El 7 de julio de 2023 celebré mi cumpleaños 60 en un café que reúne simpatizantes de la despenalización de las drogas, en particular, la mariguana. “La Juanita”, en la colonia Roma, me ofreció su espacio para el festejo. A veces Polo, el gerente, me invita un mezcal o una chela gratis. La verdad, a mí me vale madres la despenalización, en este país todo mundo se droga sin mayores problemas a no ser los que provoque su propio consumo. La noche de la fiesta llegaron más de setenta personas. Amanecí ahí con las cortinas cerradas del negocio, rodeado de gente desconocida.
Diez días después, tres parejas de amigos nos lanzamos a seguir la celebración en Acapulco. Era una idea atrevida. Yo tenía por lo menos quince años de no vacacionar ahí Más allá de precios accesibles en el hospedaje, poco nos ofrecía el antes majestuoso puerto turístico, hoy sometido por delincuencia de alto riesgo.
Nos movía una nostalgia populachera detonada por escenas familiares y la legendaria fama de Acapulco. Elegimos el hotel Flamingos como hospedaje para tres noches. Ahí vivió Johnny Weissmüller, el “Tarzán” cinematográfico más famoso y delirante del mundo. El actor murió ahí de un edema pulmonar en 1984 y sus restos están enterrados en el cementerio acapulqueño “Valle de la luz”.
Se dice que murió de demencia y que gritaba como Tarzán rondando el hotel y, sobre todo, la alberca. Un hotel de alcurnia con huéspedes legendarios. Weissmüller y algunos otros actores reventados como John Wayne y Errol Flynn, compraron el hotel allá por los años 40 del siglo XX y lo volvieron una guarida de bacanales de las luminarias hollywoodenses de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. Cocaína, heroína, orgías, champaña y “coco loco”, bebida con ron, ginebra y jarabe inventado por el administrador del hotel, según nos contó un mesero. Empeda durísimo.
Semanas después de planear el festejo, las tres parejas tomamos un avión que hizo menos tiempo de viaje que el traslado en taxi desde mi domicilio al aeropuerto y la espera en la sala de la aerolínea atiborrada de pasajeros que parecían extraídos de “La risa en vacaciones”. Llevábamos entre el equipaje una cruda frecuente y todas las ganas de enfiestarnos. Montamos escenarios improbables: iremos al Baby O, y si nos dejan entrar nos amanecemos, comeremos langostinos al atardecer en Pie de la cuesta, recorreremos todas las piqueras y tugurios del centro de Acapulco, salvaremos al burro de Caleta de las garras del alcohol (algo improbable porque lo necesitábamos más nosotros que el mentado burro). Nuestro presupuesto apenas daba para divertirnos en playas y fondas populacheras. Finalmente, para mí era un simulacro de luna de miel con Lucy, que desde que me conoció quedó por aceptar de pareja a un escritor que no sabe ganarse la vida como tantas personas del oficio que presumen una bonanza sospechosa en este país. Soy un prángana contra mi voluntad. Cuando conocí a Lucy reconoció que le gustaba la bebida, pero no se imaginaba a quién tenía a su lado besuqueándola con aliento de gin tonic.
Estas vacaciones en grupo prometían ser un remake en parejas de Días sin huella. Nos registramos en el Flamingos, incrustado en un hermoso risco desde donde se ve la bahía de Acapulco. En un enorme letrero al lado de la recepción se leía: “Bienvenidos al escondite de la pandilla de Hollywood. 1950-1984”. Me pareció cursi lo de “pandilla”, inocente, de boy scouts traviesos.
Los anfitriones originarios eran serios. Vivieron toda una época salvaje y libertina que remontaba al surgimiento de Acapulco como el puerto dorado del jet set internacional. Roberto Blanco Moheno, el furibundo y polémico periodista de derecha, publicó sus columnas durante dieciocho años a partir de 1940 en el semanario Hoy, recopiladas en el libro México S. A. Esto sentenció: “está destinado a aventureros internacionales y politiquillos traidores a su sangre mestiza, a Sodoma y Gomorra de la gente del cine”.
