Paisaje de lluvia

Psicografía

Paisaje de lluvia
Paisaje de lluvia Foto: Henri-Gabriel Ibels

Llueve y lo veo desde mi escritorio en la oficina. Son las tres de la tarde del viernes. Tendría que salir a esta hora. Digo tendría sólo porque es lo habitual. Nada ni nadie me obliga a salir a la misma hora siempre. Dice Pessoa que “quien tiene la costumbre de salir del trabajo a las seis, y por cualquier motivo un día sale a las cinco, siente con toda seguridad una fiesta mental y algo así como pena por no saber qué hacer de sí mismo”.

No sé qué hacer de mí mismo porque pasan de las tres y sigo pegado al escritorio. Me recorre el cuerpo un “placer levemente desalentador”. Se ha abierto en el tiempo un espacio del que nunca he gozado. Puedo continuar algunos pendientes, escribir o corregir algunas líneas de algún texto, o sólo quedarme a ver el golpeteo de las gotas sobre la ventana y las hojas del árbol que está afuera.

Elijo lo segundo. Sigo viendo la lluvia y escucho el “sonido que emana de su silencio”. Todo lo que pueda escribir sobre el momento extraño de perderse en un pasaje de lluvia sería solamente una página más que intento robar del libro infinito que escribió Pessoa.

ESTA LLUVIA, EN ESTE DÍA SIN PRISA, me lleva a dormir despierto. Me pongo de pie porque pienso que quiero irme y estando frente a la ventana me pongo a buscar palabras entre las gotas que resbalan por las hojas del árbol. Encuentro éstas:

…este caer deshilachado de agua sombríamente luminosa que [se] destaca en las fachadas sucias y más aún en las ventanas abiertas. Y no sé lo que siento, no sé lo que quiero sentir, no sé lo que pienso ni lo que soy. Toda la amargura de mi vida se despoja, ante mis ojos sin sensación, del traje de alegría natural de que se sirve en los azares prolongados de cada día… Abandonar todos los deberes, incluso los que no nos exigen, repudiar todos los hogares, incluso los que no fueron nuestros, vivir de lo impreciso y del vestigio, entre grandes púrpuras de locura, y encajes falsos de majestades soñadas… Ser algo que no sienta el peso de la lluvia exterior, ni la congoja del vacío íntimo…

Para la lluvia y el cielo se abre ligeramente. Trato de pensar en qué era lo que estaba pensando antes de escuchar las palabras que llegaron con el agua. ¿Eran palabras de tristeza o de calma? ¿Llegaron por voluntad o por esfuerzo?

No es posible perseguir una gota, sólo queda verla suicidarse o repartirse en volúmenes más pequeños que habrán de escurrirse. “Tristes gotas, redondas inocentes gotas”, escribió Cortázar en Historias de cronopios y famas, un día en que probablemente no podía hacer otra cosa que pegarse a la ventana.

Salgo del sueño y abandono la oficina. Regreso a casa en el metro y en Calzada de Tlalpan llueve. El andar de los trenes es lento. Los vagones están llenos y las ventanas de los coches se empañan. Entre el silencio de los pasajeros, que regresan acongojados a casa por haber salido temprano todos de sus oficinas, escucho entre el agresivo repiqueteo: “Llueve, llueve, llueve... Llueve constantemente, lastimeramente. Mi cuerpo me hace temblar de frío el alma… No de un frío que se halle en el espacio, sino de un frío que está en el observar de la lluvia...”