Marguerite Yourcenar y la experiencia de lo sagrado

Elena Enríquez Fuentes, autora de Imagen y espejo: Los barrios de la Ciudad de México, nos abre la puerta al universo de Marguerite Yourcenar, escritora fundamental de la lengua francesa que retrató las contradicciones de la condición humana, tocó el interior del lector y lo transformó desde la tragedia, como ocurre en las páginas de Alexis o el tratado del inútil combate y Memorias de Adriano. Entre los temas centrales de Yourcenar están el poder, el amor y la pérdida

Marguerite Yourcenar
Marguerite Yourcenar Foto: Doble Voz

Hay escritores, artistas, capaces de tomarnos de la mano, de seducirnos. Bajo su guía nos volvemos dóciles, recobramos la inocencia, disfrutamos la entrega, sumergidos en el placer o el espanto, nos olvidamos de nosotros mismos. En esa experiencia va todo: alma, mente, cuerpo, el mundo se transforma. Es casi magia, la mente capta e irriga por el torrente sanguíneo una fuerza telúrica, ígnea, se nos agolpa en los ojos, las manos, la boca, la piel se eriza, los oídos perciben los sonidos más sutiles y lejanos, el olfato se deleita, es una revelación. Esa luminiscencia genera una sacudida interior de grandes proporciones, cambia la forma de ver la vida. Nos decimos: “hay un antes y un después”, vivimos una transmutación, casi un proceso alquímico. Al cerrar el libro sabemos: esto es inolvidable, marcó mi vida.

Cuando algo nos trasciende tenemos la oportunidad de reconocernos vulnerables. Esa conciencia de fragilidad nos vuelve sensibles, nos prepara para percibir el misterio del mundo, de la vida. Ante esa visión nos postramos, sentimos veneración: estamos en el territorio de lo sagrado; a esos confines nos transporta la obra de Marguerite Yourcenar.

Sus personajes son seres en crisis, gracias a sus conflictos internos encarnan lo más entrañable y desgarrador de la condición humana. En sus novelas, cuentos, ensayo y poesía, hay un combate donde se concilian los opuestos, se armonizan. Ser testigos de cómo se gesta la armonía, provoca admiración. Vemos con naturalidad, fuera de toda moral: la fe, la barbarie, la razón, el encuentro con el amor, la violencia, la crueldad, el odio, la venganza, la fuerza de la juventud, la vejez.

Contemplar, sin juicios, los actos de un emperador, un alquimista, artistas, diosas como Kali o héroes icónicos como Marko Kralievitch; compartir los pesares de un hombre desgarrado por sus contradicciones e impulsos sexuales; sentir la tristeza de un anciano frustrado por haber perdido el sentido de la vida; experimentar la paz de un ser humano común o el deseo de inmortalidad de un escritor como Yukio Mishima, nos adentra en los intrincados pilares de la creación, comprendemos cuando la escritora afirma: “El amor y la locura son los motores que hacen andar la vida”.

Como Zenón, el alquimista de Opus nigrum, apostó por el verdadero conocimiento, ése donde no hay respuestas, ni verdades absolutas. Quiso describir al mundo del modo más fiel posible

Marguerite Yourcenar conduce al lector a través de los avatares de mil almas sin sosiego, entre ellas la suya propia. Esa mirada nos convierte en seres indulgentes ante las grandes aberraciones de la humanidad y compasivos con nosotros mismos. Sus personajes, entre ellos ella misma, a quien ve con distancia, obedecen a una muy elaborada “…arquitectura trágica de un mundo interior”. “Todo ser que haya vivido la aventura humana vive en mí”, dice Yourcenar en sus notas sobre cómo escribió Memorias de Adriano. La tragedia para ella no fue, como en Grecia, una confrontación con el destino. Lo trágico para la escritora fue una fuerza misteriosa, que empujaba a los hombres a realizar los actos más sinceros y auténticos. Yourcenar asume: “El sufrimiento nos hace egoístas, porque nos absorbe por entero pero, más tarde, en forma de recuerdo, nos enseña la compasión”, y termina: “No puede construirse una felicidad sino sobre los cimientos de una desesperación”. En sus páginas, gracias a la tensión constante entre la vida y la muerte cada ser vive, goza.

Su lenguaje es personal, sus recursos literarios están siempre fuera del lugar común. Es eficiente para comunicar, difícilmente le sobra un adjetivo. Precisa, directa, impacta a quien la lee por la fuerza de su contenido, tan cercano a la revelación. Nació en 1903 y murió en 1987. Su madre falleció a los diez días de su nacimiento. Su padre, un hombre culto y trashumante, la educó fuera de las convenciones de cualquier institución académica, quizá de ahí su mente libre, alejada de prejuicios.

Yourcenar publicó a lo largo de su vida más de veinticinco libros, algunos son: Fuegos, Cuentos orientales, Alexis o el tratado del inútil combate, El tiro de gracia, Memorias de Adriano, El laberinto del mundo y Opus nigrum. Fuera de las modas literarias de su tiempo, en plena ebullición del existencialismo, fue contemporánea de Agatha Christie, William Faulkner, Graham Greene, Anaïs Nin, Georges Simenon, Ayn Rand, Albert Camus, Jean- Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Ray Bradbury e Isaac Asimov.

Yourcenar contó, en diversas entrevistas, qué tan central era para su proceso creativo: “fijar la atención”, no aferrarse a los pensamientos. Advirtió: “los pensamientos son sólo una opinión, el objetivo es reflejar todas las cosas”. Consideró al espíritu una especie de espejo capaz de captar sin juicio. Como Zenón, el alquimista de Opus nigrum, apostó por el verdadero conocimiento, ése donde no hay respuestas, ni verdades absolutas. Quiso describir al mundo del modo más fiel posible.

Si somos capaces de observar sin juicio, sólo como testigos ávidos de comprensión, nos conectamos con los hombres de todos los tiempos. Así podemos vislumbrar lo divino, lo sagrado, identificar: “lo que hay en el hombre de eterno.” Cuando leemos a Marguerite Yourcenar entendemos: necesitamos experimentar lo sagrado para dar sentido a nuestra vida. Al palpar esos confines perdemos el miedo a la incertidumbre y podemos simplemente: vivir.