Elegimos el hotel Flamingos como hospedaje para tres noches. Ahí vivió Johnny Weissmüller, el ‘Tarzán’ cinematográfico más famoso y delirante del mundo
Miguel Alemán fue presidente de México de 1946 a 1952, y durante su sexenio abrió paso a una corrupción cosmopolita donde había amplia recepción para el narcotráfico internacional y el turismo para el lavado de dinero en la hotelería. Es creación suya el concepto de Acapulco como una Riviera a la francesa. Gracias a la impunidad que otorgó en complicidad con el gobierno estadunidense, pronto llegarían a Acapulco y a la capital del país el jet set internacional, las drogas duras, la prostitución de lujo. Espionaje, intriga de alto nivel. Farándula y política mexicanas y gringas apuntalan su complicidad con la mafia siciliana para tejer una red criminal internacional cuyas secuelas hasta hoy son redituables en millones de dólares. Miguel Alemán, Lucky Luciano, Meyer Lansky, Frank Costello, Virginia Hill “la reina de la mafia”, Orson Welles, Lana Turner, Rita Hayworth, Errol Flynn, Cantinflas, Johnny Weissmüller, Dolores del Río, María Félix. “Tintansoe Crusoe”. Johnny Stompanato, asesinado de una puñalada en 1958 en Los Ángeles por la hija de Lana Turner, Cheryl Crane —gángster de poca monta y guardaespaldas del mafioso Mickey Cohen, a quien James Ellroy usaría como personaje en relatos y novelas. En La dama de Shangai (1947) película icónica de Orson Welles, Acapulco todavía aparece como suelen ser algunos de los pueblitos costeros mexicanos para turistas extranjeros: puebluchos de chozas poblados por costeños ensimismados y serviciales. Acapulco es una creación del crimen organizado, así de simple.
Apenas se comenzaba a construir la gran avenida costera y uno que otro hotel de lujo. Dentro de muy poco, Miguel Alemán, en contubernio, entre otros, con un notario de apellido Palazuelos (sí, pariente del conocido mirrey de los reality basura), regalaría terrenos ejidales que había despojado a campesinos, al petrolero Jean Paul Getty para que construyera el lujoso hotel Pierre Marqués en la playa Revolcadero. Actores como John Wayne, Johnny Weissmüller, Cary Grant y otros más se despacharon con la cuchara grande gracias a la corrupción gubernamental, para asociarse en la construcción de hoteles como el Flamingos. Era un plan a todo lujo para invadir Acapulco con casinos y hacer del puerto el Montecarlo tropical. Otro Cuba, pero regenteado por el PRI. El cerebro de todo era Frank Costello, el máximo gángster de la Cosa Nostra en Estados Unidos, quien pasaría unas semanas en México como incógnito para supervisar los negocios en marcha.
Yo quería probar las sobras de lo que quedó de esa época mientras recreaba en mi imaginación parte del pasado de mis padres y su circunstancial relación con la presencia de la gran Virginia Hill, conocida como la Reina de la Mafia. Hill inyectó adrenalina y emociones en su papel de prostituta de lujo e intermediaria financiera entre los grandes capos sicilianos y gringos, y la oligarquía mexicana rodeada de artistas del cine, principalmente. Inteligente, hábil y encantadora hacía ver a Mata Hari como una principiante. Hill se daba sus “días sin huella” de alcohol y cocaína en Acapulco con Errol Flynn, otros artistas de Hollywood, y miembros del jet set mexicano en el yate Zaca, propiedad del actor, anclado frente a la isla La Roqueta.
Llegamos a eso de mediodía y nos recibió un hotel vetusto aún con mucha clase. Todo pintado de fucsia y blanco. Desde la entrada obligaba a los coches subir al risco forzando el motor. El Flamingos, con su arquitectura demodé, me recordaba a esas casas viejas que abundan aún en las colonias Narvarte, Clavería y Escandón.
