Mitos y pasiones

Los mitos tienen un profundo valor simbólico en la historia, la civilización y la conciencia del devenir humano. La narrativa de la mitología y sus personajes revelan arquetipos universales de nuestras fuerzas, debilidades, emociones e instintos. Los mitos no expresan un conocimiento abstracto sino una realidad original, una experiencia, se recuerdan y no pierden su vigencia. Esto es lo que enfatiza José Woldenberg sobre el libro de Juan Eduardo Martínez Leyva, Mitos clásicos y sueños públicos.

Mitos clásicos y sueños públicos.
Mitos clásicos y sueños públicos. Foto: Especial

¿Quién no ha oído hablar de la manzana de la discordia, el canto de las sirenas, la cabeza de la Hidra, el chivo expiatorio, la caja de Pandora, la espada de Damocles, el lecho de Procusto, el hilo de Ariadna, Pigmalión o el amigo Narciso? Pues bien, todas esas expresiones —algunas rutinarias— son un eco de mitos ancestrales. Han llegado hasta nosotros porque algo o mucho nos dicen y por su enorme fuerza expresiva.

Los mitos son, nos dice Juan Eduardo Martínez Leyva en su libro Mitos clásicos y sueños públicos (Cal y Arena, 2024), relatos fantásticos, tradicionales, trasmitidos por generaciones, cuya función original fue la de construir la historia de la tribu y la memoria común. Suelen ofrecer una explicación del origen del universo y la vida, y de la genealogía de dioses y hombres. Son “sueños públicos” según Freud y “manifestaciones de miedos compulsivos e inconscientes y de desilusiones” (J. Campbell). Han alimentado la literatura, el teatro, el cine, la música, la danza, la arquitectura, la escultura, la pintura e incluso la ciencia y la tecnología se han apropiado del vocabulario mitológico.

Hoy se pueden leer como relatos delirantes, pero en su trasfondo palpita lo que parecen ser rasgos inmodificables del comportamiento humano: “la ira, el orgullo, la soberbia, la envidia, la traición, la locura, la ambición, la astucia… el amor, la lealtad, la solidaridad, la honestidad, la responsabilidad”, resortes de la conducta humana que aparecen desde las narraciones mitológicas hasta nuestros días. Por ello su capacidad de seducción, su vigencia, su elocuencia.

Juan Eduardo Martínez Leyva se ha dado a la tarea de recrearlos de manera apretada en un bonito libro que rescata los artículos que en los últimos años publicó en el diario La Crónica de hoy. Sus fuentes son vastas: Campbell, Eliade, Frazer, García Gual, Garibay, Graves, Grimberg y muchos más. Son los nutrientes de los breves artículos que, a los novicios en estos temas, entre los que me encuentro, nos abren una puerta para empezar a transitar por un mundo fantasmagórico con múltiples reverberaciones.

No se requiere ser un conocedor para entender que en los mitos puede detectarse el origen de la literatura. Pasaron de la trasmisión oral a la escrita y se convirtieron en parte de una memoria común que ofreció sentido a la vida en sociedad. Esas “historias” tenían un efecto “narcotizante”, ejercían una profunda “fascinación”, “un encantamiento” de los que la literatura es heredera. Se trata de narraciones con una tensión dramática y una capacidad de seducción que se encuentra presente (o se intenta que esté presente) en todo relato literario.

Se trata de narraciones con una tensión dramática y una capacidad de seducción que se encuentra presente (o se intenta que esté presente) en todo relato literario.

Muchas de esas crónicas irradian una lección moral y confrontan las ansias y pasiones individuales con las necesidades y normas colectivas. Nos ilustra Martínez Leyva que los castigos a Sísifo, Ixión, Tántalo, Prometeo o Perséfone son la respuesta a sus malos comportamientos. El engaño, el latrocinio, el asesinato, el filicidio, son escarmentados de manera atroz y contundente. “A través de estos relatos mitológicos se puede observar la tensión que existe entre los desmesurados ímpetus personales y los límites que la sociedad encuentra para contenerlos”.

Resulta interesante la lectura de cómo se fraguó la visión predominantemente masculina en la mitología, sobre todo —escribe Martínez Leyva— porque las primeras figuras que fueron veneradas fueron las de la mujer. Sus atributos reproductivos fueron objeto de culto y adoración lo mismo en las culturas sumeria y babilónica que en Egipto, la India, la Grecia antigua. El símbolo de la fertilidad fue invariablemente femenino. Se trataba de sociedades con sistemas de “derecho matrilineal”.

Los mitos han suscitado diversas lecturas en el tiempo. Valores y sistemas de pensamiento cambiantes ofrecen distintos significados a narraciones invariables (o casi). Porque, aunque no se modifique lo sustancial del relato, los ojos que lo leen cargan filtros diversos. Las percepciones y el sentido de los mitos también generan su uso instrumental. En ello radica también buena parte de su poder de atracción. No son sólo cuentos de un pasado remoto, sino advertencias pertinentes para el presente.

Así, nos dice Martínez Leyva, “el canto de las sirenas se utiliza como metáfora para describir situaciones en las que las personas son atraídas de manera irresistible por algo que tarde o temprano las perjudica”. Y sobre la figura de Narciso, “la vanidad extrema que padecen algunos políticos es la fascinante tonada que los conduce a obsesionarse con su popularidad. El Narciso populista sucumbe a la contemplación de su imagen reflejada en el espejo de la aceptación popular”. Por su parte, el chivo expiatorio se usa “para referirse a la persona que ha sido escogida para ser culpada por un acto reprobable cometido por otro. Hacia esa persona se canalizan o dirigen los sentimientos de venganza y castigo, atribuyéndole las cosas que han salido mal, las tragedias y desastres”. Y los ejemplos pueden multiplicarse y en el libro se multiplican.

En fin, un libro también sabroso en el cual aparecen dioses y diosas, toros, laberintos, reyes y reinas, sirenas e hidras, cíclopes y centauros, tiranos y héroes, argonautas y los más diversos animales. Todos ellos envueltos en las elementales y permanentes pasiones: la ira, el odio, el amor, la compasión, las ansias de venganza, el deseo, la frustración, la piedad, el orgullo, la vanidad y súmele usted.

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