Lección de tinieblas

COMISIÓN DE SOMBRAS

Foto ilustrativa Foto: Wikipedia

Comisión de sombras es una columna dedicada al recuento de curiosidades culturales; cada entrega irá conformando una Wunderkammer, no aquella del coleccionista adinerado, sino la del zanate que recoge ramitas, listones y hojas para trenzar su nido. Mi entusiasmo se empareja con la urraca que roba objetos brillantes y los guarda en troncos huecos como un tesoro. De este modo, con noticias de autores y personajes literarios, músicos y filósofos, intentaré levantar una red de consonancias para llamar la atención hacia algún aspecto de su obra o de su tiempo.

Una anciana extranjera se presentó ante Tarquinio el Soberbio llevando en brazos nueve libros que aseguró eran el Compendio de los oráculos divinos, y se los ofreció en venta. Tarquino preguntó el precio, la anciana pidió una cantidad enorme. El rey creyó que la anciana deliraba por la edad, y se burló de ella. Entonces, la mujer pidió un bracero encendido y arrojó en él tres de los libros. Cuando de ellos no quedaba ni el humo, la anciana preguntó al rey si quería comprar los seis restantes al mismo precio. Tarquinio volvió a reírse y ella arrojó otros tres al fuego, y con toda tranquilidad le preguntó si quería los últimos al precio de nueve. El rey olvidó la risa y comprendió que aquello iba en serio. Lo pensó un momento y le pagó a la vieja lo que había pedido desde el principio por todos los libros. La mujer tomó el dinero y nunca la volvieron a ver. Los tres libros restantes recibieron el nombre de Libros sibilinos y eran precisamente aquellos que consultaban los quindecenviros como oráculos cuando querían interrogar a los dioses en tiempos difíciles.

Esta historia, contada por Aulo Gelio en sus Noches Áticas, nos obliga a imaginar que el coloquio con los dioses habría sido más fructífero de haber contado con los exhortos completos; pero, sobre todo, que ya de antiguo existía el impulso de impedir que los libros fueran dados al fuego.

Es fama que muchos autores, a lo largo de los siglos, han solicitado a sus discípulos, amigos o parejas sentimentales quemar su obra después de que hubieran muerto. Según Hermann Broch, Virgilio escuchó una orden que venía de un sueño o de una visión, de sombras que se movían en su mente o de pájaros convocados en un relingo que colgaba de una pared: había que “quemar todo lo que había escrito y versificado; oh, todos sus escritos debían ser quemados, todos y también la Eneida”.

La misma vivencia, al final de sus días le atormentó a santo Tomás, cuando en éxtasis, le fue concedida la summa experiencia de Dios, después de lo cual, mandó llamar a fray Reginaldo, su secretario, amigo y confesor, para decirle que no escribiría más, y pidió permiso para quemar sus escritos que consideraba “un montón de paja” comparados con lo visto.

Un poco menos parecido a Dios, un sacerdote “llamado Matei”, tuvo tal influencia en Gógol que lo persuadió a quemar la segunda parte de Almas muertas, apenas diez días antes de su muerte. Sergio Pitol lo cuenta de este modo: [Matei] “fue quien le dijo que el diablo se había apoderado de su mano y lo orilló a quemar sus libros. El sacerdote que lo atormentaba lo tenía en ayuno, además le había clavado sanguijuelas alrededor de la nariz para ‘sacarle la sangre mala’. Gógol murió creyendo que las sanguijuelas eran los dedos del diablo que le estaban sacando el alma”.

Acaso los ejemplos más célebres entre todos sean los de Emily Dickinson y Franz Kafka. En su lecho de muerte, Dickinson rogó a su hermana Lavinia deshacerse de toda su obra. Lavinia echó al fuego la correspondencia completa, pero salvó los poemas que había escrito. Kafka, por su parte, impuso a su amigo Max Brod la petición de reducir a cenizas todos sus escritos, diarios, cartas, cuentos, dibujos, pero éste no obedeció, y los fue publicando poco a poco.

Cervantes en su Quijote salva del fuego uno de sus propios libros. En realidad, salva dos, pero sólo uno propio: el primero, es la Historia del famoso caballero Tirante el Blanco que el cura llama “el mejor libro del mundo”; y luego, cuando llegan a La Galatea de un tal Miguel de Cervantes, el cura lo salva del fuego porque es:

amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizás con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entretanto que todo esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.

Fuera de ese gesto de resignada ternura de salvar la propia obra, la pregunta es por qué tantos autores, acaso los mejores, han deseado al final de sus días dar su obra al fuego. Intento razonar la idea y se me ocurren la vergüenza o el dramatismo postrero; aunque, en realidad, me convence más bien, una sugerencia de Michael Foucault, un autor que no se atrevió ni a destruir por su propia mano ni a facultar a algún amigo a deshacerse de sus textos, pero que en su testamento prohibió toda publicación póstuma, y como al resto de los aquí aludidos, nadie le hizo el menor caso; Foucault describe el trabajo literario como un peso,

un riesgo, un peligro del que quizá los autores precedentes, de Virgilio a Kafka, quisieron liberarse:

La literatura forma parte de ese gran sistema de coacción que en Occidente ha obligado a lo cotidiano a pasar al orden del discurso, pero la literatura ocupa en él un lugar especial: consagrada a buscar lo cotidiano más allá de sí mismo, a traspasar los límites, a descubrir de forma brutal o insidiosa los secretos, a desplazar las reglas y los códigos, a hacer decir lo inconfesable, tendrá por tanto que colocarse ella misma fuera de la ley, o al menos hacer recaer sobre ella la carga del escándalo, de la transgresión, o de la revuelta. Más que cualquier otra forma de lenguaje, la literatura sigue siendo el discurso de la ‘infamia’, a ella le corresponde decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable, lo desvergonzado.

Los sueños de Virgilio, las sanguijuelas de Gógol, tal vez fueron la oscura conciencia de que su obra era, en cierto modo, el testimonio ominoso de la infamia y la desgracia humana. La literatura es siempre un descenso a los infiernos, eso que Flaubert llama, “la letrina del corazón”, y por ello, quizás, intentaron purificarla con las llamas.

Pero esa contrición es del todo imposible y el Diablo lo sabe: Mijail Bulgákov, en su novela El maestro y margarita arroja al fuego con sus propias manos la novela en la que ha trabajado durante los últimos años. Tiempo más tarde, en el capítulo más bello de la novela, el mismísimo diablo le pregunta al protagonista por qué Margarita le llama maestro, y éste contesta que es por la alta estima que tiene de su novela. ¡Déjeme verla!, le pide Woland, el diablo. No puedo porque la quemé en la chimenea. Eso es imposible, replica Woland, “los manuscritos no arden.” Y le restituye la novela.

Bulgákov acuñó un ambiguo símbolo al detener en la ficción, ¿dónde si no?, ese veloz bosque en llamas, y sugerirnos que, como aquella Sibila que se le aparece al rey, sólo nos quedan frases rotas, historias incompletas que debemos conservar, descifrar y completar con la ficción si queremos tener alguna conciencia, por imperfecta, ominosa y cruel que sea, de lo que significa ser el animal humano.