Calor húmedo a unos 32 grados y árboles frondosos, brisa olorosa a mar y putrefacción. Tal y como recordaba el Acapulco de mi niñez cuando nos hospedábamos toda la familia en la Casa de Huéspedes Walton, abajo, muy cerca de playa Caleta. Precios a modo de clientes del Monte de Piedad. En Semana Santa nos dormían en camastros en el patio y volaban cucarachas enormes de la cocina, día y noche nos embadurnaba del olor a pescado frito. A mi hermano Eduardo, menor que yo, y a mí nos entretenía cazar esas cucarachas y cortarles las alas. En la noche oíamos los ronquidos de todos los huéspedes en dormitorios repletos. Casi todo lo que comíamos eran tortas de atún, sardina, queso de puerco con aguacate, a veces mojarras fritas. A los niños nos daban refresco Lulú.
EN EL PASADO, A MI HERMANA Rosa María se le ocurrió llevarnos a Acapulco sólo a mí, Eduardo y Lucía, tres de los chicos de los diez hermanos. Era Semana Santa, el pretexto ideal para estrenar su Volkswagen gris salido de agencia mediante abonos.
Fue imposible conseguir hospedaje. Durante horas recorrimos la costera desde Caleta hasta Punta Diamante en busca de un lugar modesto. Nada. Regresamos en dirección a Pie de la Cuesta. En una de ésas, oyendo los desplantes de Rosa María, furibunda y vanidosa a más no poder, a la altura de un Sanborns en el centro de Acapulco se me ocurrió pensar en voz alta que no íbamos a conseguir nada. Sentí un fuerte manazo en la boca. Chamaco salado, majadero, negativo, dices puras pendejadas. Y yo, arrebujado en mi asiento trasero con el hocico ardiendo, soporté una fuerte lluvia de insultos y amenazas que incluía regresarme de inmediato a México en camión.
Minutos después casi chocamos en la costera. Rosa María hizo una maniobra para rebasar a otro vehículo y cruzó por una enorme mancha de aceite que hizo girar derrapando al flamante vocho. Quedó atravesado en la calle, frente a playa Hornos. El sustazo aplacó a la energúmena. Los cláxones y los gritos de los paseantes despabilaron a Rosa María. Sus tres hermanos teníamos pegadas las caras a las ventanas.
Muy despacio, el vocho retomó la marcha hacia Pie de la Cuesta. Encontramos los búngalos María Cristina, ubicados frente al mar. Incrédulos y emocionados, a Rosa María le rentaron uno sin aire acondicionado a mitad de un corredor de arenilla y grava con seis búngalos en cada lado. Tenía un ventilador de aspas que zumbaba como si fuera a arrancar del suelo la habitación.
—Ésta ya anda de coqueta —Lucía se refería a su hermana, que ya platicaba con el administrador, muy pispireto al entregar las llaves a su huésped nalgona, cubriendo con mascada de seda su abundante cabellera teñida de castaña, en bermudas de rayas de colores sobre el traje de baño, blusita amarilla con espalda descubierta y sandalias.
A Eduardo y a mí nos presentó como a sus hijos. Yo tomé como pretexto el sopapo que aguanté para hacer la trompa como Chita, la chimpancé mascota de Tarzán. Rosa María se contoneaba como si fuera protagonista de alguna película de rocanrol mexicano. Se detuvo a mirar por fuera nuestro hospedaje con el piecito izquierdo pisando en puntas como si modelara. Traía las uñas pintadas de rojo.
—A ver, di algo —me retó Eduardo.
