El matadero

Los exportados, escrita por la periodista francesa de origen rumano Sonia Devillers, cuenta una historia verídica y aterradora sobre una época en la que en Rumanía se eliminaba a los judíos o se les vendía o se les intercambiaba por animales comestibles, entre ellos, cerdos. El dictador rumano Ceaușescu llegó a decir: “Los judíos y el petróleo son nuestros mejores productos de exportación”. Publicamos este fragmento con la autorización de Editorial Impedimenta

Portada de "Los exportados" de Sonia Devillers Foto: Especial

El 9 de enero de 1941, la exclamación “¡El judío es como un escorpión: nunca dejará de devorarte vivo, cristiano!” atravesaba la portada de Porunca Vremii, el diario de extrema derecha que se vendía en todos los quioscos de Bucarest. La semana siguiente, Cuvântul, una revista dirigida por universitarios, exigía “la purificación racial del pueblo rumano: un asunto de vida o muerte”. La demonización del judío, su representación bajo la forma de un parásito o incluso la obsesión por el “complot hebreo” ya no eran prerrogativa de la prensa fascista. Tras el acercamiento a la Alemania nazi, hasta las páginas de las revistas literarias a las que estaba suscrita mi abuela reclamaban que se acabase con el “problema judío”. Con la prensa rumana al unísono, la opinión pública se hallaba perfectamente preparada para la explosión de odio que asoló de golpe Bucarest entre el 21 y el 23 de enero de 1941 y que colocó a mi abuelo en el epicentro del salvajismo.

Al mando de la situación desde hacía algunos meses, el mariscal Antonescu quiso deshacerse de sus aliados, los legionarios, cuya violencia empezaba a ser incontrolable. Los miembros de la Guardia de Hierro saqueaban y molestaban por todas partes. Antonescu era un amante del orden y Hitler le había dado un cheque en blanco para que depurase su entorno. Sacrificados en el altar del poder, los legionarios se rebelaron y emprendieron un pogromo de una barbarie inaudita en Bucarest. Robaron, incendiaron, violaron y mataron “en un estado de locura indescriptible, totalmente desconectado de cualquier motivo personal. En la Avenida de la Victoria se vio a un joven con camisa verde descargando entre carcajadas su fusil contra los transeúntes”, informó la periodista Rosie Waldeck. Las tropas de los legionarios recorrían la ciudad “rodeados de civiles de todas las edades y todos los medios sociales: escolares, universitarios, funcionarios, comerciantes… Todos los apoyaban”. En cada barrio, los vecinos señalaban las casas habitadas por judíos, según ha explicado otro testigo de los hechos: el gran psicólogo Serge Moscovici, que sobrevivió al pogromo. Los judíos fueron detenidos en masa, llevados a la jefatura de policía y torturados allí. Enviaron un contingente al bosque de Jilava. Hombres y mujeres fueron desnudados cuidadosamente y acribillados a balazos en la nieve. Otro grupo fue hacinado en un camión, unas quince personas elegidas al azar. Harry Greenberg, mi abuelo, era uno de los quince. Terminaron en los mataderos de Bucarest. Muchos con una bala en la nuca. A un puñado de moribundos, entre ellos una niña, los colgaron en los degolladeros. Los cadáveres, destripados por los legionarios, con las tripas al aire, fueron cubiertos con unas cartulinas en las que estaba escrito “kosher”.

Me gustaría comprender de qué manera, en la Rumanía de los años sesenta, pudo venderse a un judío a cambio de ganado

Mi abuelo escapó por los pelos, gracias a que los obreros lo apreciaban. Uno de ellos supo lo que estaba ocurriendo y abogó por él ante los sublevados, esgrimiendo su condición de “trabajador útil”. Así pudo rescatarlo de la ejecución, llevarlo a la fábrica de Gallia y esconderlo hasta el final de la revuelta. Mientras tanto, el mariscal Antonescu consiguió aplastar la insurrección. El matadero permaneció cerrado por una semana, lo necesario para limpiar las huellas de la matanza.

Mihail Sebastian permaneció recluido durante toda la revuelta legionaria. “Hay personas como yo que vivieron la noche separados de su familia y al día siguiente ya no encontraron a nadie, ni nada. Vuelvo a ver y a vivir todo el terror de aquella noche”, escribió en los días siguientes. Por mi parte, me imagino la pesadilla que debieron de pasar Gabriela y su madre, Roza, sin atreverse a salir del piso de la Strada Lucaci, con las luces apagadas y las cortinas cerradas, asaltadas por los ruidos de la calle enfurecida, sobresaltándose con cada grito que rasgaba la oscuridad, con cada golpe que hacía temblar el hueco de la escalera. Imagino que no cruzaron ni una sola palabra y que apagaron la radio, tomada por los insurgentes, mientras clavaban los ojos en el teléfono, mientras verificaban otra vez que el auricular emitiera alguna señal e imploraban mentalmente alguna noticia de Harry. Una espera indescriptible.

Harry y Gabriela nunca les contaron a sus hijas lo que ocurrió aquella noche. A mí me lo contaron, pero sin darle importancia. Una cadena de hechos, eso fue. Detenido, transportado, recuperado, escondido, salvado. Lo que pasó dentro del matadero lo supe gracias a los libros de historia. Ochenta años después dispongo de muy pocos elementos para reconstruir las atrocidades. Una lástima. Me gustaría comprender de qué manera, en la Rumania de los años sesenta, pudo venderse a un judío a cambio de ganado. Y de pronto caigo en la cuenta de que, antes de que ocurrieran estas cosas, a mi abuelo lo rescataron de un matadero donde iban a descuartizarlo como un animal, en un episodio que Mihail Sebastian califica en su diario de “ferocidad bestial”. Todo esto suma muchos animales y muchas bestias para un mismo destino humano, el de mi abuelo.