Ramón López Velarde (a quien Rubén Bonifaz Nuño admiraba tanto y conocía poemas de memoria), escribió:
Como en López Velarde, en la obra poética de Bonifaz Nuño el bello tema invasivo es la mujer.
Cuando pienso en un libro amoroso icónico latinoamericano que perduró, no sólo en sus días, sino aun ahora, un siglo más tarde, es Veinte poemas de amor y una canción desesperada, el cual Pablo Neruda publicó en 1924, poco antes de cumplir veinte años. Muchos, en nuestra adolescencia y primera juventud, lo leímos como un Devocionario amoroso donde se halla el ciclo clásico: la revelación y la confirmación, el tormento acucioso y el abandono sin regreso que deja el corazón del poeta como un cielo roto. “Nunca creí que el amor doliera tanto”, confiesa Bonifaz Nuño en algún momento.
EL MANTO Y LA CORONA ES UN LIBRO de trabajado desconsuelo. Es una suerte de Diario en que el poeta interroga al corazón y va siguiendo con febril puntualidad los hechos cotidianos que vive con una mujer que tenía “una luz y un dolor, y una belleza que no era de este mundo”.
El poeta ama de tal manera que toda angustia, tristeza o gozo lo mantienen en alerta y duda, en una árida soledad sin fondo, en cuestionamientos insistentes de si no la perderá, lo cual deriva en el pensamiento de que sin ella él único lugar habitable es la muerte. El manto y la corona, casi en su totalidad, es el libro de la duda: tiene a la mujer, la pierde, la cree tener, cree que la pierde, la mujer se aleja o cree que se aleja, vuelve, pero tal vez…
Bonifaz comprende —lo vive— que el abandono amoroso sólo trae al alma un paisaje crepuscular de árboles marchitos y pájaros sin voz.
De haber nacido en el pleno medievo, con un libro como éste, Bonifaz Nuño podría haber sido un poeta del duecento siciliano o florentino, y como el stilnovista Dino Frescobaldi, en musicales versos inolvidables, podría haber dicho de la amada en la primera estrofa de un soneto:
Por este poema Frescobaldi quedó para siempre en el imaginario colectivo amoroso italiano, como entre nosotros Gutierre de Cetina con el madrigal “Ojos claros, serenos…”, comoT Ronsard, entre varios, por el 42 de sus “Sonetos a Helena” (“Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle…”), que es de alguna manera la fuente del tema del bellísimo poema, “Amiga a la que amo, no envejezcas”, de Rubén Bonifaz Nuño, quizá su poema amoroso más representativo, pleno de ternura y luz, y el cual se recordará hasta negar el nunca.
LA DIFERENCIA ES QUE RONSARD la imagina vieja, tejiendo junto al fuego, recordando —repitiendo— los versos que le escribió cuando eran jóvenes, pero ahora, antes que pueda suceder eso, cuando es joven, recomienda o encomienda a la amada que corte las rosas de la vida. Contrariamente a Ronsard, Bonifaz ruega a la amada que se conserve intacta en su juventud, y aun, cuando pasen los años, se conserve —se conservará— joven, y le pide, por tanto, que a él, quien será entonces
el único que ha envejecido, lo recuerde en aquellos años cuando a ella le cantaba y era su voz y era su escudo.
El manto y la corona fue escrito posiblemente en años del segundo lustro de los cincuenta del siglo anterior. En la dedicatoria está inscrita una sola línea: Aquí debería estar tu nombre.
Se publicó en 1958, cuando aquella mujer que amó como a ninguna se casó con otro. Por eso el nombre de la inspiradora de los poemas no aparece. Se llamaba Magda Montoya (1917-2000), una bella bailarina oaxaqueña, de esbeltas y ágiles piernas. Contra todo viento o marea la amistad entre ambos perduró por décadas. Magda Montoya, dos horas antes de morir, habló con dos gentes. Una era Rubén Bonifaz Nuño.
1 [Ya no espero encontrar nunca piedad / en los ojos de ella; tanto es hermosa. / Para mí se volvió sutil ladrona / que el corazón rompió en edad lozana].