ERA UNA NIÑEZ DE VACACIONES esporádicas en las que viajaba la familia de doce integrantes repartida en dos coches, todos apretados, y los niños en las piernas de algún hermano mayor. Nos divertíamos en Caleta, aplaudíamos los clavados en la Quebrada, comíamos en fondas en el centro del puerto, garnachas y chupe en una mesilla en medio de muchas tumbonas alrededor de una sombrilla alquilada. Mi padre contaba una y otra vez su estancia con mi madre en Acapulco. Un anecdotario bañado de escasez y socarronería. Nos llevaba a mi madre y a los dos más pequeños a buscar a sus amigos en alguna fonda en el Centro de Acapulco. Eran unos timadores poco hábiles. Siempre estaban vendiendo alguna alhaja o chácharas y terminaban en líos. A mi padre le llevaban prendas para valuarlas. Decía que eran muy flojos y por eso no aprendían. La última vez que vimos al Volteado, uno de sus amigos, fue en Caleta. Lo apodaban así por cacarizo y tener la tez irritada. Ahí nos encontró y le contó a mi padre que debía dinero y lo estaban buscando para matarlo. Casi se acabó una caja de cervezas hasta que mi madre le dijo que pusiera dinero para comprar más. Sin disculparse se fue caminando sobre la playa con los zapatos de calle puestos. Aceite de coco como bronceador, ronchas por todo el cuerpo por los piquetes de moscos y pulgas, peleas a golpes y a gritos entre hombres y mujeres borrachos, vecinos de playa. Mi madre de pronto sacudía la arena a pataditas al aire con sus pies regordetes y callosos. Con unas cubitas adentro cantaba “Perfidia” y “Noche y día” con voz de Lupita Palomera. Por la noche caminábamos en fila por el malecón y sobre la costera. Mis padres recordaban cuando vivieron ahí en Acapulco en los años cincuenta. En aquellos años a mi padre lo apodaban El Alacrán. Vaya uno a saber por qué. A veces se nos reunía El Palanco y su familia. Era otro joyero de Guadalajara radicado en Acapulco y tenía un expendio de lotería. Otro borrachazo lleno de vida.
DURANTE UN REGRESO a Acapulco, meses después de la muerte de mi madre, mi padre se quedó sin dinero. Íbamos en dos coches repartidos los casi adolescentes Eduardo y yo con mi hermana Hilda en su Datsun y sus tres engendritos, dos niñas y un niño. Tamayo y su esposa Socorrito en su coche, consolando a mi padre desde un día anterior. Se había quedado sin un peso. Ya no podía darnos órdenes ni presumir su cartera a la hora de pagar. Se la vivía discutiendo con Hilda, furiosa y complaciente con sus nenes luciferinos que querían comer todo el tiempo pizza. Mi padre prefería cambiar el hambre y su antojo por unas cubas heladas con vista al mar. Decidieron ignorarse y mi padre viajó en el Volkswagen traqueteado de su hijo Tamayo, mayor que yo siete años y de todas sus confianzas. Eduardo y yo aún no bebíamos. Ni siquiera Tamayo con su talento para embaucar a la gente había conseguido un poco de dinero para hacernos agradable ese tortuoso puente de 15 de septiembre. Se fue un rato al mercado a buscar sin éxito compradores para una pulsera obviamente “goleada”, es decir, muy corriente y con un baño de oro de bajo kilataje para dar la pinta de ser fina. Como en un conciliábulo afuera del coche de Tamayo, buscábamos opciones mientras mi padre intentaba recordar el teléfono de su viejo camarada de parrandas, El Palanco. Mi padre se resignó a que no quedaba de otra más que esperar dos días el resultado de la lotería. Traía cinco cachitos. A lo mejor ésta es la buena, sentenció con un gesto de derrota apuntillado por la cruda.
Mi padre contaba una y otra vez su estancia con mi madre en Acapulco. Un anecdotario bañado de escasez y socarronería
A Eduardo y a mí nos condenaron de mandaderos de Hilda y sus escuincles en todas las playas y supermercados cercanos. Comíamos cualquier cosa dentro de los coches con las puertas abiertas estacionados sobre la costera. El rencor nos duró semanas. Mi padre se había cebado contra sus hijos menores y en las noches se la pasaba haciéndonos bromas pesadas para no dejarnos dormir. Nos echaba cubetazos de agua de hielo derretido para mantenernos a raya por cualquier pretexto, una madrugada me destapó en el oído una última lata de pepsicola helada que yo estaba guardando para tomármela al otro día. Adormilado, vi cómo se la tomaba a grandes tragos.
