Las seis películas que resultaron de la obra épica Alien (1979) de Ridley Scott van desde la aterradora provocación freudiana en un íntimo y mortal kammerspielfilm inicial hasta las profundas meditaciones nihilistas (y anti-darwinianas) sobre el origen de la vida, el parricidio cultural y la catástrofe de nuestra terrible orfandad cósmica de las maravillosas Prometheus (2012) y Covenant (2017). Tres de ellas ha dado oportunidad a cineastas para desarrollar su visión al explorar el máximo horror del universo, algunos con resultados prodigiosos, como James Cameron en Aliens (1986), otros con menos suerte pero sin duda con talento como Jean Pierre Jeunet en Alien Resurrection (1997) y David Fincher en su debut (del cual él mismo reniega) Alien 3 (1992). Cada director ha dado a su secuela un carácter particular y una preocupación esencial que las hace indispensables: el thriller de combate al estilo guerra de Vietnam, la cinta carcelaria de la era del SIDA y la pesadilla de los peligros de la clonación. Todas ellas tienen claro que el verdadero enemigo no es el xenomorfo, sino que la máquina asesina implacable y perfecta es la corporación-monopolio-universal Weyland-Yutani y por consecuencia el capitalismo voraz.
Alien: Romulus, la séptima entrega está situada entre la primera y la segunda cinta de la franquicia. La “intercuela” del muy competente director de horror Fede Álvarez (Evil Dead, 2013 y Don’t Breathe, 2016) reelabora con gran ojo la premisa original de Scott, la fusiona con elementos de la segunda cinta y guiños a las precuelas Prometheus y Covenant para conformar una obra intensa, emotiva y por momentos profunda pero en buena medida redundante. Es más una celebración de la saga que una nueva propuesta. Las imágenes que ofrecen Álvarez y su coguionista Rodo Sayagues, tienen una poderosa elegancia y un particular desasosiego digno del mejor cyberpunk, la construcción narrativa es eficaz, al grano, y su manera de abordar los momentos emblemáticos de los que depende la “marca” funcionan a la maravilla. Sin embargo, se trata de alimentar la nostalgia y las expectativas de los fans, a costa de abandonar la ambiciosa proyección histórica, la construcción del universo y acervo filosófico que lanzó Scott en Prometheus y Covenant. Este regreso a la claustrofobia original se debe, dolorosamente, a preocupaciones económicas y en especial al “fracaso” en taquilla de las últimas secuelas.
Nuevamente, como en la primera cinta ,tenemos a un grupo de trabajadores explotados por Weyland Yutani. En este caso se trata de jóvenes adultos condenados a una vida de sometimiento a los intereses de la empresa en una tragedia digna de la novela Germinal, de Émile Zola. No podría pedirse una imagen más poderosa que la imagen de los mineros extraplanetarios con su canario dirigiéndose cabizbajos a la mina. Buena parte de la energía que Álvarez imprime a la cinta se debe a escenas de acción cuidadosamente moldeadas a partir de videojuegos, con un original toque dado por un botón de gravedad. El cineasta uruguayo ha replicado e intensificado la sensación de claustrofobia, angustia y desesperación con el trabajo del diseño de producción de Naaman Marshall, la fotografía de Galo Olivares y la música espectral de Benjamin Wallfisch.
Desde las primeras imágenes vemos que el diseño retrofuturista de la tecnología y las pantallas ocupa un lugar fundamental, creando un tiempo alternativo de conquistas planetarias, humanos artificiales y flamantes computadoras primitivas de los ochenta del siglo XX. Las naves son enormes contenedores oxidados y destartalados, nada que ver con la elegancia de Prometheus. Una de las sorpresas no muy afortunadas es reencontrarnos con el androide Ash (Ian Holm, quien murió en 2020) de la primera película, nuevamente despedazado pero operativo y llamado aquí Rook. Ash/Rook/Holm es resucitado digitalmente, un guiño para los fanáticos que resulta éticamente cuestionable en el mejor de los casos y un pésimo antecedente para la explotación de la apariencia de actores vivos y muertos. Rook les informa que el xenomorfo que Ripley logró expulsar al vacío al final de la primera película es el objeto que ha sido recuperado al inicio de ésta. El destino de esa nave queda sellado por esa presencia.
Parte del éxito de la serie se debe A la repetición-evocación de los sustos: seres que emergen violentamente de pechos, abrazacaras depositando su semilla mortal en los pulmones de sus víctimas...
El reparto es netamente generación Z, con Rain Carradine (Cailee Spaeny, la estrella de la reciente Priscilla, de Coppola y Civil War, de Garland), una joven obrera que aspira a retirarse en Yvaga III, un planeta remoto donde puede verse el sol, con el hombre sintético Andy (David Jonsson) que le heredó su padre y a quien trata como un hermano minusválido. Sus amigos Tyler (Archie Renaux), su hermana secretamente embarazada Key (Isabela Merced), su primo Bjorn (Spike Fearn) y la novia de este último Navarro (Eileen Wu) descubren una estación de investigación, dividida en dos secciones: Rómulo y Remo, que ha quedado abandonada, flotando a la deriva en la exósfera y que está a punto de destruirse al chocar con el cinturón de meteoritos del planeta. Estos jóvenes también desean huir de la colonia minera de noche permanente Jackson Star antes de ser víctimas como sus padres de los males del trabajo brutal. Entonces convencen a Rain de acompañarlos a robar las cápsulas criogénicas que les permitirán hacer un viaje interplanetario de nueve años. Necesitan a Andy, quien lleva en sí el software que les dará el acceso a las computadoras de Weyland Yutani y por tanto a la nave. Nuevamente un personaje sintético resulta el más interesante y sus cambios de personalidad crean una ambigüedad inquietante.
Una vez en los sórdidos y corroídos corredores el misterio que no es misterio se hace presente y es imposible no anticipar lo que sucederá. Parte del éxito de la serie se debe a la repetición-evocación de los sustos: seres que emergen violentamente de pechos, abrazacaras depositando su semilla mortal en los pulmones de sus víctimas, la baba que revela la presencia de los xenomorfos y la sangre corrosiva que puede destruir casi cualquier material. De no ser despedazados con tanta premura, al estilo de los slasher tipo Viernes 13 o Halloween, quizá podríamos aprender algo de los jóvenes que acompañan a Rain, pero no hay interés alguno en explorar los lazos familiares de dependencia, amor y odio entre ellos y la relación con el gemelo fratricida del título. Andy fue programado por el padre de Rain para protegerla, pero sus defectos lo han convertido en un ser vulnerable y frágil al que ella debe cuidar. Rain logra volverse una digna heredera de Ripley no sólo por sobrevivir como aquella sino por tener un despertar en el que es tan importante su humanidad y fraternidad con una máquina como su determinación y coraje para tratar de salvar a sus compañeros. Podemos quejarnos de no encontrar nuevas ideas en la cinta de Álvarez, pero sin duda ha logrado actualizar con Rain a la heroína fílmica que inventó Scott y que cambió al cine y al mundo.