uno de ellos dirigió un revólver hacia el cielo y disparó. Tras un silencio breve, otro disparo atravesó el pecho de quien sostenía el revolver. La pareja de militares salió de su nicho en el muro y cruzó la plaza. Al poco tiempo, los habitantes de la zona escucharon tres disparos más, separados en el tiempo con el metrónomo de los tiros de gracia.

En esa plaza, cruce centenario de caminos, rodeada de calles enlodadas y albañales, de bodegas comerciales, tendajones y cantinas, una casa atraía la violencia mortal desde hacía siglos. Esa madrugada, la Casa de la Manita volvió a darle a una ejecución el escenario de su fachada. Era una casona vieja de dos plantas, elegante y siniestra, una construcción esquinera, frente a la que hincaron a los borrachines de ojos llorosos que balbuceaban sus últimos ruegos. Antes de morir, uno de los hincados, el primero en la fila, volteó y miró la casa, vio que los ornamentos de mampostería hacían de podio a un santo de cantera. Notó que el tiempo había borrado el rostro de la imagen santa. Un instante después, la bala de un rifle de cerrojo Mauser le cruzaba el cráneo con un estallido.

La mano de piedra que le da el nombre a la casa, a la plaza, a las cantinas y a los locales que la rodeaban, era una efigie antiquísima, señalada cada vez que la muerte se acostaba frente a la vieja casona. Esa noche todo sucedió muy rápido. Los muertos estuvieron muy poco tiempo recargados en los muros de la casa. Uno tenía la boca abierta en un grito infernal, otro tenía el cuello torcido y los ojos fuera de sus órbitas, el otro parecía dormido. Una cuadrilla de soldados llegó en un furgón y se los llevó.