Nos había invitado Hilda, que había comprado un tiempo compartido, de
los que en aquellos años, a inicio de los ochentas, estaban de novedad como símbolo de ascenso económico. Los vendían inmobiliarias asociadas al gobierno. Mi hermana trabajaba en Infonavit como auxiliar de oficina. Era por el rumbo de Punta Diamante y prometía comodidades. Alberca, aire acondicionado, vigilancia, en fin. Nos tardamos todo un día en encontrar, entre caminos de tierra que atravesaban terrenos abandonados con maleza quemada y ganado famélico, un predio de casitas a medio construir, sin tiendas ni mosquiteros, alejado de la autopista. Cinco días ahí como los personajes de El salario del miedo. Sin dinero y fraguando huir a la Ciudad de México con mi padre como tripulante y sin que mi hermana, la única de todos con dinero suficiente, lo tomara como una ofensa imperdonable.
—Nadie los había traído jamás a un lugar tan bonito y sin gentuza —recriminaba.
—Ni siquiera está cerca la playa y si dejo ir a mis muchachos, se me ahogan, es mar abierto, por eso no viene nadie. Prefiero Caleta. Hay de todo.
A mí no me gustaba meterme al mar, me daba miedo. Aun ahora. Me mojaba las piernas a la altura de los muslos y así estaba un rato, fingiendo que me divertía mientras no perdía de vista a los bañistas. Me daba pena no saber nadar. Ya no. Había muchas chicas guapas y no recuerdo que hubiera tanta gordura. Luego de un rato, me iba a recostar en las tumbonas y a esperar a que mi padre o Tamayo pidieran una botana para zampármela cuidándome de que me regañaran por glotón. Una orden tras otra de camarones y ostiones. Pero esta vez no había dinero y mi padre era demasiado orgulloso para pedirle un préstamo a Hilda. Una tacaña que quería ahorrar comprando todo en supermercados. Por fortuna, Tamayo ya nos había sustituido como mandadero para ir a las tiendas cercanas. Tardaba mucho en regresar, siempre con información confidencial para mi padre. Se clavaba los cambios y al poco rato ya le alcanzaba para un six de cervezas para él, Socorrito y mi padre. Eduardo y yo, a secas, aguantando sin repelar. En todo ese tiempo, Tamayo y su mujer se la pasaron fumando un cigarro tras otro y quién sabe qué intrigaban en voz baja.
Al cuarto día de incontables discusiones, mi padre revisó sus billetes de lotería frente a un quiosco cercano a Caleta. Resultó que tenía un premio en efectivo. El expendedor se puso más contento que nadie. Nos felicitó con esa alegría costeña, bullanguera. No sé cuánto dinero fue, pero mi padre se convirtió, los tres días restantes, en un Onassis de Caleta, Roqueta y Hornos.
En Puerto Marqués rentamos una lancha con fondo de vidrio sólo para nosotros. Mi hermana decidió ir con sus hijos al balneario CiCi.
El viejo nos consintió como nunca antes. Pagaba la gasolina de los dos coches. Nos compró trajes de baño y sandalias y una hielera que llenamos de cervezas, refrescos y golosinas. Se puso unas papalinas a todo lo que daba su bolsillo de nuevo rico de caducidad inmediata con Tamayo y Socorrito. Nosotros ni protestamos durante las noches del calorón húmedo y los gritos de Hilda y su clan. Cuando regresamos a México mi padre no tenía un peso en la bolsa. Venía con sus lugartenientes Tamayo y Socorrito bien crudos, agradecidos todo el tiempo por ese golpe de suerte. Tardamos mil horas en llegar a la última caseta para entrar a la ciudad y ya para entonces apenas y juntamos el pago con morralla que había en el cenicero del coche. Hilda y sus hijos pararon a comer en Tres Marías.
Al cuarto día de incontables discusiones, mi padre revisó sus billetes de lotería frente a un quiosco cercano a Caleta. Resultó que tenía un premio
—Es una méndiga —dijo mi padre, resentido porque no nos invitaron.
Requemados de la piel, llenos de ronchas de piquetes de insectos y agotados, volvimos a casa. Mi madre no fue siempre con nosotros a esos paseos acapulqueños. Nunca supe por qué pero no había mucho qué adivinar.